Monte
No había salido de los montes de mi tierra de origen, yo creía
que ahí estaba el tesoro que me tocaría proteger toda la vida: las frondas
de los lapachos centenarios, su sombra dispendiosa al ir cayendo
el día, las huellas de las patas de las corzuelas perseguidas, el camino
que se iban abriendo entre las zarzas, la lumbre desmedida del sol
cayendo a pique sobre el suelo como un metal derretido, los animales
fieros que se tendían igual que cachorros después de la lluvia a disfrutar
del viento, un diamante en bruto en medio de esa interminable
sequía. No había salido de ahí porque ni las arañas monstruosas
ni las yararás que se arrastran con sigilo para encontrarte
desprevenida me daban más miedo que un mundo al que no se podía
entrar con los pies llenos de barro, donde nadie salvo los niños
puede ser, hasta cierto punto, salvaje y arisco como esos árboles
y esas bestias que no son molestadas a menos que se aventuren
lejos de su guarida. Tenía terror de las palabras que no quería
decir porque no transportaban en ellas ninguna
materia sensible, terror de que el silencio no me fuera permitido,
de que hubiera leyes que se hundieran como trampas
para animales en la carne y una vez clavadas
la única manera de salir fuera desgarrándose. Pero no tuve miedo
cuando escuché tus pasos, su manera delicada de llegar a casa ajena,
eras un ciervo más, recién nacido, las patas temblequeando y sin embargo
decididas. No conocías a fondo la espesura
pero sabías que era intrincada y compleja como esas lianas retorcidas
que te cerraban el camino pero no pudieron detenerte cuando viniste
de allá lejos a buscarme. De qué manera entendiste que mi terror de irme
era igual de intenso que mi necesidad de ser buscada y llevada a la superficie,
como un pescador que protege su soledad
rabiosamente, y es capaz de derivar sin compañía en su bote
durante largas temporadas, pero una noche de temporal
cae al río y comprende que la presencia de alguien más
le hubiera salvado la vida.
Claudia Masin
Para Gloria
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