miércoles, 12 de noviembre de 2014

Artefactos de manera literal, artefactos de manera literaria


Los que se fueron



El autor de Tres y El trabajo acompañó ayer a Mario Ortiz en la presentación de Cuadernos de Lengua y Literatura VIII (Eterna Cadencia Editora). Este es el texto que leyó.

Por Aníbal Jarkowski.


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«Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual. La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones; la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos.» Jorge Luis Borges, “Prólogo” a La cifra, 1981.

Hace casi un año y medio, también en Eterna Cadencia, en ocasión de presentar el libro anterior de Mario —la reunión de los volúmenes V, VI y VII de sus Cuadernos de Lengua y Literatura— hice referencia al pintoresco episodio en el que el jurado le negó el Premio Nacional de Literatura a El jardín de senderos que se bifurcan.
Hoy regreso a Borges porque esas líneas que copié al comienzo me permiten aproximarme a la escritura, a la obra de Ortiz.
Borges entendía que eso que llamaba “poesía intelectual” era su suerte como poeta; una fatalidad a la que había terminado por resignarse y que trataba de ejercer de una grata manera.

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Hay mucho de fatalidad en lo que uno escribe, aunque los escritores, en general, prefieren desconocerlo y proponer, en cambio, que es la voluntad, la decisión personal las que determinan la escritura propia.
Creo, de todos modos, que no es posible decidirse acerca de la fatalidad o no de lo que uno dice o escribe. Sin embargo, la idea misma de fatalidad, de destino, de continuidad es una operación intelectual en base a abstracciones, y cuya aspiración es tratar de comprender lo que, muy probablemente, sea incomprensible.

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En este nuevo volumen de sus Cuadernos, Mario escribe que le basta con cerrar los ojos para verse dibujando o construyendo artefactos que, junto con un amigo de la infancia, llamaban “computadoras”, y cuyo modelo ideal encontraban en «la supercomputadora que controlaba El túnel del tiempo».(p. 27)
Terminado el colegio secundario, Adrián —el amigo— «estudió computación en un instituto terciario» y hoy dicta clases en varias escuelas.
Mario, en cambio, estudió Letras, pero también da clases.
A partir de ese origen común y la posterior bifurcación por senderos personales, Mario establece, construye, despliega también la idea de fatalidad.
«Adrián siguió con los artefactos de manera literal; yo, de manera literaria.» (p. 32)

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Apenas antes, en esta composición de un destino, de una suerte, Mario se interroga acerca de la utilidad de esos artefactos que construía de niño:
No tengo una idea precisa de para qué servían las computadoras que construía. Es más: creo que en realidad no tenían ningún propósito. Oprimía los botones, daba vueltas las perillas a la potencia máxima. Entonces un zumbido que yo mismo hacía con la boca cerrada subía el volumen, parecía que algo iba a estallar o que una descarga de rayos cósmicos brotaría fulminante desde la punta de los electrodos. Y después de un rato, todo volvía al reposo. (p. 30).

No sé si de manera premeditada o no —disculpen mi inseguridad—, pero entiendo que esta descripción de la relación entre el niño Mario y sus artefactos inventados es, en realidad, una descripción muy aproximada de la relación entre Mario, ya adulto, y sus libros, también inventados sin ningún propósito evidente; o sin otro propósito que el de construirlos.

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«Si algo ha cambiado, eso es nosotros. El otro cambio, los que se fueron.»
Me parece que esos versos de Litto Nebbia —ya tan lejanos que debo informar que aparecían en el disco Muerte en la catedral, de 1973— hicieron bien en aparecer en mi memoria mientras escribo estas líneas.
Este nuevo volumen de los Cuadernos es un registro de esos cambios. Si algo ha cambiado, ése es Mario. El otro cambio, su padre, que se fue.
¿En qué ha cambiado Mario?
Mario dejó de ser un niño, probablemente desde que tuvo que comenzar a vender su tiempo a otro a cambio de dinero —lo que es una manera de caracterizar qué es el trabajo—. Ahora, me imagino, le debe costar mucho encontrar el tiempo necesario para construir sus artefactos.
Y en cuanto a su padre, sé por este nuevo volumen que se ha ido; el registro de su ausencia consiste en hacerlo presente, no sólo en la dedicatoria del libro, sino también a lo largo de muchas de sus páginas.
Quise reconstruir la casa y volver a sentarte ahí para que me vieses llegar en la bicicleta como si no hubiera pasado nada; y quise colocarlo a Gambini y a Pobi, y al verdulero. Me quise aferrar a la materia y construir una máquina del tiempo pero fue inútil. (p. 131)
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Alguien propuso –en mi caso, cuando escribo que alguien propuso algo casi no hay vez que no me refiera a Borges- que para Dante todo el objeto de componer La divina Comedia había sido, nada más, deslizar entre los episodios del poema su encuentro con Beatriz.
No me parece una extravagancia pensar que Mario compuso este nuevo volumen para poder reencontrarse con su padre en ese más allá que es el lenguaje.
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En la introducción al volumen, Mario escribe que, durante la escritura del nuevo libro, temió que consistiese en una repetición de «imágenes, procedimientos y tópicos ya utilizados en cuadernos anteriores». (p. 9)
Creo comprender a qué se refiere. Imagino que es un temor semejante al que debieron haber sentido Thomas Bernhardt, Winfried Sebald, Juan José Saer, por ejemplo.
En los mejores escritores, la repetición de lo ya escrito es un fantasma; acaso el fantasma que recorre el mundo del arte a partir de la emergencia de las vanguardias.
Las vanguardias parecen algo así como una alucinación más o menos extendida –pero nunca muy extendida- entre los artistas, según la cual escapar del pasado es un imperativo que, si en un sentido resulta agobiante, en otro parece candoroso.
Recuerdo borrosamente unos versos de Horacio, de manera que es mejor copiarlos de una edición de las Odas que conservo de mis días de estudiante:
¿Por qué abarcamos,
osados, tanto, si la vida es breve?
¿A qué ir en pos de tierras que otros soles
calientan? ¿Quién, huyendo de su patria,
huye también de sí mismo?”
(Odas, Libro II, 16)

Es de lo lás probable que Horacio tenga razón; no sólo por ser Horacio, sino además porque parece cierto que, allí donde vayamos, estaremos nosotros.

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Hace mucho —y no creo sinceramente que el escándalo haya cesado— Borges propuso que la literatura, bien mirada, era primordialmente un hecho sintáctico. No mucho más que eso.
Es realmente difícil que, al nivel de la sintaxis de la lengua, pueda escaparse de la repetición sino asumiendo el silencio.
Tal vez el mérito de un escritor o una escritora —es una hipótesis— sea, al fin, dar con un procedimiento que provoque algún tipo de emoción estética y resulta imposible, sin embargo, reducir la obra a ese procedimiento.
Entiendo que eso es lo que ocurre con este nuevo Cuaderno de Mario: la emoción estética que me deparó su lectura no puede ser reducida a la sucesión de sus procedimientos de composición.

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Mario parece tener una fe absoluta –espiritual, religiosa- en que «existen problemas cuya solución sólo es posible en la obra poética.» (p.9)
Intuyo que este nuevo volumen de los Cuadernos es el intento de solución a un problema que, fuera de las palabras, no la encuentra.
Ese credo de Mario, que fue también el de Maiakovski, entiendo que no se refiere solo a la práctica de la escritura poética, sino también a la de su lectura. Quienes leemos sabemos –lo sabemos muy bien y cada vez más a medida que el tiempo transcurre- que para muchos problemas solo hemos encontrado solución al leer un poema.
Entre el 16 y el 17 de octubre, encontré en el nuevo libro de Mario la solución a un problema que me persigue hace ya 30 años.
Es cierto que tuve que esperar mucho tiempo, aunque tampoco es tanto si atiendo a que, al fin, el libro de Mario me ofreció la solución al problema de la muerte de mi padre.

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Tomado del blog de Eterna Cadencia

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