jueves, 23 de abril de 2015

Prestidigitador o mago

Inframince (Lo infraleve)


23-04-2015 | 

Variaciones de César Aira.
Por Antonio Jiménez Morato.




«todo lo que he pensado en términos de organización de mi vida ha estado en función de Duchamp»
César Aira, Duchamp en México

«el logro último de la literatura es hacer resonar de algún modo el contenido en la forma»
César Aira, Varamo


Aunque publicó su primer libro en 1975, la seminal y hoy casi inhallable novela Moreira, la carrera «editorial» de César Aira alcanza su velocidad de crucero en 1990, con la publicación de su séptimo libro, una novela que dialoga con El limonero real de Juan José Saer y que publicó bajo el título de Los fantasmas. En los veinticinco años que han pasado desde entonces, Aira ha publicado ochenta y tres libros (posiblemente en este mismo momento la cifra está aumentado y todavía no lo sabemos), lo que ha generado uno de los mitos que siempre han rodeado su escritura: el de ser extraordinariamente prolífico. Él siempre ha desmentido esa idea, al señalar que apenas escribe una página diaria. Aunque, eso sí, no se permite ningún día libre, se encuentre donde se encuentre. Además se excusa siempre en que sus libros son muy breves, lo que serviría para explicar esa abultada cantidad de títulos. En esa paradoja de publicar muchos títulos aunque tengan pocas páginas, algunos años han aparecidos más de cinco títulos, pero hacerlo escribiendo poco a poco, tan sólo una página diaria, hay que leer algo más que una broma o una muestra de falsa modestia. Es más, puede afirmarse de que se trata de un proyecto estético. Uno mucho más sólido y meditado de lo que pudiera parecer a primera vista. Aún así, sus detractores no han tenido en esbozar un extendido cliché sobre su obra: la supuesta similitud entre esos libros que, según dicha crítica reticente, los hacen perfectamente intercambiables. Replicando (¿repicando?) el lugar común sobre las iglesias, ya transformado en chiste, parecen decir: «leído uno, leídos todos»; y con ese «ingenioso» modo de despreciar al autor y su obra parecieran quedarse satisfechos.
Pero Aira sabe que esas semejanzas que acercan a sus novelas no son tales o que, de serlo, es de modo meramente superficial. En más de una ocasión ha afirmado que le gustaría que su escritura, de asemejarse a algo, se pareciera a los cómics de Superman que leía de niño, construidos siguiendo unos moldes fijos que, pese a ello, facilitaban todas esas variaciones que han permitido al personaje ir camino del siglo de existencia con la misma vitalidad de su nacimiento. Y, precisamente, para poner en práctica esa idea de una escritura sostenida en sutiles variaciones ideó unas astutas obras, que rebasan el ámbito más o menos convencional de la literatura para extenderse dentro del terreno de otras artes, más concretamente de lo que se bautizó hace años como «arte conceptual», un tríptico que puede ser leído como un diálogo enhebrado en torno a una idea común.
La inicial en esta serie, acaso la más convencional porque trabaja tan sólo en el nivel tradicional en el que lo hace un texto, es Duchamp en México, primero de los tres textos que se publicaron en el libro Taxol, y narra una historia bastante sencilla: durante un viaje de turismo al DF, el narrador, que es un escritor con el dinero bastante justo, aprovecha la situación ventajosa del valor de cambio de su moneda respecto a la local para comprar un libro sobre Duchamp, su artista favorito, con buenas reproducciones de su obra, que encuentra en una mesa de saldos. Más tarde encuentra otro ejemplar del mismo libro aún más barato, y pese a las dudas iniciales termina por adquirirlo también. Poco a poco, el viaje por la ciudad se convierte en una sucesión de compras de más copias del mismo libro, cada vez más baratas, acompañadas por las estimaciones del ahorro realizado con dichas compras, que va aumentando geométricamente gracias a los cálculos que tan frecuentes son en otras novelas. Quizás sea Varamo la más significativa en ese sentido. La narración se construye entre esas dos paradojas: por un lado, cuánto más compra el narrador más ahorra, por el otro, los libros, que en un principio son presentados como iguales, ya que pertenecen a la misma edición del libro, pasan a diferenciarse entre ellos a través de sus distintos precios, que los singularizan frente al resto. Dejan de ser, por tanto, intercambiables para estar levemente diferenciados. Aunque pueda parecer que haya sido todo un proceso azaroso, la narración hace hincapié en que los ejemplares de la edición que el narrador encuentra están cada vez más baratos, lo que impide excusarse en el azar como explicación única. Hay un orden que no puede ser sencillamente el de valor de mercado, que ordena estos sucesos, pero nunca esexplicitado, sino todo lo más intuido por el narrador, que vive con progresiva fascinación estas casualidades hasta que el viaje concluye y puede regresar a casa con su edición de libros de Duchamp. Todos idénticos, todos diferentes.
La segunda pieza del tríptico se hace pública unos años más tarde, cuando César Aira llevo a término un proyecto largamente planificado: publicar en una edición limitadísima de bibliófilo, con los ejemplares numerados y firmados por el propio escritor. El diseño del libro va más allá del minimalismo: una cubierta blanca impoluta, sin imagen alguna, virginidad rota apenas por el título de la novela y el nombre del autor junto al logo de la galería que se encargó de hacer posible la especial edición. Más que posible se trate de una concesión realizada por el autor, ya que el plan era que el libro no tuviera absolutamente ninguna información en la cubierta. La publicación de los cincuenta ejemplares de Los dos hombres parece algo más propio del mundo del arte que del de la literatura, y como tal se realizó dentro de los marcos de dicho mercado, con una firma grabada en vídeo y fotografiada para certificar la autenticidad de cada uno de los ejemplares. Y no creo que sea algo fortuito, sino intencional, tanto el concepto serial como la austeridad estética de la propuesta, porque remite a uno de los últimos trabajos de Duchamp: el conocido como A l’Infinitif (La Boîte Blanche) –Al Infinitivo (La caja blanca)–, que también se caracterizaba por la ausencia de toda imagen identificativa en su exterior. Aira, poco a poco, parece ir desplazando su acción creadora a todos los aspectos de la producción artística, y el de la circulación es determinante, además de que es donde se aprecia de modo más acusado el influjo de Duchamp. Los ready made del artista franco-estadounidense supusieron una revolución en la concepción de la pieza artística, porque desplazaban la atención de todo lo que tenía de creación hacia al modo en que se presentaba la obra al público. Lo artístico dejaba de ser una característica inmanente y pasaba a ser algo contextual. En el caso de la literatura, sin duda, lo más externo al texto es el proceso de circulación del soporte del mismo. Aira, consciente de ello, ha ido aumentando su control sobre dicho aspecto paulatinamente a lo largo de los años. Y al hacerlo ha ido sorprendiendo a autores y crítica, que no terminaba de entender el por qué de esa profusión editorial. Distribuye sus libros entre empresas multinacionales y editores independientes, en algunos casos podría decirse artesanales —que ni siquiera imprimen los libros, sino que venden fotocopias—, sin establecer entre ellos jerarquía de ningún tipo. Todos son libros de César Aira, y aparecen sin diferencia alguna en las bibliografías. Son todos diferentes, pero igualmente relevantes. Son todos semejantes, y aún así hay algo leve, muchas veces casi imperceptible, que los distingue. Duchamp había planteado algo semejante en su Boîte-en-valise (Caja-en-maleta), una suerte de recopilación o pequeño álbum que albergaba toda su trayectoria. Los sesenta y nueve objetos que incluye cada una de ellas son, estricto sensu, considerados reproducciones miniaturizadas de piezas anteriores, salvo una, los «pequeños originales» que reproducen «El gran vidrio». Al menos sucede así en las primeras veinticuatro maletas, las que armó y concluyó el propio Duchamp. Más tarde se realizaron diversas ediciones ya sin esa pieza «original» sino formadas al completo por reproducciones hasta alcanzar una cifra total de 280. Es importante porque, en el mundo del arte, se controla obsesivamente, por motivos de valor de mercado, el número de piezas originales, incluso cuando, como sucede con estas, son copias. Pero esas piezas formadas íntegramente por reproducciones, que no iban ya presentadas como una maleta, se conocen generalmente como boîtes (cajas). La idea serial es evidente, pero también el hecho de que cada una de esas cajas, sobre todo las maletas de la primera serie, son únicas. Al mismo tiempo se trata de objetos únicos aunque muy semejantes. Hay algo, muy leve, casi imperceptible, que las distingue, que imposibilita considerarlas idénticas. Ahora mismo hay 50 ejemplares de Los dos hombres en circulación, es posible que, imitando de nuevo a Duchamp, se llegue a hacer una edición que imite a esta limitadísima tirada inaugural de libros únicos, ¿quién sabe?
La tercera articulación de la idea fue la publicación de El mármol, que se editó con tres cubiertas distintas. Los mil quinientos ejemplares de que constaba la edición original se presentaban con tres diseños de portada diferentes: distinta imagen, distinta tipografía, etc. Así, exteriormente, había tres modelos distintos, quinientos ejemplares con cada cubierta, del mismo libro que se presupone, en su interior, idéntico. O quizás no, quizás no sean idénticos. Como sabe todo estudioso de la Historia del libro, pese a que se hable de modo genérico de impresiones, que constan de una determinada cantidad de ejemplares considerados iguales, en realidad no hay dos libros que sean totalmente idénticos. Ni sucedía cuando aún se usaban imprentas con tipos móviles, pues era muy habitual que al ver las primeras impresiones se realizaran correcciones sin que, por motivos evidentes de ahorro de costes, se deshicieran de los pliegos con erratas que pasaban a formar parte también de la edición, ni sucede ahora con la tecnología moderna ya que los cortes, la encuadernación, el desgaste de las cajas de tinta o incluso los errores humanos han terminado por convertir esos «errores de producción» en rarezas muy valoradas por los bibliófilos, que las atesoran como objetos de colección independientemente del contenido en sí del libro. Por eso es muy aventurado afirmar que los libros que pertenecen a una misma tirada sean «idénticos». No es osado afirmar que no existen dos libros idénticos, y, de algún modo, lo que viene señalando Aira desde hace tiempo con estos detalles en los mecanismos de circulación de sus textos y la presentación de los mismos es hacer eso más evidente: que todos ellos son extraordinarios. No ya los textos, algo que es obvio y que se ha presentado como algo inajenable a toda la producción literaria desde el romanticismo. No, cada uno de los libros, de los objetos que sirven como soporte y vehículo a los textos, es excepcional. Eso viene a decirnos Aira: Todos y cada uno de ellos son objetos únicos. La profusión de títulos y de textos sirve como una mera prueba más de ello. La serialidad que se impone como mecanismo del arte contemporáneo debe ser reconceptualizada desde un enfoque editorial. Eso supone el triunfo final del proceso literario de Aira, no en ceñirse a la labor tradicional del escritor de convertir en algo central lo que llamamos la forma respecto al contenido, sino elevar a asunto central incluso la presentación formal de esa misma forma, lo que el lector manipula: el libro. Es en el formato material donde se ejemplifica la distinción entre igual e idéntico, cuya comprensión como términos equivalentes refuta Aira.
Y esa singularización del objeto, materialización final del concepto, es la herencia más directa de Duchamp en su obra. La dificultad de aprehender en toda su dimensión la idea de los ready made duchampianos hay que buscarla en un concepto tan inasible como sugerente: el de inframince (que puede ser traducido como infraleve o infradelgado) y que aparece no explicado, sino aludido, construido, levemente materializado en las notas de Duchamp publicadas póstumamente. Allí se lee: «La différence entre deux objets faits en série (sortis du même moule) est un inframince quand le maximum de précision est obtenu.» (La diferencia entre dos objetos hechos en serie (salidos del mismo molde) es infraleve cuando se ha obtenido el máximo de precisión.) Es esa diferencia infraleve la que separa a un urinario cualquiera de la Fuente que firmó como R. Mutt. Infraleve es, de hecho, la diferencia entre la pieza expuesta en 1917 que se perdió tras el montaje de la Sociedad de Artistas Independientes, y las cuatro que Duchamp firmó más tarde con el mismo seudónimo de R.Mutt y que pueden hoy contemplarse en cuatro colecciones distintas de arte contemporáneo. Esa inmaterialidad de la esencia del arte, esa virtualidad que puede ser nombrada con el término infraleve que acuña el artista, se evidencia en el hecho de que muchas de sus obras han sido reproducidas con el consentimiento del mismo Duchamp siguiendo las necesidades de las distintas exposiciones para las que se le solicitaron. La paradoja obvia aparece aquí: lo que Duchamp introdujo en el mundo del arte es, en buena medida, la autoría conceptual que se da por sobreentendida en la literatura. Por eso las piezas no son «únicas» sino que pueden ser reproducidas. Tan sólo de su última obra, Etant donnés, en la que estuvo trabajando en secreto los últimos años de su vida, no existe copia alguna, y de hecho no puede ser trasladada, ya que se construyó un espacio único siguiendo sus instrucciones en el Museo de Arte de Filadelfia para darla a conocer y albergarla tras su muerte. Así, la idea de copia y serialización, que se encarna de modo ideal en la Boîte-en-valise, es donde de modo más claro puede buscarse ese infraleve que caracteriza al arte de Duchamp. Tan sólo alguien que lograra reunir todas las piezas existentes, tanto las veinticuatro primeras maletas como las doscientas ochenta cajas podría descifrar en qué consiste esa diferencia infraleve que las singulariza. Aira parece decirle lo mismo al lector de El mármol. No basta con leer un ejemplar, quizás lo ideal sería leerlos todos, buscar en los mil quinientos ejemplares la presencia de lo infraleve que los dotaría de nuevo sentido. O, yendo más allá, por qué limitarse a escudriñar tan sólo la tirada de un título, por qué no la de todos. Quizás tan sólo repasando minuciosamente todos y cada uno de los ejemplares de los libros que han aparecido de Aira se pueda acariciar, tantearlos en tanto que inasibles, los matices infraleves donde reside la magia de César Aira. Como una broma final, un último giro de tuerca, le dice a todo el mundo: no sé si mis libros son todos iguales, creo que no, pero en todo caso para averiguarlo habría que leerlos todos. No basta con todos los títulos, sino todos los ejemplares.
Por eso, si usted ha terminado de leer alguno de estos libros, o cualquier otro de César Aira, no piense que ya está el trabajo hecho. Corra de nuevo a las librerías, a las bibliotecas, y hágase con todos los ejemplares que pueda. Y comience detenidamente la búsqueda de las diferencias infraleves entre cada uno. Quizás sea ahí donde radique el misterio de Aira que, como parece dar a entender en El mago, se hace pasar por prestidigitador cuando en realidad lo que hace es magia. Verdadera, incomprensible, sorprendente magia cuyo secreto somos, todavía, incapaces de descifrar.




Tomado del blog de Eterna Cadencia

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