sábado, 2 de febrero de 2019

El multiverso acuífero de Cohen

Los acuáticos de Marcelo Cohen.
Reseña para Próxima. Noviembre 2018.

Por Paula Irupé Salmoiraghi


Dentro de este libro/objeto/mundo/punto mágico/multiverso acuífero creado por Marcelo Cohen, la sensación de extrañeza es constante. Se magnifica en momentos geniales que percibimos como destellos del futuro o epifanías del pasado. Ya desde el título nos preguntamos qué son “los acuáticos”, cuál es el sustantivo faltante entre artículo y adjetivo, a qué especie o cuerpos o aparatos se referirá el sintagma. Refuerza la incomodidad que no haya ningún cuento con el título del libro, que el subtítulo en portada interior sea “Historias del Delta Panorámico” y que supongamos, entre los seis relatos, un hilo que construya un lugar posible/imposible, real pero no realista, futuro pero ya existente.
No sabemos si ese Delta es nuestro delta u otro, o el mismo pero modificado por el tiempo, la tecnología o la forma de ser narrado. Tampoco sabemos qué es eso de “Panorámico”, categoría política de un tiempo próximo cercano o categorización presente que alude a la forma de mirar y registrar lo que vemos.
Una vez que entramos en cada cuento, algunas dudas se aclaran y la extrañeza se va corriendo hacia otras zonas del universo narrado y del cuerpo lector. “El fin de la palabrística” sucede en una ciudad muy a lo Ítalo Calvino: se llama “Ajania” y su carácter ficcional nos incomoda porque nos vemos ahí aunque no podamos decir si se trata de algo alegórico, metafórico, pesadillesco o cómico. ¿Quién no conoce “tecnoatorrantes expulsados por la escasez de alguna isla de monocultivo” o no ha visto en algún lado “esa lejanía de fango resinoso donde se atrofian hasta los laureles, cruzada de acueductos y agujereados trechos de asfalto y pasarelas de aluminio que unen antiguas viviendas obreras”?
Se me podría decir que se trata de una típica descripción posapocalíptica pero a mí me suena mucho a mi barrio en un mal día. Se me dirá que, cuando se explica la cuestión de estar conectados habitantes y ciudades a la Panconciencia, se entiende que estamos en el futuro, pero a mí me sigue oliendo muy muy conocido. ¿Llamar “tanatocracia próspera” al mundo en que vivimos hoy es exageración? ¿Mejor ponerlo como CF de la que advierte sobre los peligros del presente y nos ayuda a cambiarlo? Leo estos cuentos y escucho eso de “el futuro ya llegó”.
Para complicarla aún más, las líneas ciberpunk (“Siluetas humanas que duplican la belleza quirúrgica de la ciudad”) se cruzan con las míticas (“…surgió un hombre que miraba hacia lo alto. Viol Minago. El Que nos encumbró. El Que Alzó las Palabras”), con los términos divinamente neológicos (“Flaytaxis”, “alademoscas”) y con todos los tipos de humor: ácido, irónico, dulce, infantil (Ver aleph a la Georgie en lugar y momento inesperado).
El segundo cuento, “Un montón de adjetivos”, nos mete de prepo en la escenificación del problema del arte, del artista y sus espectadores, de la relación entre vida, belleza y consumo. Estamos en otra isla, hay una exposición plástica y se consumen golosinas del futuro como “caramelos de Speedy, croquetas sedativas, elixirios, esas provisiones de toda fiesta”. Hay un juego deslumbrante con los monstruoso, lo sublime, el doble y el deseo solidificado, exhibido, irreconciliable con la imagen de una misma al ser mirado por otres.
Para esta altura de la lectura ya entendimos que el agua está por todos lados: es lo que une y separa a las islas, está en todos los cuerpos, en los juegos metafóricos, en los paisajes y los intercambios, en las reflexiones metalinguísticas sobre lo que fluye y lo que se estanca.
En “Cuando aparecen Aquellos”, el hotel se llama “Caronte” como el barquero del infierno y la gente “se va diluyendo” como si el amigo se perdiera en una marea de otros cuerpos. En esta isla, La Bruya, “todo porvenir palideció, todo pasado se hizo agua” cuando sus habitantes eligieron “conservar un escenario sólido para su identidad” en vez de adaptarse al ritmo de la Panconciencia y de las otras islas. El viejo tópico de la amistad viril, de varones que caminan y divagan sobre la vida, la muerte, la memoria y el recuerdo, el amor, el sexo, la identidad y el tiempo, nos deja momentos tan geniales como: “La conciencia, esa cinta sin fin que a todo el mundo se le entromete entre los hechos y las sensaciones” o “el carácter de la muerte de un hombre le modela a la inversa toda la vida, como si una mano sacudiera esa línea sinuosa para estirarla y darle una forma determinada de una sola vez.”
Y hay más y más agua: en derrames cerebrales, en piscinas, aguas termales, inmersiones excesivas, sudor, deseo que fluye, yoes secundarios que se reflotan o se hunden, charcos de asco y de miedo.
Por contraste, el cuento siguiente, “Neutralidad”, comienza “en el desierto que tantas décadas costó crear” y habla de los esfuerzos racionales por separar las clases sociales, las enrancias, los sexos y los trabajos que todo lo líquido enturbia y borronea. La narradora es una prostituta mordaz que trabaja en un burdel clásicamente patriarcal pero tiene clientes tan extraños (los “hombres tránsfugas”) que parecen inmigrantes ilegales de cualquier lugar del mundo y “todavía usan bicicletas” mientras en su paleta sentimental “entran el pánico, dolores viscerales, cautela, confianza histórica, desamparo tremendo, odio tribal, alegría bruta, adecuación al castigo, tenacidad realizadora, catástrofes naturales, testimonio de triunfos, mudez violenta, niños en bicicleta, fosas de cadáveres calcinados, viejas piscinas, todo difuminado en la lejanía.”
En “Usos de las generaciones” hay poeta. Digo que el protagonista escribe versos, piensa que “los artistas son pueriles y atolondrados” y ve la belleza en el devenir “un poco inhumano, si se quiere extrahumano” y “en el rumor de la Panconciencia (que) detesta el nombre propio”. El narrador es extraño también, dice mucho “yo” cuando está hablando del otro, nos transcribe páginas enteras de lo que el poeta lee o escribe, nos contagia esa manía de lector voyageur que se babea viendo leer a otres.
Hay en este cuento una chica con implantes en las muñecas y un coso llamado “el módulo” que “se ha vuelto tan típico de Tondey como las plazas arcádicas y el smog, aunque algo más insignificante”. A mí me hace pensar en artefactos como el simon, el sega, el cubo mágico, el balero, el trompo; vos fijate qué objeto te cumple mejor la función de relacionar magia, tecnología, arte, juego y soledad.
Finalmente, tenemos “Panconciencia. Un ensayo”. Se juega con el formato de la explicación científica, del manifiesto utópico y del manual de instrucciones para principiantes o extraterrestres. Ahí se explica, se recrea, se inventa, se fabula con esto de la Panconciencia que no sé si es como la Internet o como el viento Zonda pero es una cosa que te hace poner “la cara del conectado (que) no sorprende más que la de alguien que sonríe e intenta transmitir una propuesta interesante o acaba de asustarse”. Por suerte, la ansiedad de saberlo todo sobre el Delta Panorámico puede llevarte a buscar otros textos de Cohen que siguen allí porque ninguna explicación lo cierra y sus criaturas son tan potentes y prolíficas que se te reproducen y rebrotan solas adentro de tu cabeza y en tu propio ecosistema.



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