jueves, 29 de enero de 2015

Como pequeñas semillas

El germen de la risa y del horror

Cuentos. “Ni puedo ni quiero” prueba la bella excentricidad de una autora poco conocida aquí, primera esposa de Paul Auster.

POR VIRGINIA COSIN


Qué es? ¿Un libro de cuentos? ¿Un libro, acaso? ¿O una pieza de arte contemporáneo con forma de libro? ¿Un cuaderno de apuntes? ¿Los descartes de una novela? ¿Un error? ¿Un acierto total? ¿Un disparate? ¿Una genialidad?
Remitámonos al título: Ni puedo ni quiero . De ahí en más, sabemos que no podemos pedir nada. Sólo sentarnos y leer, devorar y ser devorados por este extraño engendro que, como las criaturas mitológicas, muta, tiene el cuerpo de un animal y la cabeza de otro, posee extraños poderes.
Ni puedo ni quiero es el primer volumen de cuentos (para llamar de algún modo a este conjunto de textos, y para eludir una palabra tan antipática como “inclasificable”) de la escritora estadounidense Lydia Davis (Massachusetts, 1947), que se publica en una editorial argentina (Eterna Cadencia) y el que le sigue a sus Relatos completos , de 2009, que compilaba sus cuatro libros anteriores. Desde su aparición, los relatos de Lydia Davis produjeron un pequeño sismo en los círculos literarios de su país, y el temblor se fue extendiendo hacia otras superficies hasta llegar a lectores de Europa y Latinoamérica. El murmullo fue creciendo a partir del boca a boca y, recién ahora –después de que, en 2013, le otorgaron el Man Booker International Prize–, empieza a extenderse hacia un público más amplio. Antes, se decía, era “una escritora de escritores”. Como una delicatesen . Caviar.
Pero la excentricidad de Lydia Davis, su exquisitez, radica, precisamente, en la absoluta puerilidad de los asuntos que componen sus textos. Todo es susceptible de ser analizado, diseccionado, triturado y vuelto a ensamblar en operaciones mentales que se corresponden, a su vez, con diferentes formatos: cartas, notas tomadas durante una conversación telefónica, apuntes para la preparación de un curso, disquisiciones durante un viaje corto en tren, argumentos para cuentos o novelas, listas de cosas que haría o no haría o tendría que leer pero no querría leer, anotaciones de sueños y etc, etc. Todo eso que durante un día común y corriente a cualquiera se le ocurre y se le escurre, todas esas imágenes que pueblan nuestras mentes y no anidan en ninguna parte, ese fluido disperso, es coagulado por la pluma de Lydia Davis, puesto en palabras.
El efecto que producen estos textos es el de estar escuchando la voz de alguien que lee nuestro inconsciente.
Cuenta Davis, en una entrevista, que el hito fundante de su estilo radica en el descubrimiento de un poeta estadounidense, contemporáneo a ella, que leyó en una época en la que intentaba escribir historias bajo la sombra de sus héroes literarios: Beckett, Kafka, Flaubert. Ella y su por entonces marido, el escritor Paul Auster, vivían y trabajaban en el sur de Francia. Mientras él empezaba a perfilar su estilo, escribiendo regular y metódicamente, a ella se le escapaba su propia voz en la frustrante tarea de cumplir expectativas, de escribir lo que se suponía que había que escribir, del modo correcto.
El poeta se llamaba Edson Russel y sus brevísimas narraciones, como las de Lydia Davis, son objetos incompletos, extraños, como pequeñas semillas que en su interior contienen el germen de la risa y del horror, en igual medida.

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