viernes, 12 de enero de 2018

Pero a renglón seguido me avivo que no sé quién es Cheever

Nunca lo leí, el poema anterior de Miriam Cairo parece identificarme pero no leí nada de John Cheever. Googleo. Me sorprende que sea hombre. Me tranquiliza que sea homosexual.
Creo que algo de él debo tener en mis nobibliotecas.

Cheever. Una vida

Blake Bailey

Traducción de Ramón de España. Duomo. Barcelona, 2010. 944 páginas, 42 euros.

El Libro de la Semana de El Cultural es 'Cheever. Una vida', la monumental biografía del escritor norteamericano firmada por Blake Bailey, una obra con la que ganó National Book Critics Circle.


RAFAEL NARBONA | 10/09/2010 |  Edición impresa



John Cheever. Foto: B. Gotfryd
John Cheever (Quincy, Massachusetts, 1912-Ossining, Nueva York, 1982) seguía la estela de Dylan Thomas, pero con cierto retraso. Cuando superó los cincuenta, sólo era un escritor con sus libros descatalogados y un alcoholismo autocomplaciente, que le permitía soportar la amargura del fracaso. Su tragedia personal no había brotado de forma espontánea.Aficionada a lo decadente y aristocrático, su madre educó a sus dos hijos varones en una atmósfera de neurosis y culpabilidad. John era siete años menor que Frederick. Su relación con su hermano incluyó fantasías cainitas y escarceos homosexuales.

Desde sus primeros cuentos para The New Yorker, la infelicidad desempeña un papel esencial en la literatura de Cheever. Su tragedia personal se convierte en una metáfora colectiva. Sin olvidar la América rural o las ciudades costeras, su estilo apuró las heces del sarcasmo para reflejar su propio infortunio y el de las clases medias. La prosperidad material había mejorado las condiciones de vida de la sociedad norteamericana, pero las enfermedades del alma seguían vivas.Expulsado a los diecisiete años de la Thayer Academy, Cheever no se cansó de inventar versiones contradictorias sobre el incidente: malas notas, rebeldía, fumar a escondidas.

Según él, su vocación literaria nació en ese momento. Escribir parecía una excelente salida para un muchacho afligido por la experiencia del rechazo. El relato corto, con su estricta disciplina, le enseñó a escribir con precisión e ironía, prescindiendo de lo banal e innecesario, una lección que Blake Bailey ha aplicado a su prosa, logrando una espléndida biografía.

Cheever escribía sus cuentos, mirando hacia las raíces de un país que se forjó en la áspera rutina del agricultor, el cowboy y el marinero, pero que ahora continuaba su marcha en oficinas, apartamentos y aeropuertos. Cheever, que pasó cuatro años en la Armada y conoció la frustración del excombatiente, concibió un relato simbólico para narrar los sentimientos de los que habían conocido la penuria económica y la tensión del frente. La América de la postguerra es como el nadador de su famoso cuento (“The Swimmer”), que después de una noche de borrachera regresa a casa por las piscinas de sus vecinos.

Esa insólita ruta recrea el malestar de una nación que ha perdido su identidad por el camino. La analogía con Chejov es inevitable. Los personajes de Chejov circulan por un territorio diferente, pero la decadencia de la burguesía rusa no está tan lejos del juego de falsas apariencias que sufrió John Cheever, obligándole a ocultar su homosexualidad. “La dama del perrito” y “El nadador” revelan la íntima desdicha de personajes que desconocen casi todo de sí mismos, pero que de repente descubren lo que son en la hostilidad de los extraños.

La primera novela de Cheever, Crónica de los Wapshot (1964) obtuvo el National Book Award. Era una versión ambiciosa del trauma experimentado por las familias que emigraron del campo a la ciudad. En Bullet Park (1969), hablaba del contraste entre las bolsas de pobreza y los barrios residenciales, pero se resistía a mostrar los aspectos más dolorosos de su propia intimidad. Esa reserva limitaba su talento y le estrangulaba como ser humano.

Cheever se deshizo de todas las trabas en Falconer (1977), una novela descarnada y hermosa, donde el protagonista, Ezekiel Farragut, un antiguo profesor universitario, cumple condena por fratricidio. Es un personaje neurótico, adicto al alcohol y las drogas. Cheever se liberó de sus inhibiciones y escenificó sus conflictos interiores, largamente reprimidos por la influencia de la clásica educación anglosajona de raíz protestante. Eso sí, nunca hay que conceder a Cheever una credibilidad ilimitada.

La minuciosa biografía de Blake Bailey nos revela un pecado que suele estar asociado a la vocación literaria: una incurable mitomanía, que se justifica alegando que la realidad sólo es un estorbo. Malraux, Lawrence de Arabia o Marilyn Monroe, tres mitómanos insignes, obraron del mismo modo y eso no los empequeñece ni descalifica. Sólo les hace más trágicos y vulnerables. La literatura no pretende levantar un acta notarial. “La literatura es la salvación de los condenados”, escribe Cheever, que flirteó con la autodestrucción hasta que intervino el instinto de supervivencia. A fin de cuentas, Cheever no era Diane Arbus ni Hemingway, atrapados por turbulencias más incontrolables. Cheever opinaba que “una página de buena prosa siempre será invencible”.

La literatura es ubicua e inexpugnable. Pocos escritores han preservado esa fe después de comerciar con las palabras. Rimbaud definía sus poemas como “agua sucia” y Hermann Melville sintió que naufragaba en cada página. Rimbaud nunca se avergonzó de escupir sobre la moral burguesa. Ser homosexual le preocupaba tan poco como traficar con armas. Melville no soportaba sentirse atraído por los jóvenes y Cheever experimentaba el mismo tormento. En Falconer, la homosexualidad al fin cobraba la importancia que tenía en su vida. Pese a estar casado con Mary Winternitz y ser padre de tres hijos, sus inclinaciones nunca se esfumaron. Eso no impide que 1963 anotara en su diario: “detesto profundamente a los homosexuales”. Bailey apunta que esa anotación no tiene fecha real. Es decir: podría haber sido escrita en cualquier momento de su vida.

Sin llegar a escribir nada similar, Thomas Mann resolvió el mismo problema recluyendo sus inclinaciones en el terreno de la literatura. Sus hijos se impacientaban en los restaurantes y los balnearios, cuando se entretenía con jóvenes camareros. Cheever no se conformó con eso. Siempre que evocaba una resaca en la habitación de un hotel barato, lamentaba despertarse “con la polla tiesa y sin satisfacer”. Afirmaba que en lechos ajenos “había encontrado mucha felicidad y un agudísima punzada de infortunio”.

Después de Falconer, llegó el Pulitzer y unas escasas cien páginas con el optimismo de un cristiano renacido. Cheever murió en 1982. El reconocimiento literario y la conversión al episcopalismo sólo actuaron como la neblina que oculta el paisaje. La biografía de Bailey nos muestra al verdadero Cheever: atormentado, refinado, egoísta, egocéntrico, escéptico. Bailey tiene el temple de los grandes biógrafos: fluidez, coraje, ingenio, talento para esclarecer, narrar e interpretar. Su retrato de Cheever no es cruel ni mezquino. Se aprecia ternura y complicidad. Cheever siempre opinó que en el mundo había una fealdad inevitable y que la belleza había que buscarla en la literatura o en un vaso de whisky. No hay que atribuir mucho valor a las conversiones religiosas de los artistas seniles. Para Cheever, el paraíso no era el cielo de los teólogos, sino un joven desnudo entre unas sábanas manchadas por una noche de sexo.


De piscina en piscina

La rutina del escritor no impidió a John Cheever suscitar una copiosa biografía cuyos hechos principales transcurren dentro de él mismo, en su naturaleza de hombre propenso a la melancolía, al complejo de culpa, a la constante desconfianza ante el espejo. De su excelente prosa cuelgan galardones en abundancia, aunque en el fondo él habría preferido ser otro, quizá Updike, al que amaba-odiaba. Acumuló experiencias frecuentes como la homosexualidad, el alcohol y las discordias familiares. Dicen que amó físicamente a su hermano, que fue expulsado de la Thayer Academy por fumar, que el redactor jefe de The New Yorker le cicateaba honorarios… Entre cuentos y novelas recorrió la vida como aquel personaje suyo que volvió a casa en paños menores, nadando por las piscinas de la vecindad. En sus Diarios afirmó haber conocido mucha felicidad y mucha desgracia. Supo contar con destreza literaria dichos destinos comunes. Fernando Aramburu

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