jueves, 21 de enero de 2021

Inicio de La perra, de Pilar Quintana

 

La perra


Pilar Quintana




—Esta mañana la encontré ahí, patas arriba —dijo doña Elodia señalando un lugar en la playa donde se juntaba la basura que el mar traía o desenterraba: troncos, bolsas plásticas, botellas.
—¿Envenenada?
—Yo creo.
—¿Qué hicieron con ella? ¿La enterraron?
Doña Elodia dijo que sí con la cabeza:
—Mis nietos.
—¿Arriba en el cementerio?
—No, aquí nomás en la playa.

Muchos perros del pueblo morían envenenados. Alguna gente decía que los mataban aposta, pero Damaris no podía creer que hubiera personas capaces de hacer algo así y pensaba que los perros se comían por error las carnadas con veneno que dejaban para las ratas o a las ratas que estando envenenadas eran fáciles de cazar.

—Lo siento —dijo Damaris.

Doña Elodia solo asintió. Había tenido esa perra mucho tiempo, una perra negra que se la pasaba echada junto al estadero y andaba detrás de ella para todos lados: la iglesia, la casa de la nuera, la tienda, el muelle… Debía estar muy triste, pero no lo mostraba. Dejó al cachorro que acababa de alimentar con una jeringa que llenaba con la leche de una taza y agarró otro. Había diez y eran tan pequeños que no habían abierto los ojos.

—Tienen seis días de nacidos —dijo doña Elodia—, no van a sobrevivir.

Ella había sido vieja desde que Damaris tenía memoria, usaba unas gafas de vidrios gruesos que le agrandaban los ojos y era gorda de la cintura para abajo, una persona de pocas palabras que se movía con lentitud y se mantenía tranquila hasta en los días más ocupados del estadero, cuando había borrachos y niños que corrían por entre las mesas. En cambio, ahora se le notaba el agobio.

—¿Por qué no los reparte? —dijo Damaris.
—Ya se llevaron uno, pero nadie quiere a los perros tan chiquitos.

Como era temporada baja, en el estadero no había mesas ni música ni turistas ni nada, solo el espacio vacío que ahora se veía enorme con doña Elodia sentada en un banco y los diez cachorros dentro de una caja de cartón. Damaris los miró con atención hasta que se decidió por uno.

—¿Me puedo llevar ese? —dijo.

Doña Elodia puso en la caja al que acababa de alimentar, sacó el que Damaris había señalado, uno de pelo gris y orejas caídas, y lo miró por detrás.

—Es una hembra —dijo.

 

 

Cuando la marea estaba baja, la playa se volvía inmensa, un descampado de arena negra que más parecía barro. Cuando estaba alta, el agua la tapaba toda y las olas traían palos, ramas, semillas y hojas muertas de la selva y los revolvían con la basura de la gente. Damaris venía de visitar a su tía en el otro pueblo, que quedaba arriba, en tierra firme, pasando el aeropuerto militar, y era más moderno, con hoteles y restaurantes de concreto. Había parado en la casa de doña Elodia por curiosidad, al verla con los perritos, y ahora iba para su casa en la punta opuesta de la playa. Como no tenía dónde meter a la perra, se la puso contra el pecho. Le cabía en las manos, olía a leche y le hacía sentir unas ganas muy grandes de abrazarla fuerte y llorar.

El pueblo de Damaris era una calle larga de arena apretada con casas a lado y lado. Todas las casas estaban destartaladas y se elevaban del suelo sobre estacas de madera, con paredes de tabla y techos negros de moho. Damaris tenía un poco de temor de la reacción de Rogelio cuando viera a la perra. A él no le gustaban los perros, y si los criaba era solamente para que ladraran y cuidaran la propiedad. Ahora tenía tres: Danger, Mosco y Olivo.

Danger, el mayor, era parecido a los labradores que usaban los militares para olfatear las
lanchas y los equipajes de los turistas, pero tenía la cabeza grande y cuadrada como las de los pitbulls que había en el Hotel Pacífico Real del otro pueblo. Era hijo de una perra del finado Josué, a quien sí le habían gustado los perros. Él los tenía para que ladraran, pero también les daba cariño y los entrenaba para que lo acompañaran a cazar.

Rogelio contaba que un día que estaba visitando al finado Josué, un cachorro que todavía no cumplía dos meses se alejó de la camada para ladrarle. Él pensó que ese era el perro que necesitaba. El finado Josué se lo regaló y Rogelio lo llamó Danger, que significa peligro. Danger creció para convertirse en lo que prometía, un perro celoso y bravo. Cuando hablaba de él, Rogelio parecía sentir respeto y admiración, pero en el trato no hacía más que espantarlo, gritarle “¡Fuchi!” y levantarle la mano para que recordara todas las veces que le había pegado.

Se notaba que Mosco había tenido mala vida de cachorro. Era pequeño, flaco y tembloroso. Un día apareció en la propiedad y, como Danger lo aceptó, se quedó a vivir. Venía con una herida en la cola, que a los pocos días se le infectó. Para cuando Damaris y Rogelio se dieron cuenta, la herida se le había llenado de gusanos y a Damaris le pareció ver que de ella salía volando una mosca ya completamente formada.

—¡¿Viste?! —dijo.

Rogelio no había visto nada, y cuando Damaris se lo explicó se rio a carcajadas y dijo que por fin le habían encontrado el nombre a ese animal.

—Ahora quedate quieto, Mosco hijueputa —ordenó.

Lo agarró por la punta de la cola, alzó su machete y, antes de que Damaris pudiera entender lo que haría, se la cortó de tajo. Aullando, Mosco salió a correr y Damaris miró a Rogelio horrorizada. Él, con la cola plagada de gusanos todavía en la mano, alzó los hombros y dijo que solo lo había hecho para detener la infección, pero ella siempre creyó que lo había disfrutado.

El más joven, Olivo, era hijo de Danger y la perra de las vecinas, una labradora chocolate que ellas decían que era pura. Se parecía a su papá, aunque tenía el pelo más largo y rucio. Olivo era el más arisco de los tres. Ninguno se acercaba a Rogelio y todos desconfiaban de la gente, pero Olivo no se acercaba a nadie y desconfiaba tanto que no comía si había personas a la vista. Damaris sabía que era porque Rogelio aprovechaba cuando estaban comiendo para llegar hasta ellos sin que se dieran cuenta y agarrarlos a latigazos con una guadua delgada que tenía solo para eso. Lo hacía cuando habían hecho algún daño o porque sí, por el placer que le daba pegarles. Además Olivo era traicionero: mordía sin ladrar y por detrás.

Damaris se dijo que con la perra todo sería diferente. Era suya y ella no permitiría que Rogelio le hiciera ninguna de esas cosas, no dejaría ni que la mirara mal. Había llegado a la tienda de don Jaime y se la mostró.

—Qué cosita tan pequeña —dijo él.

La tienda de don Jaime solo tenía un mostrador y una pared, pero estaba tan bien surtida que en ella se conseguían desde alimentos hasta clavos y tornillos. Don Jaime era del interior del país, había llegado sin nada en los tiempos en que estaban construyendo la base naval y se juntó con una negra del pueblo más pobre que él. Alguna gente decía que había progresado gracias a que hacía brujería, pero Damaris pensaba que era por ser un hombre bueno y trabajador.

Ese día él le fio las verduras de la semana, un pan para el desayuno del día siguiente, una bolsa de leche en polvo y una jeringa para alimentar a la perra. Además, le regaló una caja de cartón.

 

 

 

Rogelio era un negro grande y musculoso, con cara de estar enojado todo el tiempo. Cuando Damaris llegó con la perra, él estaba afuera limpiando el motor de la guadañadora. Ni siquiera la saludó.

—¿Otro perro? —dijo—. Ni creás que me voy a encargar de él.
—Acaso quién te está pidiendo algo —respondió ella y siguió derecho hacia la cabaña.

La jeringa no funcionó. Damaris tenía un brazo poderoso pero torpe y los dedos tan gordos como el resto de su persona. Cada vez que empujaba, el émbolo se le iba hasta el fondo y el chorro de leche salía disparado del hocico de la perra y se derramaba por todas partes. Como la perra no sabía lamer, no podía darle la leche en un tazón, y los teteros que vendían en el pueblo eran para bebés humanos, demasiado grandes. Don Jaime le recomendó que usara un gotero y ella lo intentó, pero comiendo gota a gota la perra no se llenaría la barriga nunca. Entonces a Damaris se le ocurrió remojar un pan con la leche y dejar que la perra lo chupara. Esa fue la solución: se lo devoró entero.

La cabaña donde vivían no quedaba en la playa sino en un acantilado selvático donde la gente blanca de la ciudad tenía casas de recreo grandes y bonitas con jardines, andenes empedrados y piscinas. Para llegar al pueblo se bajaba por unas escaleras largas y empinadas que, como llovía tanto, debían restregar a menudo para quitarles la lama y que no se pusieran resbalosas. Luego había que atravesar la caleta, un brazo del mar ancho y torrentoso como un río, que se llenaba y vaciaba con la marea.

En esos días la marea estaba alta de mañana, así que para comprar el pan de la perra Damaris tenía que levantarse a primera hora, cargar el canalete desde la cabaña, bajar las escaleras con él al hombro, empujar el potrillo desde el embarcadero, meterlo al agua, canaletear hasta el otro lado, amarrar el potrillo a una palma, llevar el canalete al hombro hasta la casa de alguno de los pescadores que vivían junto a la caleta, pedirle al pescador, su mujer o los niños que se lo cuidaran, oírle las quejas y los cuentos al vecino y atravesar medio pueblo caminando hasta la tienda de don Jaime… Y lo mismo de vuelta. Todos los días, aun bajo la lluvia.

Durante el día Damaris llevaba a la perra metida en el brasier, entre sus tetas blandas y generosas, para mantenerla calientica. Por las noches la dejaba en la caja de cartón que le había regalado don Jaime, con una botella de agua caliente y la camiseta que había usado ese día para que no extrañara su olor.

La cabaña donde vivían era de madera y estaba en mal estado. Cuando caía una tormenta temblaba con los truenos y se hamacaba con el viento, el agua se metía por las goteras del techo y las rendijas entre las tablas de las paredes, todo se enfriaba y humedecía, y la perra se ponía a chillar.

Hacía mucho tiempo que Damaris y Rogelio dormían en cuartos separados, y en esas
noches ella se levantaba rápido, antes de que él pudiera decir o hacer algo. Sacaba a la perra de la caja y se quedaba con ella a oscuras, acariciándola, muerta de susto por las explosiones de los rayos y la furia del vendaval, sintiéndose diminuta, más pequeña y menos importante en el mundo que un grano de la arena del mar, hasta que la perra dejaba de chillar.

También la acariciaba de día, por la tarde, luego de que acababa los oficios de la mañana y el almuerzo, y se sentaba en una silla plástica a ver las telenovelas con ella en su regazo. Cuando estaba en la cabaña, Rogelio la veía pasar sus dedos por el lomo de la perra, pero no hacía ni decía nada.

 

 

 

Luzmila sí hizo comentarios el día que vino de visita, y eso que en ningún momento Damaris llevó a la perra entre el brasier sino que la mantuvo en la caja el mayor tiempo que pudo. Luzmila, a diferencia de Rogelio, no les hacía daño a los animales, pero los despreciaba y era el tipo de persona que veía solo lo negativo de las cosas y se mantenía criticando a los demás.

La perra se la pasaba durmiendo. Cuando se despertaba, Damaris le daba de comer y la ponía en el pasto para que hiciera sus necesidades. Durante la visita de Luzmila se despertó dos veces y las dos veces Damaris le dio de comer y la puso en el pasto, que estaba empapado con la lluvia de toda una noche y toda una mañana. Hubiera preferido que Luzmila no la conociera, que ni se enterara de que la tenía, pero no iba a dejar que la perra pasara hambre ni se ensuciara. El cielo y el mar eran una sola mancha gris y la humedad en el aire era tanta que un pescado habría podido seguir viviendo fuera del agua. A Damaris le habría gustado secarle las patas con una toalla y frotarla un poco con sus manos para calentarla antes de devolverla a la caja, pero se contuvo porque Luzmila no paraba de mirarla con malos ojos.

—Vas a matar a ese animal de tanto tocarlo —dijo.

A Damaris le dolió el comentario, pero se quedó callada. No valía la pena ponerse a pelear. Luego Luzmila preguntó con cara de asco cómo se llamaba y Damaris tuvo que decirle que Chirli. Ellas eran primas hermanas y se habían criado juntas desde que nacieron, por lo que sabían todo una de la otra.

—¿Chirli como la reina de belleza? —se rio Luzmila—, ¿así no era que le ibas a poner a tu
hija?

Damaris no había podido tener hijos. Se juntó con Rogelio a los dieciocho y llevaba dos años con él cuando la gente empezó a decirles “¿Para cuándo los bebés?” o “Qui’hubo que se están demorando”. Ellos no estaban haciendo nada para prevenir el embarazo y entonces Damaris comenzó a tomar infusiones de dos hierbas del monte, la María y la Espíritu Santo, que había oído decir que eran muy buenas para la fertilidad.

En esa época vivían en el pueblo, en una pieza alquilada, y ella recogía las hierbas en el acantilado sin pedirles permiso a los dueños de las propiedades. Aunque se sentía un poco deshonesta, consideraba que esas cuestiones eran asunto suyo y de nadie más. Las infusiones las preparaba y tomaba a escondidas, cuando Rogelio salía a pescar o cazar.

Él empezó a sospechar que Damaris andaba en algo y la siguió como a los animales que cazaba, sin que ella se diera cuenta. Cuando él vio las hierbas creyó que eran para hacer brujería, le salió al paso y la enfrentó furioso.

—¡¿Para qué es esa mierda!? —le dijo—. ¡¿Vos en qué estás?!

Lloviznaba. Estaban en medio del monte, en un lugar muy feo donde habían cortado los árboles para que pasaran los cables de la luz. Los troncos podridos que todavía quedaban en pie parecían las lápidas descuidadas de un cementerio. Él llevaba puestas sus botas pantaneras y ella, que estaba descalza, tenía los pies cubiertos de barro. Damaris agachó la cabeza y en voz baja le contó la verdad. Él se quedó un rato en silencio.

—Yo soy tu marido —le dijo por fin—, vos no estás sola en esto.

Desde ese momento fueron juntos a recoger las hierbas y preparar las infusiones, y por las noches discutían los nombres que les pondrían a sus hijos. Como no lograron ponerse de acuerdo en ninguno, decidieron que él escogería los de los varones y ella los de las hembras. Querían tener cuatro, ojalá una pareja de cada sexo. Pero pasaron otros dos años y ya tuvieron que explicarles a los que preguntaban que el problema era que ella no quedaba embarazada. La gente empezó a evitar el tema y la tía Gilma le aconsejó a Damaris que fuera adonde Santos.

Aunque tenía nombre masculino, Santos era una mujer, la hija de una negra del Chocó y un indígena del bajo San Juan. Conocía de hierbas, sabía sobar y curaba con secreto, es decir, invocando palabras y rezos. A Damaris le hizo un poco de cada cosa y cuando vio que fracasaba le dijo que el problema debía ser de su marido y lo mandó llamar. Aunque se notaba incómodo, Rogelio se tomó todos los bebedizos, aceptó todos los rezos y soportó todas las friegas que le hizo Santos, pero entre más tiempo pasaba sin que se produjera el embarazo más reacio se ponía y un día anunció que ya no iría más. Damaris lo tomó como un ataque en contra de ella y le dejó de hablar.

Aunque no dejaron de vivir juntos ni de dormir en la misma cama, estuvieron tres meses sin dirigirse la palabra. Una noche Rogelio llegó medio borracho y le dijo que él también quería un hijo, pero sin la presión de Santos ni de ninguna hijueputa hierba, friega o rezo, y que si ella quería él estaba ahí para que lo siguieran intentando. La pieza donde vivían era el cuarto trasero de una casa grande que hacía mucho tiempo había dejado de ser la mejor del pueblo. Ahora estaba malparada, con comejenes y roña, y la pieza era tan estrecha que apenas cabían la cama, su viejo televisor de caja y una estufa a gas de dos boquillas. Pero tenía una ventana que daba al mar.

Damaris se quedó un rato junto a la ventana sintiendo en su cara la brisa con olor a hierro oxidado. Cuando él terminó de desnudarse y se acostó, ella cerró la ventana, se tendió a su lado y empezó a acariciarlo. Esa noche tuvieron relaciones sin pensar en hijos ni en nada más y ya no volvieron a hablar del tema, aunque a veces, al enterarse del embarazo de alguna conocida o del nacimiento de un niño en el pueblo, ella lloraba en silencio, apretando los ojos y los puños, luego de que él se quedaba dormido.

Cuando Damaris cumplió treinta años estaban en mejores condiciones y se habían pasado a una pieza un poco más amplia de la misma casa. Ella trabajaba en una de las propiedades del acantilado —la de la señora Rosa—, por lo que recibía un sueldo fijo, y él pescaba en unas embarcaciones grandes llamadas viento y marea, que duraban varios días en altamar y podían cargar toneladas de pescado. En una salida, Rogelio y su compañero cogieron tres meros y un montón de sierras y se encontraron con un banco de pargos rojos que pudieron aprovechar, casi una tonelada y media en total, y a cada uno le quedó una buena cantidad de plata. Él quería comprarse un nuevo trasmallo y un equipo de sonido grande con cuatro parlantes, pero Damaris llevaba un tiempo pensando cómo decirle que ella no había dejado de desear un hijo y quería volverlo a intentar sin importar los sacrificios que tuvieran que hacer.

La tía Gilma le había contado de una mujer bastante mayor que ella, de treinta y ocho años, que había logrado quedar embarazada y ahora tenía un bebé precioso gracias a la intervención del jaibaná, un médico indígena que tenía fama en el otro pueblo. Las consultas eran costosas, pero con la plata que habían reunido podrían empezar los tratamientos. Luego ya verían. La noche que Rogelio anunció que al día siguiente iría a Buenaventura a comprar el equipo de sonido, Damaris se puso a llorar.

—Yo no quiero un equipo de sonido —le dijo—, yo quiero un bebé.

Llorando, le contó la historia de la mujer de treinta y ocho, de las veces que había llorado en silencio, de lo horrible que era que todo el mundo pudiera tener hijos y ella no, de las cuchilladas que sentía en el alma cada vez que veía a una mujer preñada, un recién nacido o una pareja con un niño, del suplicio que era vivir ansiando un ser pequeñito para acunarlo en su pecho y que todos los meses le llegara la regla. Rogelio la escuchó sin decir palabra y luego la abrazó. Estaban en la cama, por lo que el abrazo fue con todo el cuerpo y así se quedaron dormidos.

El jaibaná vio a Damaris durante largo tiempo. Le dio bebedizos, le preparó baños y sahumerios y la invitó a ceremonias en las que la ungió, la frotó, le fumó, le rezó y le cantó. Luego hizo lo mismo con Rogelio, que esta vez no tuvo mala actitud ni renunció. Esos fueron solo los preparativos. El verdadero tratamiento consistía en una operación que le haría a Damaris, sin abrirla por ninguna parte, para limpiar los caminos que debían recorrer su huevo y el esperma de Rogelio y preparar el vientre que recibiría al bebé. Era muy costosa y tuvieron que ahorrar durante un año para poderla pagar.

La operación tuvo lugar una noche en el consultorio del jaibaná, una choza con techo de paja y estacas altísimas, que quedaba más allá del otro pueblo, en medio de un monte talado y reseco, donde abundaban los jejenes y las malezas, las hierbas cortaderas y los helechos filudos que crecían amontonándose unos sobre otros. Damaris y Rogelio se despidieron afuera de la choza, pues nadie más que ella y el jaibaná podían estar presentes.

Cuando estuvieron solos, el jaibaná le dio a beber un líquido oscuro y amargo y le dijo que se acostara en el suelo, en una colchoneta. Ella tenía puesta una licra hasta las rodillas y una blusa de manga corta, y apenas se tendió se vio acosada por una nube de jejenes que dejaban tranquilo al jaibaná mientras que a ella la picaban en todo el cuerpo, hasta en las orejas, el cuero cabelludo y por encima de la ropa. Los jejenes desaparecieron de repente y Damaris empezó a escuchar a un búho que ululaba a lo lejos. El canto del búho fue acercándose poco a poco y cuando se hizo tan fuerte que era lo único que podía oír, se quedó dormida.

No sintió nada más y a la mañana siguiente se despertó con la ropa intacta, el mismo dolor ligero en la espalda de todos los días y ninguna novedad en el cuerpo. Rogelio la estaba esperando afuera y la llevó de vuelta a la casa.

Damaris ni siquiera tuvo un atraso, y el jaibaná les dijo que ya no podía hacer más por ellos. De alguna forma fue un alivio, pues tener relaciones se había convertido para ellos en una obligación. Dejaron de tenerlas, al principio tal vez solo para descansar, y ella se sintió liberada, pero al mismo tiempo derrotada e inútil, una vergüenza como mujer, una piltrafa de la naturaleza.

En esa época ya vivían en el acantilado. La cabaña tenía una salita, dos cuartos estrechos, un baño sin ducha y una barra sin lavaplatos donde habrían podido poner su estufa, pero prefirieron cocinar en el quiosco, que era amplio y contaba con un lavaplatos grande y un fogón de leña que les permitía ahorrarse lo que costaba el cilindro de gas. La cabaña era pequeñísima, Damaris no se demoraba más de dos horas en limpiarla. Sin embargo, por esos días se dedicó al trabajo con tanta obsesión que le tomó una semana. Restregó las tablas de las paredes por fuera y por dentro,
las del piso por encima y por debajo, sacó con un cepillo de dientes la mugre de las uniones entre las tablas, escarbó con un clavo en los orificios y las grietas de la madera y lavó con una esponja la cara interna de las láminas del techo. Para poder hacer esto último se trepó en una silla plástica, en la barra de la cocina y en la cisterna del inodoro, que, como era de cerámica, se rompió bajo su peso y tuvieron que ahorrar para reponerla.

Al cabo de dos meses, cuando Rogelio volvió a buscar a Damaris, ella lo rechazó y la noche siguiente lo volvió a rechazar y así a lo largo de una semana hasta que él dejó de intentarlo. A Damaris le alegró. Ya no se ilusionaba con la posibilidad de quedar embarazada, no esperaba con ansiedad la falta de la regla ni sufría cada vez que le llegaba. Pero él, amargado o resentido, empezó a echarle en cara que hubiera roto la cisterna, y cada vez que se le resbalaba alguna cosa de las manos —un plato, un frasco, un vaso—, lo que ocurría a menudo, la criticaba y se burlaba. “Burda”, le decía, “¿vos creés que la loza se da en los árboles?”. “La próxima te la cobro, ¿sí me oíste?”. Una noche, con la disculpa de que él roncaba y no la dejaba dormir, Damaris se fue al otro cuarto y ya no volvió más.

Ahora estaba a punto de cumplir cuarenta, la edad en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer. Hacía poco, el día que adoptó a la perra, Luzmila le había hecho un alisado, y mientras le echaba el producto le admiró la piel, que se le mantenía muy bien, sin manchas ni arrugas.

—En cambio mírame a mí —dijo y, a modo de explicación, añadió—: claro, como no tuviste hijos.

Ese día Luzmila estaba de buen genio y solo había querido alabarla, pero a Damaris le dolió hasta el hueso darse cuenta de que ella, y seguramente todo el mundo, daban su caso por perdido, y lo estaba, ella lo sabía, pero le costaba aceptarlo.

Así que este nuevo comentario de su prima, que a los treinta y siete tenía dos hijas y dos nietas, le hizo dar ganas de ponerse dramática como en las telenovelas y decirle con lágrimas en los ojos, para que se arrepintiera de su maldad: “Sí, la llamé Chirli, como a la hija que nunca tuve”. Pero no se puso dramática ni dijo nada. Llevó a la perra de vuelta a la caja y le preguntó a su prima si esa semana había hablado con su papá, el tío Eliécer, que vivía en el sur y últimamente no se sentía bien de salud.

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