martes, 1 de marzo de 2016

Toda niña, todo niño, ha sido, alguna vez, o Hansel o Gretel

El nombre del mundo es Bosque

 VIRGINIA COSIN 
"Toda persona que lea, que escriba o que, al menos, haya tenido una noche de insomnio, sabe cómo es estar en un bosque. Toda niña, todo niño, ha sido, alguna vez, o Hansel o Gretel, abandonados y a punto de ser devorados; o Caperucita errando el camino; o Alicia en el bosque donde las cosas no tienen nombre."
Ilustración de Sonia Pulido para Caza de Conejos, de Mario Levrero (Libros del Zorro Rojo)
Ilustración de Sonia Pulido para Caza de Conejos, de Mario Levrero (Libros del Zorro Rojo)
En el bosque oscuridad y claridad se entretejen. La luz del sol escribe los signos que las copas de los árboles recortan sobre la tierra. Los árboles, esos gigantes despeinados, mueven los brazos estirando sus dedos de a cientos. Cerca del cielo, lo ocultan a las criaturas menores, enanas, provistas de uñas, o cuerpos finos y largos para cavar, pero sin alas para volar. Sólo las aves conocen el verdadero resplandor y compiten con las nubes y sus deformaciones. Bajo la tierra se anudan raíces que crecen como ciudades silenciosas. Ojos que brillan en la oscuridad. Sonidos que se multiplican y confunden: croares, gorjeos, pitidos, graznidos, agua de arrollo movida por el viento, gotear de savia, cascadas tintineando contra las rocas y troncos. De noche el concierto aturde el oído, enloquece al extraviado que sólo si distingue la pálida carcasa lunar guiñando desde lo alto, consigue conservar la calma.
Más o menos así es mi propio bosque. Estoy convencida de que cada uno tiene el suyo. Y que bosque y noche se dicen juntos. Toda persona que lea, que escriba o que, al menos, haya tenido una noche de insomnio, sabe cómo es estar en un bosque. Toda niña, todo niño, ha sido, alguna vez, o Hansel o Gretel, abandonados y a punto de ser devorados; o Caperucita errando el camino; o Alicia en el bosque donde las cosas no tienen nombre.
En el bosque de Alicia, cada vez más espeso, ni ella ni el cervatillo saben qué son y tampoco pueden ponerle un nombre al miedo. Se hacen amigos y caminan abrazados hasta que atraviesan la frontera del olvido y recuperan sus nombres. Cuando se reconocen, el cervatillo huye a toda velocidad y Alicia se queda otra vez sola.
Nietzsche es él mismo el bosque y la noche, oscuro y temido, pero que alberga, para el que lo sabe ver, taludes de rosas bajo sus cipreses. Y Kafka es el animal que le pertenece sólo al bosque, que echa raíces bajo el temblor de la tierra y al que nada, ni el amor, consigue arrancar de la oscuridad: “y ocurrió que te vi en la libertad del exterior –le escribe a Milena en una de sus últimas cartas-, la cosa más maravillosa que jamás haya visto, lo olvidé todo, me olvidé de mí mismo, me erguí, ansioso, es cierto, en esa nueva libertad, aunque conocida, sin embargo me acerqué más, llegué hasta ti, eras tan buena, me acurruqué cerca de ti, como si tuviera derecho, puse mi rostro en tus manos, estaba tan feliz, tan orgulloso, era tan libre, tan fuerte, me sentía tan en mi casa, pero en el fondo solo era sin embargo el animal, solo seguía perteneciendo al bosque, y si viviera aquí al aire libre, únicamente sería por gracia tuya; sin saberlo (pues lo había olvidado todo), leía mi destino en tus ojos. Era algo que no podía durar. Fue preciso, aunque pasaras sobre mí tu mano tan favorable, que observaras mis singularidades que anunciaban el bosque, que indicaban ese origen y mi verdadera patria”.
Escribir es, para Kafka, un pacto establecido con la noche.
“Doctor, vengo a pedirle que me hable de la noche”. La que ruega es Nora Flood. Una de las cuatro patas de esa mesa extraña, barroca y perfecta en su deformidad, que es El bosque de la noche, novela que Djuna Barnes publicó en 1936 y cuya prosa enmarañada como las ramas de los árboles, y misteriosa como la presencia de los elfos, constituye la más apabullante de las imágenes que del bosque y de la noche pueda hacerse. El bosque de Djuna Barnes es el París de los años 20, donde ha ido a parar la “generación perdida” y el misterioso encanto de una mujer, Robin Vote, es el de la mismísima noche. El Doctor Mathew Poderoso O Connor, le responde: “Los huesos sólo duelen cuando tienen carne encima, aunque la estires para dejarla más fina que la sien de una enferma, aún servirá para martirizar y mover el hueso. Así también la noche es una piel que se tensa sobre la cabeza del día, a fin de que el día sufra tormento. No encontraremos consuelo hasta que la noche se diluya, hasta que la furia de la noche extinga su fuego”
Pero el bosque también es el bosque. No el de los símbolos, ni el de las metáforas. Para el escritor judío y sobreviviente de la Shoá Aarón Appelfeld —a quien Philip Roth, que lo admira casi hasta la reverencia, convirtió en personaje en su Operación Shylok— el bosque fue un refugio cuando la fantasía más temible se volvió real. Appelfeld, que nació en Chernovitzky, Bukovina, consiguió huir del campo de concentración en el que sus padres fueron asesinados y sobrevivió, con catorce años, escondido durante varios meses, alimentándose de raíces e insectos, en los bosques que rodeaban al centro de tortura y muerte nazi.
Aunque fue el poder de la imaginación y su despliegue como obra narrativa lo que le salvó la vida: “Nunca he escrito las cosas tal como sucedieron —le dice Appelfeld a Philip Roth, en una entrevista—. Por supuesto que todas mis obras son capítulos de mi más personal experiencia, pero no son, sin embargo «la historia de mi vida».”
Leer como si se explorara un bosque. Pensar como si se buscara un camino dentro del bosque. Escribir como si se estuviera perdido en un bosque. Vivir dentro del bosque. De a saltos, como un conejo. El imaginario bosque es el de las cosas saltarinas que el cazador persigue, escopeta en mano, y el sabueso olfatea con la nariz pegada al piso. Es imposible captar al bosque en su totalidad, porque el bosque es el mundo del fragmento, del recorte, de las asociaciones libres.
Mario Levrero, en Caza de conejos, construye un artefacto de múltiples entradas. El libro editado por El zorro rojo es un cuento de hadas y un almanaque, un adorno para poner en la mesa de luz y un volumen cuyo peso poético desplaza todo intento narrativo. Es un relato, si: pero solo porque establece una relatio, relaciones improbables pero precisas entre el bosque de las Alicias —en el país de las maravillas y detrás del espejo—, el de los cuentos de hadas, el de los horrores del mundo real, el de los sueños, el de el lenguaje, con sus frondosas ramificaciones. Lo habitan niñas, conejos, cazadores, osos, guardabosques, soldados, señores feudales en sus castillos, idiotas, verdugos y víctimas. Una de las últimas entradas de este libro valija, advierte: “Como ejemplo aleccionante para los cuervos y las hienas del bosque, colgamos a veces los esqueletos de nuestros niños en unas horcas siniestras”
El bosque, para concluir (o continuar agujereando, rizando, irradiando), es el lugar de la resonancia. El lugar donde las cosas pierden su nombre y lo recuperan, pero deseslabonados del sonido que producen: el resultado es una palabra que nada tiene que ver con lo que nombran. ¿En qué se parece la palabra árbol al árbol o la palabra noche a la noche? Por eso el bosque es el lugar donde se ocultan los signos y el escritor, el cazador que sale a buscarlos.

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