martes, 7 de abril de 2015

Quiero todo Paz Soldán

“Una novela es un estado de ánimo”

07-04-2015 |
El escritor Edmundo Paz Soldán participó el martes pasado de una entrevista pública en la librería a cargo de Patricio Zunini.
pazsoldan
Foto: Nacho Damiano
Patricio Zunini: Buenas tardes, es una alegría tener a Edmundo Paz Soldán, un escritor muy importante, en la librería. Tuve la oportunidad de verlo hace poco dando una clase abierta en la Universidad Diego Portales, en Santiago de Chile, en el marco del Filba Internacional 2014, y fue muy claro conceptualmente, a la vez muy cálido. Para recuperar esa experiencia, cuando nos enteramos de su viaje casi de incógnito a Buenos Aires, quisimos invitarlo a este encuentro. Edmundo Paz Soldán nació en Cochabamba, Bolivia. Es licenciado en Ciencias Políticas y doctor en Lenguas Hispanas. Actualmente da clases en la cátedra de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). Es autor de Las máscaras de la nada, que es su primer libro, Dochera y otros cuentos, que ganó el Premio Rulfo, también Simulacros, Desencuentros, algunos de estos cuentos fueron incluidos en Las dos ciudades, un libro que salió el año pasado por la editorial Metalúcida. Escribió, entre otras novelas, Sueños digitales, El delirio de Turing, Los vivos y los muertos, Norte, Iris. Paz Soldán integró la antología McOndo y fue editor de Se habla español, junto a Alberto Fuguet, y de Bolaño Salvaje. Dos curiosidades: en internet hay un “Dochera fan club”; y en El delirio de Turing hay un sitio web que se llama “todohacker.com”, hoy se me ocurrió buscarlo en internet y existe. Hay tal relación entre la realidad y la ficción de Paz Soldán, que se da al punto de salir de los libros. Edmundo, gracias por venir.

Edmundo Paz Soldán: Buenas tardes, buenas noches. Muchísimas gracias por la invitación. Viajé a Buenos Aires a rescatar a Liliana [Colanzi, su mujer] que se ha venido a vivir a aquí y ya no quiere volver en Estados Unidos. Muchísimas gracias a ustedes por su presencia.

McOndo McDonald’s Macintosh

Quería comenzar por la experiencia de la antología McOndo: ¿cómo la ves hoy, casi 20 años después de haberse publicado?
—En los años ‘90, todo lo que se conocía de la literatura latinoamericana eran los autores canónicos: Borges, los autores del Boom. Había una especie de desfase. Ahí fue cuando aparecieron los escritores de mi generación, sobre todo en el Cono Sur, sobre todo en Chile: autores como Alberto Fuguet y Sergio Gómez, que crearon la antología McOndo. El éxito del realismo mágico en Estados Unidos hizo que se volviera casi un sinónimo de literatura latinoamericana. El prólogo de McOndo era muy agresivo y terminó, sin querer, convirtiéndose en un manifiesto. Ese prólogo era una respuesta a la mirada exotizante de que todo Latinoamérica era realismo mágico. Luchaba contra ese estereotipo, pero creaba otro estereotipo, el otro extremo, con una Latinoamérica urbana. Había frases que daban imagen de una generación frívola: decía por ejemplo que la disyuntiva de la generación anterior era entre ir a la guerrilla o quedarse en casa, en cambio la de esta generación pasaba por escoger Macintosh o Windows. Fue muy raro, porque no fue publicidad positiva, pero ayudó a dar a conocer una generación. El prólogo lo escribieron Sergio Gómez y Alberto Fuguet —y más Fuguet Sergio Gómez—; sin embargo nosotros, como entramos en la antología, tuvimos que dar cuenta de cuál era nuestra relación con esa realidad. Creo que hasta hace dos años seguí dando explicaciones. Se habla más del prólogo que del contenido. La mayoría de los textos tenían una mirada no necesariamente celebratoria del modelo neoliberal de la época, pero, por el prólogo, se leyó como si lo hiciéramos. Con los años, cuando empezaron a haber carreras más perfiladas, comenzaron a verse los matices: por ejemplo, no todos eran escritores apolíticos o urbanos. Pero la antología no tuvo tanta circulación y cuando se agotó ellos se asustaron de tanta repercusión y decidieron no volverla a editar. Yo creo que eso contribuyó a mitificarla. En 2016 se cumplen 20 años y les han pedido los derechos pero Fuguet se niega a darlos.
McOndo fue el primer intento programático post-Boom de plantear una mirada sobre América latina, que luego tuvo ecos en Se habla español, El futuro no es nuestro, Sam no es mi tío.
—Me contó Alberto [Fuguet] que, como querían publicar a un autor boliviano joven, fueron al consulado boliviano —no hay embajada en Chile— y allí les dijeron que no conocían a nadie. Justo una amiga suya, una periodista del Mercurio, tenía que viajar a La Paz y entonces le pidieron que les trajera libros. Es para reírse: cuando me contactó, Alberto lo hizo a través de un fax. Es notable cómo lograron armar una red continental en ese momento. Ahora es mucho más fácil: ahora se podría armar una antología generacional cada año a través de Facebook y Twitter. Las nuevas generaciones se benefician de ello, los textos circulan más, se conocen mucho más, es mucho más fácil armar el mapa.
Siempre recuerdo que Federico Falco dijo que comenzó a leer escritores latinoamericanos contemporáneos en la universidad en Estados Unidos: ¿tu experiencia también fue así?
—Ha cambiado bastante la idea de lo contemporáneo: en mis años lo contemporáneo se acababa con el Boom, Manuel Puig, Bryce Echenique. Casi no había autores de los años ‘90 que estuvieran publicado y que inmediatamente se los estudiara. Eso es algo nuevo. Supuestamente la universidad tenía que darte una distancia, tenías que esperar un poco a que los autores se consolidaran antes de trabajarlos. Yo conocí a los autores que se estaban publicando en Latinoamérica a través de McOndo. Esa fue la paradoja: no sabía que existían Rodrigo Fresán o Alberto Fuguet. Fue gracias a la antología. Y como estudiaba en Berkeley fui a la biblioteca a buscarlos ¡y estaban todos! Tenían todo. Eran libros que no circulaban como ahora. Ahí fue cómo los leí y me sorprendí de que estuvieran describiendo una Latinoamérica que yo no conocía; literariamente mi visión era el Boom.
¿Incluso en los ochenta cuando viviste en Argentina?
—Es que en Argentina leía sobre todo a los clásicos. Yo estudiaba Ciencias políticas. Aquí fue, más que nada, mi educación sentimental. Descubrí a Faulkner, a Hemingway, a Camus. Los contemporáneos que se leían en ese momento eran Umberto Eco, Milan Kundera… Yo no leía a mis contemporáneos; eso fue después. El problema ahora es tratar de dejar de leer contemporáneos, pero ya no puedo.
Luego con Alberto Fuguet hicieron juntos la antología Se habla español: ¿qué te dejó, qué aprendiste?
—La idea era aprender de los errores de McOndo y hacer una especie de McOndo II mejorado. En el ‘96 había surgido el grupo Crack en México, que eran compañeros de generación, como Jorge Volpi e Ignacio Padilla. Se habla español junta a esos dos grupos e incluye a autores latinos que escribían originalmente en inglés, como Junot Díaz. Teníamos una idea un poco utópica de que era lo mismo. Como me dijo un editor allá: “Para nosotros, autores latinos y latinoamericanos son lo mismo, con la diferencia que con los latinos no tenemos que pagar por una traducción”. Debía haber más diálogo entre autores latinos que escriben en inglés y latinoamericanos que escriben en español. Hay autores que funcionan bien como Daniel Alarcón, pero en general no es normal. Otro problema de McOndo era que no tenía mujeres. Se habla español era un intento de corregir esos errores sin necesariamente decir que se habían cometido errores.
Perdón por insistir sobre lo latinoamericano, pero es un tema relevante de tu biografía. ¿Cómo pensás la literatura desde lo generacional?
—Es muy difícil pelear con las etiquetas; peor si las has creado tú. De pronto ya no hay dos autores sino que se habla de “La generación McOndo”. Desde el principio pensé que pelear contra eso era una batalla perdida. Hubo otros que trataron de desmarcarse, como Rodrigo Fresán y Santiago Gamboa, que decían —y yo creo que de manera correcta—que sus proyectos eran individuales y que la etiqueta te reduce o simplifica porque señala los puntos en común de todo un grupo y no las diferencias. Hay varios matices en los que yo siento que puedo ser diferente de esos autores, pero no me molesta que me identifiquen: las etiquetas son parte del folklore de la literatura. Hoy creo que son más claras las diferencias que las similitudes.
También hay más obra.
—En ese entonces yo escribía cuentos borgianos. Estaba en la facultad, escribía cuentos tirando a clásicos, casi no mencionaba a Cochabamba, no mencionaba paisajes. Y cuando me piden cuentos para la antología, me di cuenta sólo tenía dos del tipo que me pedían, que eran más urbanos. Les envié esos cuentos, pero no eran representativos de lo que escribía. Paradójicamente, gracias a la antología, gracias a los autores que la integran, empecé a interesarme más en tratar de narrar el paisaje urbano del continente. De alguna forma la misma antología me incluyó en lo que vino después.
[Intervención del público] Te etiquetaste sin darte cuenta.
—En ese entonces tenía una visión más reverente, más solemne de la literatura. Era imposible que citara una canción pop en un cuento y de pronto leo a Fresán y veo que se puede hacer. O, por ejemplo, yo simplemente ponía “llevaba zapatos cafés” y vi que se podía decir “llevaba zapatos Adidas”. Son marcas que sirven para identificar a un personaje, pero yo no lo hacía. Hasta me parecía algo malo. Creía que la literatura no tenía que ocuparse de eso. En los cuentos de McOndo se trataba de capturar el paisaje pop, el paisaje urbano, la cultura de masas, la cultura del cine. Era también un paisaje muy juvenil: los personajes no están casados, no pasan de los treinta años, no hay niños, nadie era padre. Era un paisaje muy acotado, pero al tomar la parte por el todo, hizo que se dijera que así escribía la generación.
[Intervención del público] ¿No te parece que lo pegó de la antología fue el espíritu parricida contra Gabriel García Márquez y cierto canon?
—¿Sabes qué creo que fue lo que pegó? Precisamente la falta de matices, la simplificación. Como me dijo un editor en Estados Unidos cuando quería ofrecer traducciones de mis libros: “Esto es realismo mágico y estos chicos hacen una cosa totalmente opuesta: McOndo, McDonald’s, Macintosh”. Era muy fácil de explicar. Demasiado fácil. Le hacían una entrevista a Fuguet y una entrevista a mí y yo me la pasaba matizando, pero luego veía que lo mío salía en una frase y lo que hablaba Fuguet quedaba en toda la entrevista. Él era muy bueno para decir y radicalizar las cosas que estaban en el aire. Me acuerdo de una frase: “Santiago de Chile está más cerca de Toronto que de Madrid”. Los españoles gritaban, pero en cierta forma capturaba algo de ese momento y también del momento actual de las nuevas generaciones. El prólogo de McOndo era tan bueno, tan patada voladora, que al final ayudó a abrir la puerta y a que comenzara a circular otra idea de la literatura latinoamericana que se había anquilosado. El gran éxito global de García Márquez es que terminó creando una marca registrada del continente; ahora hay una circulación más fluida de los textos de América latina. Más bien, estamos atravesando un gran momento de publicación de textos de literatura latinoamericana en los Estados Unidos y en Europa.

El corazón de la máquina

En tu blog hay un texto que comienza: «Si tuviera que mencionar los libros que me empujaron a ser escritor diría que fueron tres: Ficciones, La metamorfosis y La ciudad y los perros». De esos tres libros, que hablan de una educación sentimental o una marca de nacimiento, ¿cómo se deriva a Iris? ¿Cómo se sintetizan Borges, Kafka y Vargas Llosa en El delirio de Turing?
—¡En mi cabeza funciona bien! Curiosamente siempre tuve dos influencias muy opuestas en las que me interesaba hacer literatura fantástica y literatura de corte realista, social. Cuando escribí El delirio de Turing, mi idea original era bien borgiana: un enfrentamiento entre alguien que escribe códigos y alguien que los quiere descifrar. Pero en mi influencia vargallosiana decía que la lucha debía involucrar lo que estaba pasando en Bolivia. En el año 2000 en Cochabamba hubo lo que se conoce como la Guerra del Agua, que fue la primera derrota del modelo liberal, cuando la compañía extranjera a cargo del suministro del agua de la ciudad terminó siendo expulsada por un levantamiento popular. El cuento borgiano se unió a esta cosa vargallosiana. Entonces pensé hacer, en lugar de la guerra del agua, la guerra de la electricidad y combinar las luchas que había en la calle con luchas virtuales. En el nuevo siglo las protestas iban a ser virtuales, de hackers y virus informáticos, lo que luego vino con Anonymous y compañía. Pero cuando comencé a leer de criptoanálisis para el trabajo de campo, me di cuenta que entraba mucho de informática que de literatura fantástica. A medida que iba escribiendo diferentes versiones de la novela, aquello que originalmente era fantástico terminó ganando un lado más realista de batalla social.
En alguna entrevista dijiste que en la ciencia ficción se iba volviendo cada vez más real.
—Tenía esta intuición. Hay dos géneros populares que en el siglo XXI van a cooptar a los demás géneros. Uno es el policial; es el gran género de la crisis política, de la crisis económica. Lo que pasa en Argentina con Nisman, por ejemplo, inmediatamente lo piensas con el modelo de una novela policial. El taxista que me trajo me decía que era como una novela de espías. Es inmediato. Para narrar la realidad basta el modelo policial. El otro modelo es la ciencia ficción. Pero el problema de la ciencia ficción es que, gracias al gran éxito de las series y de las películas de superhéroes, hay una idea más escapista o de entretenimiento en donde se pierde el componente político, que es el que a mí más me interesa. Tenemos esto [el iPhone] en el bolsillo todo el tiempo: tenemos una relación constante y hasta afectiva con la máquina. Para estas cosas nos ayuda el género. Cuando pienso en ciencia ficción no pienso en extraterrestres y platillos voladores, sino más que nada en la relación con la máquina. Tampoco pienso en robots.
Borges diría “ficción científica”.
—Ficción científica, sí. Me interesa qué puede pasar dentro de 50 años, pero me interesa más entender cómo es el modo de ver las cosas hoy. Y la ciencia ficción nos puede ayudar a entender este presente en el que cada vez más y más tenemos que dialogar con artilugios mecánicos.
[Intervención del público] ¿Conocés la serie “The black mirror”?
—Me encanta. Te ayuda a situarte en lo que está pasando. No es una serie escapista, tiene un contenido político muy fuerte.
[Intervención del público] ¿Puede ser que más que político sea ideológico? Tengo que referirme a Foucault y al biopoder.
—Alguien me preguntó si con toda esta aparición de más y más máquinas nos estamos deshumanizando. No, le contesté, estamos redefiniendo qué significa ser humanos. Cuando tenía 15 o 20 años utilizaba mi memoria para guardar teléfonos y direcciones y ahora siento que, gracias a la máquina, nuestro cerebro tiene espacios que se están reconfigurando. Hoy la máquina es una especie de suplemento en donde cargas cosas que antes tenía que tener tu memoria. Hay un discurso apocalíptico que dice que los chicos de hoy se pasan todo el tiempo frente a las máquinas pero quizá tienen más una mayor tecnología para entender la información visual que tú. Son pequeñas cosas en la relación con los artefactos que nos cambian biológicamente.
[Intervención del público] ¿Son todas apocalípticas las primeras versiones de la actualidad?
—De hecho, estaba haciendo un ensayo sobre la llegada del cine a Latinoamérica en 1895, 1896. Hay crónicas muy buenas de Juan José Tablada, de Amado Nervo, de los modernistas. Y en todas, aparte del deslumbramiento por la llegada del cine, está la idea de que se acabó la literatura. Amado Nervo dice: “No más libros”. Ya no era necesario, para qué seguir escribiendo. Y aquí estamos todavía discutiendo sobre libros. Me acuerdo cuando llegó internet, hace unos 15 o 20 años, que también era el fin de la literatura. Obviamente hay desplazamientos, reconceptualizaciones de lo que es la literatura, pero más bien hay que buscar una tensión creativa que te permita sacar provecho de eso para que la literatura siga circulando. Quizá no sea como la de antes; muchas cosas del pasado son mejores pero no siempre.
Hay un libro de Dardo Scavino que se llama La fuente de la juventud en donde dice que la imagen del hombre nuevo implica un final apocalíptico. Creo que el usa como ejemplo la película “Mad Max”. Para traerte a la entrevista, agregaría “Duna” y hablaríamos de Iris.
—Hay un autor argentino que me encanta, que es Rafael Pinedo. Plop es un texto magistral…
Pensé que ibas a decir Marcelo Cohen.
—No lo he leído tanto. Quisiera llevarme los relatos de él.
Te lo decía porque Cohen construyó un universo con el Delta panorámico, de la manera que vos lo hiciste en Iris, y él trabaja con neologismos, que, de nuevo, vos también trabajás en Iris.
—En la tradición latinoamericana tenemos una relación más fluida con los géneros. No es que me haya propuesto escribir una novela pos apocalíptica de ciencia ficción. Más bien estaba terminando una trilogía independiente de novelas que tenían que ver con la violencia en los Estados Unidos. Había escrito Los vivos y los muertos, que tenía que ver con la violencia en los colegios. Luego Norte, que tenía que ver con la violencia en la frontera. Y pensé que me faltaba algo que tuviera que ver con las aventuras (o desventuras) imperiales post 11 de septiembre. Ahí fue que leí un reportaje en la revista Rolling Stones sobre soldados psicópatas en Afganistán. Era una gran historia para captar la violencia y la locura de la guerra. Un grupo de soldados, de chiquillos de 19 o 20 años, que va a Afganistán. Imagino que algunos ya tenían tendencias psicópatas y a otros el clima los llevó a hacer locuras excesivas, simplemente se dejaron guiar por el grupo de amigos: comenzaron a hacer su propia guerra, a matar a civiles afganos y luego a aparentar que habían sido atacados. Hasta que después de una serie de muertes uno de los chicos no aguantó más, se lo dijo al padre en Estados Unidos y el padre lo contó: terminó en corte marcial. Me gustaba mucho la historia, pero no quería ambientarla en Afganistán, quizá porque en ese momento, si uno encendía la televisión o abría el New York Times, todo era Afganistán e Irak; estoy hablando de hace cinco años. Ahí fue que un amigo, que sabía que me gustaba la ciencia ficción, bromeando me dijo: “Por qué no la ambientas en Marte”. Me encantan estas ideas tan absurdas, pero Marte tiene mucha literatura. Así que pensé en un nombre para ambientar la historia. Tenía la historia, tenía el lugar, pero cuando inventas un lugar comienzas a pensar qué hace la gente, cómo habla, cuál es la flora, cuál es la fauna. Sin querer me había metido en esta cosa de la literatura más típica de la ciencia ficción que es la construcción de un mundo. Ahí sí, debo reconocer, me dejé llevar. Incluso empecé a jugar con el lenguaje de la gente: un mundo futuro no lo puedo narrar con el lenguaje de hoy, tengo que forzar un poco la cosa. Ni siquiera spanglish: un español que tenga palabras del chino, del afrikáner, del quechua. Cuando le entregué el manuscrito a Alfaguara pensé que me iban a pedir que suavizara el lenguaje —y estaba preparado— pero no me dijeron nada. En la versión final fui incluso aún más radical; ahora leo algunas cosas y pienso que quizá se me fue la mano.

Palabras para narrar el futuro y la locura

[Intervención del público] Les tuviste mucha fe a tus lectores porque ni siquiera pusiste un glosario.
—Hubo discusiones. Me pidieron poner un glosario: no quería. Me pidieron poner un mapa: no quería. Me encanta ese tipo de libros en los que el mismo libro es un viaje en el que te pierdes. Me di cuenta que había pasado la etapa vargallosiana de construir una arquitectura en la que todo fuera coherente, porque había varias parte de la novela en la que seguí intuiciones que venían del inconsciente. De pronto me llegó una iluminación: una novela tiene que funcionar aun cuando el lector no la entienda del todo. En otro momento hubiera dicho que todo tiene que atar, tiene que proceder, todo tiene que ser coherente. Al final una novela es también una sensación, un estado de ánimo, y esta tiene un estado de ánimo lisérgico, sigue imágenes del sueño; había que romper el tipo de lógica de una novela realista. La ciencia ficción es una forma de percibir las cosas más que de un género específico. Nunca me han gustado las novelas en donde dos personajes hablan “¿Te acuerdas lo que pasó la semana pasada en que tú viniste a la casa y me dijiste…?” y dan muchísima información. Ese tipo de explicaciones que puede ayudar al lector no son necesarias porque todo tiene que ser contado desde el punto de vista de un personaje. Entonces a veces eso hace que no se explique todo, pero siento que, al final, algo va a entender el lector.
[Intervención del público] En Norte se lee desde el punto de vista de un esquizofrénico y se diferencia de otros personajes.
—En esa novela hay una parte en la que él habla de la Guerra Cristera, que transcurre en México en 1927. Él es un inmigrante que está en Estados Unidos. El problema es que recibe una carta de su esposa que le dice que se ha unido a la rebelión contra los federales, pero porque él es esquizofrénico, entiende la carta al revés y cree que ella se ha unido a los federales. Siente que esa es la peor traición y que por eso no debe volver a México. Esa decisión de vida lo va a marcar durante 40 años. Pero: ¿por qué voy a contar la Guerra Cristera si ni siquiera el mismo personaje entendió cuál era la misión de su esposa en la guerra? Eso me sirve para el punto de vista. Si el lector no ha entendido qué fue lo de la guerra lo he hecho bien porque mi función como novelista no es explicarla sino hacerle sentir al lector la confusión del personaje. Hace poco volví a leer Pedro Páramo y me di cuenta que es muchísimo más radical porque son 30 o 40 años desde la revolución hasta la Guerra Cristera y en ningún momento sabes qué diablos estaba pasando con la gente. Lo que importa es el drama de Pedro Páramo, de Susana San Juan y del Padre Rentería.
Nos quedan unos pocos minutos. ¿Hablamos de los cuentos de Las dos ciudades? Los neologismos de Iris estaban ya en el cuento “Dochera”. El protagonista escribe crucigramas y va tomando una relación con las palabras que, paulatinamente, deviene en locura. Inventa una nueva forma de hablar del mundo, que al final es adoptada por todo el pueblo. “Dochera” es un cuento ícono del libro porque ese sinsentido que, sin embargo, hace sentido en la mente de los personajes, sucede en la mayoría de los otros cuentos.
—Un amigo me dijo que “Dochera” era el único cuento en que verdaderamente había logrado unir Borges y Vargas Llosa porque era un cuento muy borgiano con la invención de un mundo a través del lenguaje, pero con un personaje como Pedro Camacho de La tía Julia y el escribidor, un personaje segundón de un periódico, que trabaja muy obsesionado en sus crucigramas como Pedro Camacho en sus novelas, y que, a partir de ahí, comienzan a cruzársele los cables. El libro es trabajo de Sandra [Buenaventura]. Me encantó la posibilidad de recuperar los cuentos, pero quería inmiscuirme lo menos posible porque para mí también era una especie de prueba. Son cuentos escritos a lo largo de 20 años: quería ver cuáles quedaban y cuáles no. Yo mismo, cuando voy a leer cuentos en público, elijo unos pocos que son como mis greatest hits. Era importante ver qué funcionaba para ella, qué podía rescatar. Los cuentos tratan de contar un viaje coherente. No se trataba de ponerlos cronológicamente, que es quizá como yo hubiera armado la antología. Sandra hizo el trabajo recombinatorio para que el libro pudiera tener su propia autonomía. Son textos de diferentes etapas. Los primeros cuentos son más breves, los últimos son de mayor indagación psicológica y, quizá, de menos sorpresa en las líneas finales. El modelo de los primeros dos libros eran los cuentos de Borges y Cortázar. Debían tener un golpe de efecto, fuegos de artificio, una vuelta de tuerca. De hecho, la primera vez que leí los cuentos de Hemingway sentí que les faltaba una página final: terminaban de pronto y nada más. Pero pasaba un día y sentía el impacto emocional. Yo todavía era muy inmaduro. Tarde años en descubrir que el cuento podía funcionar incluso sin ese golpe de efecto. En los últimos cuentos que he escrito las influencias están más emparejadas.
El libro se llama Las dos ciudades en referencia a un espejo de realidad y ficción. Y habla sobre cómo la ficción reconstruye, cambia, altera a la realidad. Eso me hace pensar en que sos alguien que tiene fe en la literatura.
—Sí, claro. Yo creo que todo se puede con la literatura. Quizá una de las frases que más repito cuando escucho lo que me cuenta alguien es: “Eso da para un cuento”. En esa frase me digo que la historia es buena, es interesante. Inmediatamente le veo las posibilidades narrativas. Por suerte la realidad se encarga de darte muchas opciones. Debo decir que debo decir esa frase cinco veces al día, por lo menos. La literatura está siempre alimentándome y sirviéndome como punto de partida. Habrá habido momento en que las he tenido más oscuras que otras, pero en general siempre tengo la fe de que con la literatura, no diría que se puede resolver, sino más bien se puede hacer más complejo lo que la realidad te da como punto de partida.



Tomado del blog de Eterna Cadencia

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