viernes, 16 de febrero de 2018

Pedagogía vampira

Entre contaminaciones sexuales y mordeduras textuales

Este trabajo surge de mordeduras y contaminaciones múltiples: de fluídos placenteros, del tacto secreto, de lecturas eclécticas, de obscenidades imaginadas, de imágenes pornográficas, de prácticas sexuales no reproductivas, de amores múltiples, de experiencias políticas como tortillera, de la memoria de la injuria, de sufrimientos propios y ajenos, de la sangre derramada, de las violencias indecibles, de derrames eróticos, de afectos deshechos, de momentos vulnerables. Reúne las preocupaciones emergentes de mi práctica pedagógica en una escuela pública como maestra lesbiana en contextos de pobreza, y los planteamientos surgidos de las teorías feministas y queer y sus implicancias en la pedagogía.
Como trabajadora cultural y política precarizada con una identidad sexual disidente y una expresión de género inadecuada para los parámetros femeninos vigentes, que está en permanente disputa por los sentidos de lo educativo, de lo que significa hacer escuela en el siglo XXI, en tensión con las políticas y estéticas de normalización sexo-genèrica y constreñida por los modos en que las docentes se hacen inteligibles, intento ejercitarme en la experimentación de un pensamiento que articule: por un lado, la posibilidad de ensayar una pedagogía queer que no se ocupe de definir identidades ni representarlas como un objetivo en sí mismo, sino que se resista a las prácticas normales y a las prácticas de la normalidad, reflexionando y alterando los códigos de los procesos de normalización no sólo sexo-génerica, sino también racial, corporal, nacional, etc. Y por otro, las condiciones de la escuela contemporánea, las cuales pueden ser definidas como de desfondamiento de su sentido histórico o de pérdida de su poder fundante de la subjetividad en tanto institución estatal [1] así como de destitución de la institución escolar, y en general, de un modo de vivir, producir y pensar la experiencia escolar.

“Articular es significar. Es unir cosas, cosas espeluznantes, cosas arriesgadas, cosas contingentes. Quiero vivir en un mundo articulado. Articulamos, luego existimos”, nos dice Haraway (1999). En este sentido, es que promuevo la introducción de la figura del vampiro y su práctica de morder, chupar y contagiar como modo de articulación del pensamiento en torno a las sexualidades, los géneros, los deseos y los cuerpos en el campo educativo.
Si el trabajo docente es una tarea apasionada de construcción de trayectos vitales y mapas provisionales del mundo, de esas pasiones no se sale indemne, llevo mis propias cicatrices del sistema escolar. Provengo, tanto como lesbiana así como disidente cultural, de historias de silenciamientos y de sanciones (asientos en el cuaderno de actuación, rechazos de aportes a mi legajo docente, etc.), algunas más formales e institucionales y otras más sutiles. En términos de identidades, me suelo encontrar en una paradoja incesante en cuanto al colectivo docente, un dilema que me somete a importantes contradicciones. Vivo la cotidianeidad escolar y corporal en un doble proceso. Por un lado, de identificación: en términos de clase, de trabajadora, de reclamos por las condiciones de trabajo y condiciones laborales; por otro, de extrañamiento y des-identificación: de las mandatos disciplinadores, de los modelos de comportamiento asexuado, heterosexualizantes y moralizantes, de la lógica jerárquica y de obediencia institucional.

Estimulada por la arriesgada y heteroglósica escritura de Haraway, para quien la figura no inocente del vampiro es “la que contamina linajes en la noche de bodas; la que afecta las transformaciones de categorías a través de pasajes ilegítimos de sustancias; la que bebe y hace infusiones de sangre en un acto paradigmático que consiste en infectar todo lo que se presenta como puro; la que evita el oficio del sol, haciendo su trabajo por la noche; la que es animada, no natural, y perversamente incorruptible” (2004;246), la propuesta consiste en promover, a partir de esta figura ficcional, un desplazamiento capaz de problematizar ciertas certezas que rápidamente sedimentan como inalterables, específicamente, en el campo de la educación sexual. Se persigue hacer colapsar los presupuestos de aquellos modelos de educación sexual que insisten en constreñir los modos de intervención pedagógica bajo el paradigma de cierta inmunidad, que continúa estabilizando y fijando identidades, porque siguen operando con distinciones como dentro/fuera que provocan nuevas formas de nosotros/ellos.
Si las figuraciones son imágenes performativas que pueden ser habitadas tanto como son mapas condensados de mundos discutibles, la figura del vampiro con sus cualidades de nocturnidad, contagio, mutación, errancia, indeterminación, piel, puede decirnos algo más acerca de los modos en que podemos imaginar nuestros cuerpos y deseos en el aula.

Toda figura diseña universos de conocimiento, práctica y poder, entonces, ¿qué puede significar pensar prácticas vampiras como morder y chupar, que involucran directamente los cuerpos y fluídos, en el ambiente pretendidamente aséptico de la escuela? ¿Qué riesgos implica usar una figura polémica como el vampiro que fue estigma de las sexualidades no heteronormativas y lugar de emplazamiento de un deseo sexual incontrolable para pensar una pedagogía que visibilice las exclusiones de los cuerpos y deseos no hegemónicos? ¿No podría pensarse como la inversión de la injuria a la manera en que lesbianas, gays, travestis y trans nos reapropiamos del insulto para relanzarlo con nuevas significaciones? ¿Acaso sus prácticas de contagio no se resisten a las oposiciones binarias que construyen la economía de los estereotipos?
Siguiendo la inquietud de la investigadora Debora Britzman, para quien “cualquier docente debe considerar la dinámica de la sexualidad como algo central en la capacidad humana para la curiosidad, para vivir una vida social e intelectual, y para nuestra capacidad por ilusionarnos apasionadamente por el conocimiento, con otras personas, con proyectos vitales” (2005; 55), la pedagogía vampira parte de entender la sexualidad como un proyecto para toda la vida o lo que Michel Foucault (1988) denominó “cuidado del yo”.
Por eso, asuntos de sexualidades y géneros no pueden terminar reducidos a la incorporación de ciertos contenidos al currículum, que quedan atrapados en una lógica ”desencarnada”, escolarizada del conocimiento, como una nueva cápsula a consumir. Así, se hace prioritario activar líneas de pensamiento desde pedagogías feministas, queer, de la interculturalidad, que cuestionen las retóricas de la tolerancia y de la diversidad que aceleradamente impregnan las prácticas educativas y tienden a la despolitización de las diferencias.

Aquí quisiera resaltar tres aspectos a considerar al momento de pensar una pedagogía vampira:

1- la centralidad de las prácticas

Siguiendo a Foucault, “son las prácticas entendidas como modos de actuar y a la vez de pensar las que dan la clave de inteligibilidad para la constitución correlativa del sujeto…” (2008; 32). De este modo, y en concordancia con el planteo de Butler acerca del género como ficción performativa, los modos de hacer más o menos regulados, más o menos reflexionados son fundamentales al momento de una propuesta pedagógica porque es a través de esos modos en que nos convertimos en sujetos inteligibles o no para la cultura. A su vez, Britzman afirma que “nuestra conducta sexual es una práctica y no una ventana a través de la cual estaríamos limitadas a descubrir nuestra verdadera y racional identidad”, cuestionando así la perspectiva normativa sobre la sexualidad que intenta fijar ciertas identidades sexuales a través del saber. Entonces, las prácticas [2] como acciones, ejercicios, actividades que se hacen revisten una singular relevancia en la construcción de la corporalidad, de la identidad genérica y sexual así como de las situaciones pedagógicas.

2- la importancia de las narrativas en primera persona

Las narrativas del yo pueden ser una estrategia política/textual para dar voz a las/os propias/os docentes –siempre presas/os del discurso “experto”-, como participantes de la realidad educativa; voces que ponen de manifiesto un relato de la contingencia histórica en la que ejercitamos nuestra tarea. Entendida como práctica crítica, nos posibilita reconocer nuestra propia tecnología semiótica de construcción de significados, sostenida desde una mirada corporizada, desde un cuerpo marcado que pretende dar cuenta de esas marcas, deshacerse de ellas, problematizarlas, desplazarlas, analizando la red de relaciones en las que se significan y los poderes que suscitan. Como bien dicen Suárez, Dávila y De la Fuente acerca de las narrativas de las/os docentes (2007), “el saber experto y burocrático ocluye la posibilidad de llevar a cabo prácticas con carácter transformador, en tanto no reconoce otro modo de nombrar lo que sucede en las escuelas que no sea el propio. Lejos de ello, limita la sensibilidad y la imaginación pedagógicas de los docentes, pretende colonizarlas, reducirlas a las formalizaciones técnicas requeridas por la administración instrumental del aparato escolar”.
Así como en el ámbito social y político las narrativas en primera persona permiten denunciar la condición opresiva de vivir en el silencio y lo inhóspito que resulta el lugar de la abyección, en el ámbito educativo permitiría desprivatizar el saber de la experiencia docente.

3- el estímulo de la creatividad erótica

En los modos de hacer más insospechados y menos previsibles se crean relaciones eróticas que movilizan nuestra capacidad para aprender. Podemos considerar el “erotismo” (Bataille, 1986) como una cierta práctica subjetiva que posibilita el cuestionamiento de las formas de pensamiento tradicionales sobre la sexualidad. Lo erótico es una energía vital, una fuerza que produce imágenes, textos, rituales, lenguajes, vinculando conocimiento y emoción.
Pensar las teorías de la sexualidad como movimiento, como algo dinámico e integral a la forma en que cada una de nosotras deambula por el mundo, a la forma como vemos a los otros y como los otros nos ven (Britzman, 2001) permite entender, entonces, que la curiosidad, el placer y la vulnerabilidad estimulan prácticas de conocimiento que hacen y deshacen posibilidades para crear identidades y prácticas sexuales, configurando una forma erótica de pensar.

Cultura escolar y dispositivo inmunitario

En la cultura escolar los modos autoritarios de interacción social impiden o dificultan la posibilidad de nuevas prácticas y no estimulan el desarrollo de la curiosidad. La escuela tiene pasión por fijar, fijar contenidos, fijar identidades, fijar sentidos, fijar hábitos, y esto constituye un problema en el trabajo con los cuerpos, las sexualidades, los géneros, porque fijar implica detener, evitar el movimiento, paralizar. Estos movimientos rígidos y austeros, esta inmovilidad promulgada en una institución disciplinaria de prácticas cristalizadas y sedimentadas, se fusiona con una política oficial de confinamiento de las prácticas y el pensamiento en las convenciones de la burocracia estatal. Como resultado, los sentidos únicos y unívocos han anudado la práctica docente, volviéndola obediente y hasta, en ocasiones, obsecuente.

“Todo ello hace que las cuestiones de la sexualidad sean relegadas al espacio de las respuestas correctas o equivocadas” (Britzman, 2001). Así, el conocimiento dominante de la sexualidad está preso y constituido por los discursos del pánico moral [3], por la supuesta protección de criaturas inocentes, por los impulsos de la normalización, por los peligros de las representaciones explícitas de la sexualidad, por la pregnancia de los discursos moralizantes, religiosos y neoconservadores, que estrechan las fronteras de la conducta sexual aceptable.
De este modo, cuando la sexualidad se hace presente en la escuela de forma explícita suele hacerlo bajo los criterios del discurso del peligro, como algo incontrolable o amenazante, asociado en la mayoría de los casos a la violencia y el abuso. Es en este sentido que el paradigma inmunitario se instala, casi de forma imperceptible, como referencia en el abordaje de estas temáticas.
Así como el virus infecta los sistemas informáticos, la sexualidad contamina a los transeúntes de la institución escolar, por lo tanto, hay que buscar una forma preventiva para evitar el contagio. Para Haraway, “el sistema inmunitario es un plan para una acción encaminada a la construcción y al mantenimiento de los límites de lo que cuenta como sí mismo y como otro en los ámbitos cruciales de lo normal y lo patológico” (1995; 137). La inmunidad es un proceso que constantemente produce el yo y lo otro (Espósito, 2005; 240), así como otras formas binarias de entender el mundo, que establecen fronteras y límites entre los sujetos, entre prácticas, entre modos de vida, entre cuerpos.
El contagio como infección, corrupción, intrusión, amenaza, perjuicio, rompe cualquier equilibrio y todo lo vuelve impuro o despreciable. Alguien o algo penetra en un cuerpo –individual o colectivo- y lo altera, lo transforma, lo corrompe. Se activa una mecánica disolutiva en la que “lo que antes era sano, seguro, idéntico a sí mismo, ahora está expuesto a una contaminación que lo pone en riesgo de ser devastado” (Espósito, 2005; 10): una adolescente embarazada, un niño afeminado, una maestra lesbiana, una profesora travesti, un joven conviviente con hiv, una adolescente promiscua, un niño con madres lesbianas, etc.

Teoria queer y pedagogía vampira

Este trabajo está orientado por algunas operaciones creadas en la teoría queer [4] como: tomar partido por los objetos menospreciados, establecer relaciones impertinentes, considerar el juego ambivalente en la constitución de la experiencia (Britzman, 2005; 55), entre otras [5], y se propone como un ejercicio de pensar la pedagogía en términos de un compromiso que pueda resistir la curiosidad por nuestra propia otredad, nuestros deseos y negaciones.
En este sentido, Britzman señala que “la teoría queer no es una afirmación sino un compromiso. Sus molestos y descarados principios son explícitamente transgresores, perversos y políticos: transgresores porque ponen en duda las regulaciones y los efectos de los condicionamientos categóricos binarios tales como lo público y lo privado, el interior y el exterior, lo normal y lo raro, y lo cotidiano y lo perturbador; perversos porque rechazan la utilidad a la vez que reclama la desviación como un ámbito de interés, y políticos porque intentan desestabilizar las leyes y prácticas instituidas situando las representaciones subversivas en sus propios términos cotidianos” (2002; 202-203).

Es así que podemos entender la sexualidad como una tecnología de gobierno del cuerpo y, a su vez, también pensar que la sexualidad está estructurada por un modo de pensamiento llamado “curiosidad” que rechaza la certeza. Por eso, Britzman (2001) proyecta un modelo de educación sexual que se vincula a las experiencias de la lectura de libros de ficción y poesía, de ver películas y del involucrarse en discusiones sorprendentes e interesantes, porque son actividades que suponen un desafío a nuestra imaginación. Es aquí donde emerge la figuración vampírica. Porque estas formas de arte (literatura, cine, música, fotografía, etc) están atravesadas por la incerteza, no se preocupan por estabilizar el conocimiento ni las identidades, sino que estimulan la exploración de sus fisuras, sus insuficiencias, sus traiciones, sus ilusiones.
Procedente de la cultura popular, un espacio significativo de sexualidad y de economías del deseo, el vampiro causa tanta ansiedad y miedo como la incerteza. En permanente errancia, su práctica de morder y chupar supone el contagio, la contaminación, una mutación de lo considerado hasta ese momento normal. De su capacidad para hacer contacto y por los modos de afectación en los que se constituye como tal, deviene la potencialidad de esta figura ambigua y perturbadora para pensar la pedagogía, en especial una pedagogía de la sexualidad.
Desde su deambular hambriento, sin territorio propio, como quien se da a la pregunta incesante, los vampiros son vectores de transformación de categorías en un inconsciente racializado, histórico y nacional.

Para Haraway, la figura del vampiro es la “que promete el mestizaje racial y sexual, al mismo tiempo que lo amenaza, el vampiro se alimenta del humano normalizado; el monstruo encuentra nutritiva esta comida contaminada. El vampiro también insiste en la pesadilla de la violencia racial que está detrás de la fantasía de la pureza en los rituales de parentesco. Desde su moderna popularización en las narraciones europeas de finales del siglo dieciocho, los relatos de lo animado, profundamente configurados por ideologías sanguinarias -en particular el racismo, el sexismo y la homofobia-, exceden, a la vez que invierten, cada uno de esos sistemas de discriminación, para mostrar la violencia que infecta la vida y la naturaleza supuestamente íntegras y la reanimadora promesa de lo que se supone como decadente y antinatural. Justo en el momento en que una se sienta segura al condenar las dentudas violaciones del monstruo a la integridad del cuerpo y la comunidad, la historia la fuerza a recordar que el vampiro es la figura del judío acusado del crimen sanguinario de contaminar las fuentes del germen plasma europeo, trayendo la epidemia del cuerpo y la decadencia nacional; o de que es la figura de la prostituta morbosa, o de quien pervierte el género, o de los extranjeros y viajeros de todo tipo que arrojan dudas sobre las certezas de los auto-idénticos y bien-enraizados con derechos naturales y hogares estables. Los vampiros son las personas inmigrantes, las desubicadas, acusadas de chupar la sangre de los auténticos poseedores de la tierra, y de violar a la virgen que debe encarnar la pureza de raza y cultura. Por tanto, en una orgía de solidaridad con todas las oprimidas, una se identifica firmemente con quienes están fuera de la ley, que han sido vampiros en las ardientes imaginaciones de destacados miembros de las comunidades íntegras, naturales, verdaderamente humanas y orgánicas. Pero entonces, una se ve forzada a recordar que el vampiro es también la figura saqueadora del capital criado de manera no natural, que penetra en cada ser íntegro, chupándole hasta dejarle seco, en la lozana producción y la acumulación tan desigual de la riqueza” (2004; 246-247).

Con la mordedura del vampiro, el propio sentido de lo idéntico se deshace. Toda estabilidad y centralidad se vuelven vulnerables con las prácticas de estas criaturas, que fueron humanos mortales, pero cuya existencia transcurre en un estado no exactamente vivo pero tampoco muerto. En este sentido, “el vampiro es trans”[6]. (Preciado) y nos obliga a reinventar las propias preguntas y a desistir de todo procedimiento pensado a priori que nos devuelve la ilusión del descanso en la planificación, como distancia y seguridad frente a la contingencia.
La práctica de mutación es rectora de la pedagogía vampira, que insiste en una pedagogía de la sexualidad o modelo de educación sexual como “tecnología del yo”. Lo que Foucault denominó como tecnologías que “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad…” (2008; 48), o, podríamos decir, de cuidado de sí. No se trata de descubrir en sí la verdad de su sexo, sino de usar la sexualidad para acceder a una multiplicidad de relaciones y posibilidades, de inventarse un modo de ser aún improbable.
La pedagogía vampira se traduce como un impulso de reapropiación de un saber de la anomalía [7], para denunciar la violencia que soporta la institución de todo estatuto de lo normal. “Es necesario morder o ser mordido para saber. Ser testigo de su propia mutación. Tomar el riesgo de la alquimia”, dice Preciado.

Frente a los crucifijos de sesgo fundamentalista que se levantaron y se siguen alzando para oponerse a la educación sexual así como a otras manifestaciones de la disidencia sexual y genérica, qué más profano que la amenaza vampírica ocupando las instituciones del saber-poder.
En esta invención que he denominado pedagogía vampira, hay dos prácticas que me sugieren afinidades con la posibilidad de comprender la sexualidad como movimiento y, a su vez, con la urgencia de pensar las formas de la escuela contemporánea, que son: la errancia y la actividad configurante. Para ello, voy a seguir las líneas de trabajo planteadas por Silvia Duschatzky [8] así como por el Colectivo Situaciones [9].

1- la práctica de la errancia

“Errar es un sumergimiento en los olores y los sabores, en las sensaciones de la ciudad. El cuerpo que yerra "conoce" en/con su desplazamiento. Conoce con el cuerpo, diríamos a la manera de Castañeda. Ese "conocimiento" […] pasa por lo sensible. Una "cartografía sentimental' (Suely Rolnik). Ella involucra al cuerpo "invisible", "vibrátil", entrando en conexión casi mediúmnica con las vibraciones de lo urbano […]. Pensar (o tal vez delirar) la ciudad no podrá limitarse a las construcciones físicas que conforman su espacio, ni a una sociología convencional de sus poblaciones; habrá necesariamente que disponerse a captar las tramas sensibles que la urden y escanden, las "condensaciones instantáneas" que entretejen el (corto) circuito emocional. Los climas, las atmósferas, los afectos, los sentimientos” (1997; 144). De este modo, Perlongher nos señala que errar es una forma de conocer, que implica un uso del cuerpo en la percepción del mundo y en la forma de estar en él.
A su vez, Silvia Duschatzky elabora el concepto de errancia al referirse a maestras/os de escuela que han desencadenado un proceso de liberación respecto de un sinnúmero de restricciones sobre los modos y alcances de su labor, constatando el desfondamiento de toneladas de saberes vencidos. Al respecto afirma, que “en tanto hipótesis, la errancia procura ayudarnos a transitar la vida en y más allá de las escuelas. Crea ficción, abre posibilidades sociales, da inicio –y luego se deja arrastrar- a situaciones inverosímiles. La errancia es también el movimiento de quien se anticipa a los saberes de los que aún no se dispone, sin más orientación que la que entregan los signos emitidos por la situación, interrogados a la luz de la decisión (tomada cada vez) de convertir cada dilema que se presenta en ocasión de aprendizaje” (2007; 17).
Se trata de un protagonismo fundado en las distancias cortas, el estar presente, el gesto a la mano, la habilidad para habitar un tiempo discontinuo, para recrear la confianza y la proximidad una y otra vez, sin exceso de protocolo [10].
Como práctica de movilidad, la errancia implica un estar al acecho –como el vampiro- y un perseguirse a uno mismo en las propias comodidades mentales.
A diferencia del nomadismo que opera como práctica de alteración y de ruptura frente al sedentarismo de la norma de las sociedades disciplinarias, la errancia enfrenta problemáticas muy distintas. En lugar de un mundo saturado de ordenamientos, la errancia tiene que vérselas con intemperies, con los desiertos que la operatoria del mercado deja tras su paso, con condiciones de dispersión que operan como amenaza de desconfiguración (Ingrassia, 2006).
La potencia específica de la errancia radica en su capacidad de generar encuentros que devengan ocasión para la composición social frente a la deriva aleatoria de la dispersión.

2- la actividad configurante

La apertura a distintos flujos de intensidades, de afectos y percepciones en la intemperie es la que permite imaginar, junto a otras/os, composiciones. La actividad configurante, como práctica de producción de subjetividad, implica imaginar un lazo, conectar elementos previamente dispersos. Componer es un trabajo de experimentación, en el que se trata de imaginar lo que se podría hacer con lo que hay. Podríamos decir que la práctica configurante es la que apuesta a la producción de situaciones pedagógicas en tiempos y lugares imprevisibles, para construir otras formas de vida capaces de habitar la intemperie. Y es en el marco de esa apuesta que se despliega la dimensión artesanal de la actividad configurante: se trata de composiciones singulares, producidas una a una, experiencias sin modelo que requieren que las operaciones de composición se reinventen cada vez. Por eso, quien se ejercita en esta práctica sale a recorrer la intemperie para ver qué puede armar, sale al encuentro de ocasiones de composición, de chances de instituir experiencia común, así como el vampiro sale a merodear en busca de su nutritiva pasión.
En el mismo proceso en que el o la educadora intenta acompañar a quienes deseen vivir de otro modo, también se inventa otra vida de educador/a [11].

Morder como práctica del devenir

La propia cualidad de borrador de este trabajo anuncia hasta qué punto la vida misma -así como la sexualidad- no pasa de ser un borroneo obsesivo, un manojo de intentos, reintegrando de esta manera la práctica de pensar al movimiento vital en la que encuentra su sentido.
Una gramática de la disidencia sexo-política en la educación no puede escribirse con las mismas reglas que soportan la heteronormatividad, sino a través de ellas, dentro de ellas, contra ellas, más allá de ellas, estando atentas a las formas en que las prácticas pedagógicas inscriben los códigos de la normalización en los cuerpos.
La pedagogía vampira supone invertir nuestra energía emocional y política en implicarse en un proceso de construcción de dispositivos de autoalteración de la vida en los que podamos decidir/planear/fantasear cómo queremos vivir nuestros cuerpos, nuestras sexualidades, nuestros géneros.
Si “el género funciona como un programa operativo a través del cual se producen percepciones sensoriales que toman la forma de afectos, deseos, acciones, creencias, identidades” (Preciado, 2008; 89), de alguna forma, la pedagogía vampira pretende oponerse/resistirse/desplazarse del conjunto de tecnologías de domesticación del cuerpo que producen la ficción somaticopolítica de ser hombre o mujer.
En este sentido, la pedagogía vampira no parte de una definición de identidad -aunque haya que insistir en afirmarlas en situaciones que implican vulnerabilidad política- porque de lo que se trata no es de decir “tenemos derecho a esto porque somos aquello”, sino “tenemos derecho a esto para devenir otra cosa” (Lazzarato, 2006; 189).


Notas:
[1] Ver Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz “Pedagogía del aburrido” (Paidós, 2004) y Silvia Duschatzky “Maestros errantes. Experimentaciones sociales en la intemperie” (Paidós, 2007)
[2] Cabe mencionar que no estoy oponiendo teoría a práctica, porque como dice Haraway “la teoría es corporal, no es algo distante del cuerpo vivido; sino al contrario. La teoría es cualquier cosa menos desencarnada” (1999)
[3] En este sentido, el comportamiento homosexual ha sido un elemento significativo para que el pánico moral se exprese, que canaliza y da forma a temores o ansiedades sociales y que hace uso de aspectos de la sexualidad (homosexualidad, prostitución, enfermedades de transmisión sexual) o de formas de la adicción (drogadicción, alcoholismo) para lograr ciertos efectos políticos. Por ello, el estilo de los discursos, en su carácter de ejemplificadores, se despliega señalando figuras, casos, comportamientos tipificados, para marcarlos como estigmatizados, con el fin de reordenar y reorganizar lo social de acuerdo a los cánones tradicionales dominantes.
[4] “Por definición queer es todo aquello que se opone a lo normal, lo legítimo, lo dominante. No hay nada en particular a lo que se refiera necesariamente. Es una identidad sin esencia... En cualquier caso, queer no designa una clase de patologías o perversiones ya objetivadas, sino que describe un horizonte de posibilidad cuyo alcance preciso y su heterogeneidad no pueden delimitarse de antemano. Desde la posición excéntrica ocupada por el sujeto queer se puede llegar a englobar una variedad de posibilidades con vistas a una reorganización de las relaciones entre actos sexuales, identidades eróticas, construcciones de género, formas de conocimiento, regímenes de enunciación, lógicas de representación, modelos de constitución de sí y prácticas comunitarias, es decir, con vistas a una reconstrucción de las relaciones entre poder, verdad y deseo” (David Halperin, en San Foucault. Para una hagiografía gay, El Cuenco de Plata, 2004).
[5] Afirma Britzman: “Me ha sido muy útil leer acerca de la teoría queer no como un conjunto de contenidos que haya que aplicar, sino como un conjunto de reglas y dinámicas metodológicas útiles para leer, pensar e implicarse en lo físico y lo social de la vida diaria. En la antología de Sue Golding (1997), los autores ofrecen ocho tecnologías de la otredad o las estrategias cotidianas utilizadas para crear relaciones y singularidades: curiosidad, ruido, crueldad, apetito, piel, nomadismo, contaminación y vivienda”. (2005; 55). Las otras reglas que menciona son: prestar atención a las condiciones que permiten que la normalidad ejerza control, comenzar en las líneas erróneas de las ideas para encontrar dónde rompe el sentido, se desafía a su objeto e inconscientemente invierte sus intenciones, y suponer el juego de la diferencia, la división y la alteridad de las prácticas de lectura.
[6] Al emplazar al sujeto del saber situado en el vampiro, Preciado nos dice que “El saber_vampiro es una tecnología de traducción entre y a través de una multiplicidad de lenguas que se levantan contra la sobre-codificación de todas las lenguas en un lenguaje único”. (Saberes_vampiros@War)
[7] La condición de impureza disciplinaria que se desprende de la práctica vampira es un modo herético de pensar las relaciones entre las sexualidades los géneros, los deseos, los cuerpos y las pedagogías. A pesar de la pretensión de monolingüismo del saber dominante, no hay lenguaje que no sea producto de la traducción, de la contaminación, del tráfico. Al respecto, Preciado y Boucier afirman: “…si hay contrabando es no sólo porque hay límites, estigmatización y prohibición, sino (y sobre todo) porque hay complicidad, transferencia, dependencia mutua […] Las disciplinas son performativas en la medida en que construyen el objeto que pretenden describir. De hecho, sería posible, aunque sobrepasa los límites de este artículo, analizar las disciplinas académicas como estructuras de identidad y por tanto sometidas a las mismas lógicas de la hegemonía, la normalización y la naturalización. Se trataría no tanto de abogar por una pluridisciplinariedad enciclopédica sino de provocar una total promiscuidad entre disciplinas que evite la construcción sistémica de silencios” (2001; 33)
[8] “Maestros errantes. Experimentaciones sociales en la intemperie” (Paidós, 2007)
[9] “Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del conurbano”, por Taller de los sábados (Tinta Limón, 2008)
[10] También Duschatzky nos advierte que “el errante es una figura aún impensada en su productividad social, cargada de una invalorable información afectiva”. Al respecto señala: “Aun cuando en su entorno se gestan modos sociales inéditos, el maestro errante -paradójicamente- experimenta un tipo peculiar de soledad: aún no se instituyen los conceptos, los recursos y los escenarios para un pleno reconocimiento de estas prácticas. Esta impensabilidad de la errancia es doblemente limitativa. Desconocida en sus dimensiones socialmente productivas, se ve reducida con frecuencia a un activismo aislado y, por lo mismo, desgastante. Menospreciada en sus posibilidades configurantes, sus procedimientos y saberes permanecen sumergidos, privados de toda elaboración pública”.
[11] Aquí podemos destacar cierta similitud entre el planteo de una práctica pedagógica configurante y la práctica del activismo político propuesta por Lazzarato en la que “el militante no es el que detenta la inteligencia del movimiento, que condensa sus fuerzas, que anticipa sus elecciones, que extrae legitimidad de su capacidad para leer e interpretar las evoluciones del poder, sino que es, de manera más simple, el que introduce una discontinuidad en lo que existe. El militante hace bifurcar los flujos de las palabras, de los deseos y de las imágenes para ponerlos al servicio de la potencia de agenciamiento de la multiplicidad; reúne situaciones singulares sin ubicarlas en un punto de vista superior y totalizante. Es un experimentador”. (2006; 205)

Bibliografía:
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