miércoles, 4 de noviembre de 2020

Entrenar, vociferar, teorizar, agitar

 las12

JUEVES, 2 DE ABRIL DE 2015

ESCENAS

El infortunio del amor

Se besan, se persiguen, se manotean, se distancian; como espiritistas que traducen la voz de un deseo desbordado, Alejandra Flechner e Iride Mocke actúan el exceso propuesto por Silvio Lang para poner en escena el libro de María Moreno El affair Skeffington –reeditado el año pasado por Mansalva– siguiendo las obsesiones del director: generar un teatro de agitación en el que política y deseo sean una misma amalgama conmovedora, un trueno capaz de envolver a todos los cuerpos.

 Por Veronica Gago

Salón Skeffington, la flamante obra dirigida por Silvio Lang, bien podría ser el guión de una teoría del exceso, del derroche como método. Excesiva respecto del libro de María Moreno –El affair Skeffington– del cual arranca palabras; pero el subrayado, esta vez, es del dramaturgo. Dos actrices, Alejandra Flechner e Iride Mocke, que se convulsionan de palabras, que se ejercitan en escena y que no dan respiro. Se trata de un enjambre de las poesías de Dolly Skeffington, el personaje de Moreno, seudónimo de Cristina Forero, editado a inicios de los ’90 y ahora reeditado por Mansalva y que aparece él mismo, como libro, en escena. La voz de la poeta que protagoniza el excéntrico volumen (con su jauría de acompañantes) se amalgama con las obsesiones de Lang, cada vez más decidido a travestirse a favor de sus autoras predilectas.

La pregunta desmesurada de Lang es una repetición, como a la que obliga un amor que no se termina: ¿es posible una política que esté a la altura de un deseo que sólo se despliega en espacios que no son asalariados y en los que no hay moral? Esos interrogantes se estrujan más, aun más, porque Lang no deja de invocar la organización, la disciplina, la maquinaria libidinal de la fuerza colectiva.

Como ya fantaseó en su ambiciosa Meyerhold (Teatro San Martín, Ciclo Invocaciones, 2014), el método revolucionario no es otra cosa que una apuesta energética con una teoría del agite, donde la política es acontecimiento monumental, conmovedor. En aquel entonces, la escena iba de la Unión Soviética a los pibes chorros, pasando por un travestismo lujurioso y juguetón, chicas en patines y cuerpos. Siempre cuerpos.

En el más reducido salón de ahora, las amantes de la París-Lesbos que están entre los años ’20 y tal vez el destape de los ’80 o quizás en un futuro remoto, encarnan una secuencia de varieté de gran velocidad y concentran en su vestuario toda la feminidad enfiestada: lentejuelas, plumas, tules, botas altas, plataformas, corsets, maquillaje y pestañas enormes. Las chicas se trasvisten: tan exageradamente femeninas que dejan de serlo. O no. No podría nunca saberse a ciencia cierta. Porque bien podrían ellas mismas ser un apartado del circo “cubofuturista” que Lang desplegó para homenajear al dramaturgo ruso el año pasado, combinando teatro de feria y haikus leninistas, music-hall y retazos de cabaret, acrobacia y multitudes.

Salón Skeffington (también dentro de un ciclo colectivo, esta vez llamado Teatro Bombón, en la Casona Iluminada) se desarrolla en una sala de baile literal, poniendo la danza como subtexto. Los espectadores se descubren repentinamente duplicados en las paredes espejadas, cruzadas por barras donde las actrices estiran sus gestos, después de rodar por sillones y abrirse de piernas una y otra vez. Ellas hablan por momentos de cosas incomprensibles. Por eso a veces sólo se puede seguir su movimiento, pero no sus palabras. Una dislocación que provoca y que exige y que duplica las escenas, como hacen los espejos. Dice Lang que ellas “actúan como luminarias o espiritistas que reconstruyen el pasado de antiguos amores, o exponen identidades itinerantes, a través de técnicas de pose, disfraces barrocos, alucinaciones auditivas, textos cantados... Pero lo hacen como en un karaoke, o en un club de baile, o en el bar a secas, tramando una suerte de ‘épica de amigas’”.

Son amigas, amantes, cantantes, performers, prostitutas. Pueden ser mexicanas, parisinas, del under porteño o delicias berlinesas. Nunca queda claro. La velocidad de la charla entre ellas tampoco deja tiempo para aclararlo porque cambia de ritmo sin pausa (de ahí su verdadero acento femenino): es lectura, es canción, es acento apócrifo, es parodia, es disertación, es recitado, es gorgoteo. Se besan, se pegan, se persiguen, se manotean, se distancian. Pero siempre están ahí sus cuerpos. Siempre cuerpos.

Si Meyerhold era el “freakshow del infortunio del teatro”, Skeffington no deja de ser freak, pero es un show intimista, casi de sótano, donde el infortunio es el de las amantes o, más directamente, el del amor.

De nuevo en Salón Skeffington, al igual que la obra de Griselda Gambaro que Lang dirigió bajo el nombre de Querido Ibsen: soy Nora (Teatro San Martín, 2013), la voz aparece como un problema: camuflada, robada, impostada, sobrevuela la escena; o mejor: constituye la escena y se escapa de ella. Si Moreno, a partir de una ficta Dolly, le habla una y otra vez a la autora o ella habla por su personaje, en el modo en que Lang la traduce a sus propios personajes (Maldon y Dolly) no dejan de resonar los meandros de la autoría con que Nora complicaba a Ibsen a través de Gambaro, a su vez puesta en escena como herejía por Lang.

Toda voz es colectiva, colecciona dentro de sí a otras, y son ellas las que desarman autoridades, pero al mismo tiempo las que tienen potencia de invocación e invención. Las que permiten degustar más de una identidad y en todo caso pasar fronteras, dejarse llevar. Es en esa experimentación de la voz donde Lang parece decir que ya no se trata de representación, sino de un potente travestismo. Verdadero acontecimiento porque es capaz de hacer variar y cambiar los cuerpos. Poder de conversión: disimulo y engaño, pero bajo la idea rectora de una fidelidad a la verdad del deseo.

Cuando Lang montó la obra Las calabazas, del filósofo francés Alain Badiou, en el teatro de la Universidad Nacional de San Martín (2012), hizo que el propio Badiou actuara en el rol de Bertolt Brecht frente al católico Paul Claudel en una saga de acusaciones mutuas sobre cómo entender el teatro. Badiou argumentaba entonces en alemán y en francés hasta que era interrumpido por el personaje de Ahmed, un joven obrero argelino habitado por un demonio, que se hacía escuchar en otra lengua al rapear “Marginado. Soy un paria. El que grita y patalea. Soy el negro de las grandes capitales. Soy cabeza. Y con gorrita”.

No es un detalle menor que Lang insista ya desde entonces “con un cierto teatro de ideas y agitación”. Un teatro de operaciones, como le llama el propio Badiou, y sobre el cual Lang se abisma en sus detallados procedimientos: entrenar, vociferar, teorizar, agitar. En esos verbos despunta un deseo que es la primigenia fuente de energía, que fabrica y monta cuerpos y voces, siempre en aullido colectivo, siempre extremadamente personales. Como aquel coro que decía fragmentos del Subcomandante Marcos en un ejercicio que Lang realizara para una de sus maestras, Cristina Banegas.

Ahora, la voz cantante la llevan las chicas, que incluso pueden querer dejar de serlo. No importa. Igual serán por siempre aquellas que pueden recitar, como en El honor de las damas, de Skeffington: “La única política verdaderamente popular es aquella capaz de derretir el fuego de los amores desgraciados”.

La Casona Iluminada / Sala 1
Av. Corrientes 1979, Buenos Aires.
Los Domingos a las 19.

BLOODY MARY

No soy viril, soy fuerte.
¿Debería disimular mi fuerza?
Tengo una cicatriz en el costado izquierdo,
en el costado derecho
una llaga viva.

Llevo mis varones cortantes
de vuelta a casa,
la cánula en la vena del deseo exhausto.

Si es sangre debe fluir por el interior de los cuerpos
a excepción del ciclo en la mujer
cuando aún atesora pepitas en la mariposa del ovario
para arrojar a los sembradores.

Duplico mi excepción por amores desgraciados
pues nadie ha concebido una imagen mejor de la
desdicha
que el cuchillo entrando en nuestro costado de amantes.

Pero ese no es todo mi secreto:
Soy mariquita en mi herida invisible.
(de Exposición)

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