miércoles, 25 de febrero de 2015

A mí, que me puse en la boca el vientre oscuro de la cigarra

ELENA ANNÍBALI

10 años después

Elogio del silencio
Escribir la primera palabra será como empezar a no ser, como
engendrar o como morir, los dos extremos
que son una y la misma embriaguez, pavorosos principios,
triunfos, catástrofes, glorias.

De “Cristóbal Colón inventa el Nuevo Mundo”,
poema que pertenece al libro Los días de tu vida, año 1977, Eliseo Diego.
Invocación primera
 
Como montar este caballo tierno a toda velocidad por la autopista.
Como abrir la boca, encima de este caballo tierno y tragar insectos.
Así, el silencio.
Así la virgen del mutismo absoluto.
Envuelta en velos. Castísima. Sin pecado concebida,
y enormes, sus piernas, que abrazan al potro, y lo conducen,
ebrio de uvas negras hacia alguna eternidad,
hacia alguna apertura en el cielo,
que nuestros tristes, nuestros nublados ojos, no ven.
Silente, la virgen. Frente nacarada, ancho pecho
para que no anide la serpiente, y resbale, lúbrica,
hacia la tierra,
hacia la rama retorcida y reseca.
No exhala, no gime, no discurre,
tu oscura y alta garganta de contessa.
No hablarás, mia virgine poderosísima,
donna descalza,
mujer posmoderna y floral. Tus plegarias,
apenas este trote vacío y elemental,
este fascinante silencio al cual, devotamente, me entrego.

Invocación segunda
 
Signora dei capelli d’oro, ¿qué cáncer de garganta te consume?
Se cimbra, en ese hueco, un grito,
como en un columpio estéril.
Es la palabra para el hombre, Prometea,
sombra que robaste al dios tu pedazo de razón,
eidolon que migras por la autopista.
Mi Lady Godiva, mi Señora, tu pelo de orquídea y de nido
se estremece bajo el sol de las tres.
Yo te persigo en pos de la palabra.
Pan no, ni hijos, ni gorjeos.
Una palabra, dame.Una palabra.

Invocación tercera
 
Considera nuestras hambres de sonido, fémina etrusca.
Tú, apparizione, lanzada a la tierra, mírame:
a mí, que me puse en la boca el vientre oscuro de la cigarra,
que vertí en mi cabeza la verde conciencia del sapo en la charca,
yo que estuve esperándote, Madre, en medio de augurios
que algunas antenas emitían tristes,
como destellos.
He cruzado el campo para verte pasar, montando, iluminada,
he cruzado, herida de soledad y espanto,
para verte, Regina, con tu aura de neones.
No sé si tu patria es la Jerusalem o el Infierno,
pero traes un fuego aparte,
y mis huesos exhalan un olor a hongo y humedades,
porque se cumple en mí lo de todo mortal:
el deseo, la furia, la nostalgia, el desencanto.
Por eso abrázame como a una niña cautiva,
y dame la palabra que abra el mundo,
como un damasco pletórico en su edad,
como las negras rosas, a la hora de los crepúsculos.

La madre
 
Ah, tú, con tus caderas de nigromanta bamboleándose por toda América,
tú con tus hierbajos, tus verdolagas, tus sopas fragantes de ahuyentar lechuzas,
tú con tus ojos de caída helicoidal en la muerte,
fascinante en la maleza,
fascinante como una pantera, como una perra en trance de parir,
¿qué haces aquí? ¿qué quieres?
En mi ventana hay cruces rojas, y astros de sal cruzados por si acaso,
y estrellas de siete puntas.
Hay, también, mastines, negros mastines flacos, enormes,
para morderte toda si te acercas. Si te acercas, te colgarán
de tus collares de jade. Si te acercas, te destrozarán
mis bestias húmedas de rocío,
mis mansas bestias de roer huesos y calaveras.
No quieras llegar a mi ventana, bruja,
no quieras embeberme como un espantapájaros con tus ungüentos,
con tus infusiones cálidas hechas para sudar el diablo y deslenguarse,
¿no ves que de mi puerta he colgado rojos trapos, y flores rojas para ahuyentarte?
¿no notas el suelo barrido y asperjado con ruda y malvón hervidos y machacados?
Tú vienes a hacerme hablar,
a darme la lengua de las matriarcas,
a ponerme unos ojos nuevos para alumbrar todo lo lejano,
allí, donde se cuece lo verdadero tras de las apariencias.
Hembra de América,
tú que quieres ser mi madre,
que me esperas en la sombra, con tus artificios
y tus nalgas alzadas con trapos y perfumes,
vete de aquí, porque no te he llamado,
porque quiero romperme sola, en mi casa sola,
como un puñado de huesos de pájaros,
quiero romperme y hacerme música que se eleve pronta
y se pierda de una vez para siempre.

Estudio sobre el signo, basado en Charles Peirce
“...el sueño difiere de la realidad sólo por ciertas marcas, por su oscuridad y carácter fragmentario”.
(Obra lógico-semiótica;
 pag. 41; Ed. Taurus)
Llegada a la casa-Avistaje de uno o dos animales
Está sobre la heladera.
Es una mancha negra, con dos puntos brillantes y verdes.
Esa mancha encarna la gatidad, sin ser aún en un gato.
La gatidad absoluta o ideal antes de la mueca del dios que la formule.
Alguna clase de gatidad superior,
un fuego de artificio,
alcohol ardiendo en una hendidura de la noche,
una hermosa ferocidad gimiendo por las ratas,
clavándome algunas uñas en un pecho,
una imagen de París,
una suavidad moldeada en el infierno.
Nota: que la primeridad, según Peirce, es el modo de ser de aquello que es tal como es positivamente, y sin referencia a ninguna otra cosa. Vendría a comprenderse como la posibilidad o sensación de su existencia, un sentimiento.

Acercamiento-Visión
Lila.
La veo merodear casi sexualmente sobre la alacena.
Tiene el aire luciferino de quien muerde y traga sangre y nervios.
Tiene el alma angostada por la saciedad del hambre,
se lo noto en el latir caliente y animal.
Se mueve entre mis piernas con una cadencia cercana a Bach,
y la caricia, el certificado de que existo.
Nota: que la segundidad es el modo de ser de aquello que es tal como es con respecto a una segunda cosa pero con exclusión de toda tercera cosa. Se comprende que es la instancia del choque con el mundo, que define al sujeto por oposición a lo otro. Sujeto frente al objeto.

Cocinar es un arte-Actividad
Aún no encenderé la luz.
Me basta la lumbre náufraga del cigarrillo para verla brillar y gemir.
Entretanto, saco las flores amarillas de calabaza,
las dispongo sobre una fuente junto a las zanahorias y los alcauciles.
Esta escena deberá ser de una ceguera inusitada,
y me guío por el perfume y el silencio.
La tomo de una de sus suavidades: el cuello.
De un solo tajo la parto al medio mientras una parte me muerde la mano,
y yo grito y ella ya no puede.
El agua hierve con especias, sal y hojas de laurel.
Dejo caer allí sus dos puntas,
ambas hermosas y ya de una mortalidad visible y casi triste.
Me siento a la mesa. Sirvo el vino.
Me desnudo.
Pienso que cocinar es un arte.
Nota: que la terceridad es el modo de ser de aquello que es tal como es, al relacionar una segunda cosa con una tercera cosa entre sí. Pertenece al orden del pensamiento y la representación.

La imagen
“Plinio el Viejo, un historiador que murió en el 79 d. C. cerca de Pompeya, víctima de la erupción del Vesubio, en su célebre Naturalis Historia narró la leyenda de la joven mujer de Corinto que, presa del amor por un hombre que debía alejarse de la ciudad, trazó sobre la pared el contorno de su sombra, utilizando la luz de una vela y un trozo de arcilla seca. Quería conservar el recuerdo de su apariencia”.
(Lunes)
Busco —le dijo— la tinta de mariposas negras.
Al fondo de la habitación, sobre un banco de piedra,
había, derramado, el ángel ambarino de la luz,
un pañuelo azul para la frente amplia de Leda,
y un vaso de agua, porque el verano era grave.
De lejos, se escuchaba cómo se alimentaban los cuervos
en los trigales,
un rumor a Apocalipsis,
como si la eternidad se hubiera roto en alguna parte,
y sangrara...

(Martes)
Busco —le dijo a la segunda noche—
el fino pincel de pelo de caballo.
Era muy dulce la visión de los relámpagos
alumbrando a Dzhaidar.
Se podían contar los latidos en el pecho,
y el murciélago blanco de un pensamiento viejo,
(quizá el recuerdo de una mujer bajando al río)
a través de la piel traslúcida.
Leda lo lavaba, con una esponja y agua tibia,
y respiraba, en las axilas del hombre mojado,
un aroma a jazmín y madera de sándalo,
que recordaría muchos años después.

(Miércoles)
Al amanecer, sobre las quintas,
el movimiento de los heliotropos
y una lluvia de peces vivos y brillantes
auguraban el escándalo de la destrucción.
Sentada frente a la pared,
arremangado el vestido, mojado el pecho de lágrimas,
Leda paseaba los dedos sucios de arcilla y carbón
por el contorno de la sombra.
La luz temblaba, y Dzhaidar.
Nacía la imagen desde el fondo de la vida,
como de la muerte, doliente y efímera,
como siempre, de mujer y de hombre,
para habitar este mundo,
de carnadura de diablos y transparencias.

Elipsis
Mi padre sembró a mi madre, y la noche era como magia de cuervos:
algunos rezaban en el campo, entre las verduras,
arrodillados, con vestidos azules, y tocados de novia.
Algunas viejas secas, sostenían el rosario.
Mi madre, que soñaba con sembrar tomates, se abría de piernas,
y emulaba, en los ojos, los guiños de los pájaros,
piaba, maldecía, se frotaba contra mi padre,
como contra un vidrio resplandeciente y fresco.
Y todo eso pasó en una noche.
A mis diez años, me sentaron en una silla a observar los corderos,
sus sacrificios graves, de donde sacábamos la carne de comer,
morada y mística, en comuniones vibrantes y olorosas.
Luego las habas, los duraznos llamados corazón de buey,
y el sudor terrestre de las axilas de los peones,
sus oscuridades de pomelo, agrios y sexuados,
sobre los caballos.
No me brotó la adolescencia líricamente.
Me aterrorizó la sangre,
los pechos escapándose de la sutilidad de las blusas,
los muslos apretados contra las faldas, y contra los hombres,
las poses de amar y olvidar,
el rito floral y húmedo de la masturbación
y muchas casas para ausentarse hasta ser mujer,
de pie, sola ante y con el mundo.
A los 27 me llaman los muertos desde abajo,
y yo no respondo, me enfermo de realidad,
quiero ser lo cotidiano, el pozo de aguas sucias,
los chicos de la calle con el corazón a media asta,
la miseria de Dock Sud, el hambre de los perros,
quiero ser Buenos Aires, con su inmensidad,
con sus pangramas de piernas y de brazos,
quiero ser ese hombre último que recuerdo de ayer,
el Chevrolet rojo apretando dos ojos azules en la distancia,
para enseñarme el don de la espera y la fatiga.

La isla, o de la palabra como laberinto
“Una vez que habíamos recogido madera de resaca, hecho un fuego
y colgado nuestro caldero como un firmamento,
la isla se quebró por debajo de nosotros como una ola”.
(The disappearing island,
 Seamus Heaney)
Escenario I
Es posible que jamás encontremos la salida:
Ariadna era frágil y murió hace mucho tiempo,
antes de los satélites y de la pasión de Cristo.
Había dejado un camino de migas de pan,
su cabello, de un rojo violento y occidental,
la leve huella que acabó donde empezaba el Minotauro.

Escenario II
Mirábamos al Sur, a veces,
donde Lesbia creía ver naves, peces brillantes,
y otras formas grotescas del espejismo.
Un pájaro enorme de hierro.
Instrumentos para contar el tiempo inasible.
Animales, lenguas y frutas que el oráculo no lograba descifrar.
—Es éste sol, Lesbia, y el mar tan infinito y azul—.
Volvíamos a casa, entonces,
a podar las vides que se enroscaban, vivas, en los templos,
como las víboras que, en el Nilo, hacen gemir a las mujeres.

Escenario III
Sentados aquí, mirando esta lluvia,
jugamos a los pájaros ciegos
y nos anduvimos el cuerpo con las manos.
El vino parece más dulce,
Y Hestia preside el fuego.
¿Qué hay de vestal en ti, Lesbia,
que se aclara tu frente al invocarla?
¿En qué otra vida paseaste los negros ojos
por estas habitaciones consumidas por el tiempo?

Escenario IV
El cielo se ha llenado de presagios.
Aquí abajo, las flores maduran en violentos amaneceres,
y nos llegan noticias de un Odiseo atado a su mástil,
ciego y sediento.
Bajo la negra nave, cruzan sirenas,
un submarino alemán,
y algunos sueños, en donde todo tiene lugar.

Polifonía (notas sobre un naufragio)
—Este animal con ojos de Madonna...
—Esta criatura que se acerca a mí con su cuerpo encendido
como un relámpago...
—Esta oscura premonición de la muerte..
—Este color sumergido en esta zona ausente de mi conciencia,
della follia che non mi hanno conosciuto...
—Esa ventana hacia tus ojos donde habita la bruja...
—Esta luna que vuela en las profundas aguas del Hemisferio Boreal...
—Esta última contemplación antes de la oscuridad...
—Esa bestia de carne de agua, que no sabe del mono
ni del hombre...
—Ce cadeau que les putas de l’América et de la France, hubieran
amado más que el perfume...
—Esa sensación de que el diablo sonríe a mis espaldas...
—Este impresionismo vital y torpe...
—Este pez...

Sobre la biografía como género
Alguien más escribirá tu memoria.
Alguien que entienda que no tuvo márgenes, tu vida,
ni astillas para encender los fuegos del olvido, y los eclipses.
Abrevará en tu historia como un ciego en una casa
llena de muebles y de recuerdos ajenos, tanteando,
especulando con el tacto, manoseándolo todo,
abriendo la espesura de los recuerdos,
como quien parte una ciruela negra,
y encuentra, en su médula,
el crisol dulce de su pulpa transparente y acuosa.
Pero esa constelación de códigos perdidos
no serás tú. Será el fantasma, el gólem construido
a partir de tus pedazos, de la dispersión de tus sílabas y actos,
a partir del fragmento que afirma y niega tu unidad,
como si la imagen de lo que fuiste nos llegara
desde la visión fulgurante y triste de los espejos rotos.
No serás tú. Serás otro. Y surgirás desde el fondo de la noche
como desde el tiempo, como una isla,
con tu nombre,  tus señas,
con las criaturas de fantasía que urdieron tus sueños.
Pero habrá un detalle, un signo que te niegue,
que te acerque un poco más al silencio en que te hundes,
y te habrás perdido para siempre,
en esas zonas últimas de soledad y naufragios.

La fotografía
La foto es sepia. Tú apareces de pie,
a un costado de la mesa larga donde quedaron
las migas, los licores agrios, la marca del vino
sobre los manteles, los perfumes de siempre,
la aspereza del lino.
Eras joven y tal vez ibas a ser hermoso,
estirado hacia arriba como el silencio del campo,
como esas horas donde los muertos zumban bajo tierra
y siembran hogueras y rastros invisibles en nuestras casas.
Algo ocurrió, después: el derrumbe de las cosas
en que creíamos, de las habitaciones en que dormimos,
mientras nos crecían las uñas y los ángeles. No advertíamos
esa primera desfiguración de la realidad, ni, acaso,
ese fantasma concupiscente que te mordía la mano
para tomar tu lugar, para borrarte del mundo
como se borran las marcas de agua en los retratos.
Luego sentimos nostalgia de ti. Pero era tarde,
y tus signos habían sido cambiados. Alguien más
comía en tu plato, habitaba tus camisas, usaba
tus temblores para anunciar la hora del crepúsculo.
Lo vimos repetido en tu espejo.
Lo vimos por toda la casa, disperso en cada objeto.
Lo vimos acumularse en nuestros recuerdos.
Por eso volvimos a la fotografía, desde donde él sonreía,
con la sonrisa cambiada, pero tuya, pero ajena.
Eras tú, eran tus huellas, tus latidos,
y era él, que comenzaba a ser tu muerte.

El tiempo (o el verbo encarnado)
Esto es el tiempo: una piedra arrojada desde la altura
de Dios o de los hombres,
circular, pulida por el camino de fuego y aire que atraviesa,
ese espacio vacío en que —dicen—,
se desarrolla la falacia de la eternidad.
Cae sobre el agua y abre el círculo de nuestra vida.
Todo cabe allí:
las máscaras desiguales que nos protegen o evidencian
—como en un absurdo teatro de luces y sombras—
el número de los días en que fuimos felices,
cada uno de los ásperos amaneceres en que negamos los sueños,
la vidriosa transparencia de los animales que acariciamos,
la rara inocencia que no pudo pervivir en nosotros.
La piedra cae. Y cuando el círculo alcanza
su máxima definición, desaparece,
y las ondas no son ya más que un eco triste
disperso entre otros círculos, de otras vidas,
que no son las nuestras. Ese roce sutil,
ese leve toque de agua será el encuentro
entre dos cuerpos,
ese pedazo de amor, rabioso y breve,
hurtado a la muerte.

Anticipaciones I
Hablemos, por ejemplo, de la muerte,
de la rota iridiscencia de sus vestidos,
de la indiferencia con que asienta sobre nosotros sus manos,
y una mañana, a pesar del patio que está quieto y sin novedad,
a pesar de que la ciudad sigue tragando obreros
como en un festín impiadoso,
se te aparece ella y te dice: “vamos, muérete, que a eso viniste”.
Entonces tú, que has aprendido las mañas de la bestia,
le dices que no, que por papeles eres joven,
que no has alcanzado la edad en que aparecen las canas,
ni que conoces, por decir lo primero, Sumatra.
Y te defiendes del hueco que empieza a abrirse en la tierra,
ese, que al fin será tuyo, sin tasas ni hipotecas,
y te defiendes de las más lozanas flores
los epitafios grotescos, repetidos, impersonales.
Ella sigue ahí, tranquila, limándose las uñas,
bebiendo tu café, fumando con impostada o natural soberbia
dejando que te agotes, que le hables,
que le digas lo de siempre, la injusticia, el tiempo,
que considere todo lo que aún no hiciste,
las mareas que no acabaron de lamer tus tobillos,
esos crepúsculos entre naranjos del Tucumán que nunca viste,
los hombres que no probaste...
Al fin se va, se levanta con esa elegancia de matrona raída,
y crees que la has convencido, cuando consideras tu vida,
y tomando la soga que sin querer, ella ha dejado sobre la mesa,
la pones en tu cuello y te lanzas al vacío, impiadosamente,
poniendo, en el salto, esa última mirada de esperanza,
esperando la mano amorosa que no habrá de salvarte.

Acerca de la inutilidad de una palabra
Tú crees que la muerte te sucede solamente una vez.
Que hay un signo o dos que la anticipan,
pero no.
Hay una cifra finita de actos que nos acercan al final:
cuando cruzas una ciudad silenciosa en el taxi amarillo
a las 2:30 de la mañana,
y tienes tiempo de pensar en tu cuerpo que pesa y duele por el cansancio,
y recorres con la mano la humedad de los vidrios,
la textura rota de las calles que se pierden en alguna forma de misterio.
Cuando tomas tu café, presuroso,
y lees en el diario el desastre cotidiano,
como si la guerra, la locura y el hambre fueran cosas
que sólo le pasan a otros.
Cuando amas, o crees que amas, y elaboras el complicado discurso
que te proveerá de un animal tibio en tu cama, en tu mesa,
en los sueños que otros te negaron.
Cuando decides por el vestido rojo, o el vestido negro,
cuando doblas la esquina,
o te ves en el espejo, en que algo, una mueca,
te salva del espanto otra hora más.
Cuando, distraído, eliges un kilo de manzanas,
una fecha para mudarte, la mudanza misma,
hasta el simple acto de levantar una lámpara e iluminar un cuarto,
Todo es una marcha lenta e inexorable hacia tu muerte.
¿Para qué, entonces, necesitas la palabra suicidio?

Disolución de la realidad
Fantasmales 1
Todos los días,
atrás de un árbol oscuro y deliciosamente profundo,
los fantasmales esperan.
Empiezan a crecer de noche,
tras el cierre de transmisión de los partidos de fútbol,
después de los micros religiosos,
mientras Marilyn Monroe gira incansablemente
en las sucias estaciones de trenes,
y alguien comenta, como soñando:
—Yo conozco esa tristeza, de algún lado...
A los fantasmales los hiere el perfume violento de las amapolas.
Es que a veces, ellos son viejos como catedrales,
y necesitan la amabilísima luz de los vitreaux,
las lámparas apenas insinuadas en los ojos de las muchachas vírgenes,
o la fosforescencia tenue de las luciérnagas.
Yo vi sus ojos clarividentes
una noche de lluvia,
dolorosos y enormes como l’Inferno, de Dante.
Es imposible que salgan de esta ciudad.
Primero,
porque la ciudad es un laberinto de rutas y espejos
nacida de un remoto sueño de Escher.
Segundo,
porque los fantasmales casi no tienen deseos.
Tercero,
porque son felices en esa zona perdida,
entre la Plaza de las revelaciones,
y las plantaciones de rosas.
Ellos abren todas las ventanas, aún en invierno,
porque el alma, a veces, no les cabe en los hoteles.
Los fantasmales suelen ampararse
bajo la mirada amarilla de los perros callejeros.
Los aman por dóciles,
por hambrientos,
porque arden en la noche,
pero sobre todo,
por las heridas de los autos de las avenidas furiosas.
Ambos reconocen en el otro,
a un hermano de la tibieza,
y, cándidos, serenos,
duermen abrazados, en los portales,
hasta que se encienden las manzanas,
y nace un crepúsculo de entre las piernas de una mujer hermosa.

Fantasmales 2
Esta habitación, triste como un lieder de Schubert,
se ha llenado de sombras.
Se pasean como tigres viejos,
mordiendo el desorden de las sábanas,
hacia cuya suavidad se derrama el tenue resplandor de la lámpara,
y el color grave y efímero de las caléndulas.
Mueren de amor y de miedo, a las tres,
cuando pasa Juan con el caballo negro,
y se les eriza el sexo por la música acompasada de los cascos.
Entonces, se los ve abrirse de piernas,
para contemplar la emigración de cuervos,
las translúcidas mariposas nocturnas,
y ese perfume como a rosa, que precede a los entierros.
Así son cuando aman:
la boca se les vuelve de pan y azúcar,
y si los frotas suavemente,
exhalan un inconfundible olor de ángel y cerezas.
Desaparecen trémulos, desnudos,
con la sexta campanada que anuncia el alba,
dejándonos con un ansia tal de volar,
que buscamos el edificio más alto y gris,
para despertarnos muertos y solos, contra el asfalto.

Fantasmales 3
Eidolon, una vez bajabas entre incendios y desnudeces.
Había, en ti, algo de máquina y de tigre.
Tu traje, de ojos y alas de calandria,
provocaba, en mi patio, una exasperación de viento Norte
y luego de abrevar en los aljibes,
me viste y me hablaste,
y yo corrí a mecerme en tus piernas,
como en un columpio suspendido en el abismo.
Las horas de caricias se hicieron inmensas.
El tiempo se ahuecaba en su lengua,
donde yo comulgaba sal y ostias,
un sabor de laurel y paraísos,
o de bestias dormidas.
Suicídame, Dios.
Soy un pájaro y me han vaciado el ojo izquierdo.
He perdido, como los desamados,
la visión de la mitad del mundo,
y mi vuelo es circular e infinito,
como tu juego de dados,
sobre la cabeza de los corderos.
¿Qué eternidad me has dado, Eidolon?
Se abrió, ante mí, una habitación edénica,
de flores secas y papeles viejos.
Era infinito el espacio, e infinitos los espejos
que la reproducían.
Empecé a desandar la tristeza,
sin ganas, casi sin esperanza.

Fantasmales 4
Todo lo aduraznado.
Todo siempre del vuelo hablábame. De sus angelosidades que le tremaban,
que le resbalaban, como un vaso sobre las ancas de las yeguas.
Algo santo, ¿no?, algo levitativo le ocurría en las mañanas,
porque de pronto, era un zeppelín que soltaba cuerdas
—encordada, solía dormirse, con todas sus extremidades
de austronauta, a salvo—
Desde siempre, le vi la mariposidad saltándole por los ojos,
por las antenas de resolana
(de felpa)
(de polvo de oro)
por donde se dispersaba el viento,
vibrando, como en un arpa.
Temblaba, al alzarse las cortinas de luz,
el aro anaranjado, álbico, que doraba serpientes
y músculos de codornices. Algo, no sé bien qué,
se le encendía gravemente adentro,
algo, una fogacidad volcánica.
Luego, entonces, comenzaban a volársele
los pollerines almidonados, las trenzas,
los tazones de beber agua-mate, el pabilo,
y entre tantos ojos azorados, volaba,
en direcciones equívocas, un poco hacia arriba,
como una perfecta bruja, madura de oscuridades.

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