sábado, 10 de agosto de 2013

Que puedo hablar en endecasílabos

ENTREVISTA A PEDRO MAIRAL



DE ANFIBIOS QUE RESISTEN




Por Flora Vronsky



Belgrano es un barrio raro. Hay mucha gente, bastante verde y una civilización de cemento que todavía deja pasar el sol. Quedar con Pedro Mairal en un bar mítico y poder observar cómo sus vecinos lo saludan, cómo se genera ese intercambio extrañamente familiar, no hace más que probarme el hecho de que este escritor le huye a la leyenda. (Aunque quizás termine convirtiéndose en eso a su pesar, al estilo de un James Dean que nunca murió joven, que sigue hablando cada vez mejor, porque, en realidad, es inagotable). En efecto, Pedro ha pasado por casi todos los géneros con gran éxito y eso lo ha consagrado como ficha clave del tablero literario actual. Pero El gran surubí -su anteúltimo libro escrito en sonetos rimados, ilustrado por Jorge González y editado por Orsai- genera un interés particular por su carácter híbrido. Queremos que nos hable de esa experiencia, que use como excusa unas cuantas cosas, para explicarnos veladamente cómo huye de su leyenda y por qué su boca son sus manos y su Belgrano su Entre Ríos. O al revés.

Paul Ricoeur habla del proceso creador como de una triple mímesis. Dice que la tercera, la refiguración, ubica al texto en unas determinadas coordenadas tanto internas como externas que luego permitirán una serie de hermenéuticas posibles. En el caso de El gran surubí esas aproximaciones no han salido en su mayoría de la crítica o la reseña tradicional. ¿Creés que el texto presenta dificultades a la hora de la interpretación, o que ha habido un recepción superficial de la obra?

En realidad no se ha publicado tanto acerca del libro, de hecho yo estoy esperando todavía ciertas lecturas o acercamientos. Es cierto que se ha destacado lo formal como novedad, si se quiere, o la historia en sí, pero poco más. Creo que la obra es precisamente como un surubí: escurridiza, resbalosa. Y una cuestión importante es que no se hace mucha crítica de poesía últimamente, entonces es aún más difícil. ¿Desde dónde te acercás, cómo agarrás eso que se escapa como un pez? ¿Es una novela o es un poema de largo aliento? Yo le llamo novela, sí, porque tiene un fondo narrativo importante, algo de épica, una atmósfera a veces onírica, pero está escrita con los mecanismos de la poesía. Sería como una novela que la dejaste secar al sol y quedó eso. Tampoco me desvela definir la obra genéricamente. Creo que la mayoría de los lectores no sabe siquiera qué es un soneto como forma lírica, pero eso no impide en absoluto su lectura, porque esa información no es necesaria como tal. El soneto funciona acá como estrofa, como encadenamiento narrativo, incluso, son sonetos pinchados, es decir, no son autónomos, se complementan y continúan. En eso, el mismo devenir narrativo me llevó a romper un poco con la forma clásica del soneto que se cierra con contundencia y se autonomiza.

Hiciste referencia a la atmósfera. Al leer la obra pude observar la existencia de varios imaginarios que conviven simultáneamente: un marco general, que sería una suerte de distopía de corte opresivo, y otros más particulares que tienen que ver con el amor/desamor, con la camaradería, con lo onírico, incluso con el litoral y con la oralidad.

El tema de la camaradería me parece fundamental. Generalmente, el yo ‘lírico’ se manifiesta de forma individual, es el que lleva adelante lo que ocurre. Pero en este caso, ese yo se colectiviza en un nosotros que se enmarca en la práctica del fútbol. Jugué al fútbol cinco años con escritores amigos y desde esa experiencia construyo esa camaradería que el plural ubica como contrapuesta a un Estado que arremete contra las personas. Como cuando en el Martín Fierro se enumeran los abusos del poder sobre un colectivo, sobre un plural que evidencia el ‘nosotros’. El mismo que aparecerá después con Malvinas, por ejemplo. Un yo que se licúa en ese ‘nosotros’ y que establece, por eso mismo, la existencia de un ‘ellos’. Hugo Sánchez, autor de Brilla, tú borracho loco, cuenta que de las dos chapas de metal que cada soldado llevaba, una no tenía nombre, sólo el grupo sanguíneo. No hay mayor metáfora de la desaparición que esa. En realidad, no sé bien de dónde me viene el interés por estos temas, porque no pasé por estas experiencias quizás extremas, pero siempre me pregunté por ese ‘nosotros’, por esa camaradería que mencionaste. Y creo que aunque hoy vivamos en tiempos de paz (por decirlo con esos términos), la necesidad de la experiencia común que cohesione, que una, no desaparece para nada. Es la existencia del vínculo que siempre está, pero que vuelve a individualizarse, y así. De hecho en el momento de la escritura yo pasaba por una experiencia traumática -muy parecida a la del protagonista-, en la que había una violencia interna tremenda, y por eso mismo, esa irrupción del ejército al principio le parece hasta un alivio, es como el pasaporte a un mundo sin mujeres (la simbología de lo femenino se le había convertido en un infierno) y hasta sin dolor, si se quiere. Es como en el libro de Robert Graves, Adiós a todo eso, en el que el tipo se va a la guerra aliviado, casi contento. Porque la violencia no se manifiesta sólo en un conflicto determinado. Hay experiencias de la vida burguesa que son extremadamente duras, aunque sean íntimas y las escondamos. Vivís una guerra en tus entrañas, pero en general, eso no se ve. Claro que después de unos días en combate o secuestrado por el poder, la paradoja se hace enorme.

Con un material narrativo tan sólido me interesa saber cómo llegaste a la decisión de contarlo a través de la forma soneto. ¿Fue consciente esa elección, te la exigió el propio texto, o en Orsai son unos atrevidos?

(Risas con café y medialunas). Cuando le propuse a Casciari hacer el texto en seis entregas, era evidente que la obra sería en prosa. Le había dicho que era una cruza entre Moby Dick, el Martín Fierro y algo de Juan L. Ortiz, y como me tienen confianza me dieron luz verde. Faltando pocos días para la primera entrega, no me salía el texto, no podía escribirlo. Sentía que no tenía un marco definido. Con la narrativa pasa, te preguntás ¿qué explico y qué no? ¿qué cuento, cómo construyo el background de un personaje, cómo le invento la vida? A veces, es como jugar al tenis sin red. Entonces fue apareciendo la forma de a poco. El soneto es algo internalizado para mí, porque escribí durante cinco años los Pornosonetos, con lo cual tenía ejercitada la forma. Llegué a escribir trescientos -de los cuales valen la pena la mitad-, pero esa gimnasia volvió a mí en forma de ritmo, de sonido, que es precisamente lo que quiere decir la palabra soneto: sonidito, música. A ver, que puedo hablar en endecasílabos. Entonces se me hizo claro. Y el hecho de escribir con rima, diría que es como escribir con un amigo: vos proponés una palabra y tenés que encontrar su correlato. En el primer soneto aparece la palabra ‘timbre’ y había que rimarla. Encontré ‘mimbre’, uso que seguramente no hubiese incluido en prosa, pero que en esta forma, cobra todo el sentido. La rima te sopla al oído las palabras. Y eso me liberó mucho, al contrario de lo que puede parecer. No me restringió en absoluto, no fue una dificultad. Fue la manera que encontré para que el texto fluya. La economía de recursos narrativos se me hacía enorme porque aparece el horror vacui y sentís que hay que llenar las páginas. Con esta forma me liberé de todo eso. Lo condensado en este caso disparó el texto, como una pequeña bomba.

En ese sentido, las ilustraciones tienen mucho de disparador. Si hacés el ejercicio de pasar a través de ellas más allá del texto, en realidad te cuentan como una versión diferente de la historia, como un cover del texto mismo. Hablan por sí mismas, pero a su vez, acompañan los sonetos. Generan una simultaneidad casi imposible. Algo parecido a lo que provoca el juego lexical entre lo vulgar, lo cotidiano y la forma clásica.

Sí, al principio reaccioné con la soberbia del escritor: ¿qué necesidad hay de ilustrar el texto, o cómo se va a lograr ese acompañamiento visualmente? Pero me callé porque me superó por completo. De hecho no fui consciente de la violencia interna de la historia hasta que vi las ilustraciones. Me abrieron dimensiones completamente diferentes de lo que había escrito. El canibalismo, el dolor, el hambre, la homosexualidad, por ejemplo. Creo que la misma forma poética despliega unas alas que permiten volar hacia lugares rarísimos. El tema del canibalismo se condensa en tres líneas nada más, pero genera todo un mundo visual que la narrativa no generaría en este caso. ‘El hombre sin cabeza es buen lechón’. Punto. No hay más que decir, pero hay mucho más al mismo tiempo. Esta libertad de lo sintético no es irreal, y eso se ve en las ilustraciones. Lo concreto, las acciones que transcurren en dos o tres versos liberan incluso la representación visual, le dan más juego y permiten generar otra historia que se plasma en un lenguaje diferente, pero igual de contundente. El tema homosexual estuvo presente desde que pensé la historia en el año 2007, pero no como una temática gay, si querés, sino como una pulsión, como algo más llano, más primitivo. E igualmente se condensa en tres brochazos, en una visión rápida e intensa, incluso graciosa. Me reí mucho haciendo esos versos. No es un texto ATP (apto para todo público), claramente. En cuanto al léxico, también es una cuestión muy martinfierrista. Creo que no hay una contradicción entre la forma clásica del soneto y el vocabulario que utilizo. Lo alto y lo bajo no se enfrentan en el texto. Hay una imbricación de lenguajes que funciona incluso dentro de una forma lírica que puede parecer restrictiva. Ya lo había experimentado con los Pornosonetos, también me había divertido mucho con ese juego. Se detonan ambas fuerzas en esa cajita de equilibrio que es la forma, y el resultado es liberador y verosímil.

A medida que avanzaba en la lectura del Surubí se me venía a la cabeza un capítulo de Impreso en Argentina que hiciste sobre Leopoldo Marechal, en el que se habla de su relación con el espacio no urbano, con lo rural, allá en los campos de Maipú. El interior -Entre Ríos particularmente- está presente en tu obra, pero me interesa saber si sentís esa dicotomía campo/ciudad, si identificás una visión no-urbana o anti-urbana. ¿El interior aparece como contexto incluso nostálgico en el que ubicar una materia literaria, o como un punto desde el cual mirar la ciudad?

Yo veo el interior como la representación del espacio abierto. Es la primera imagen que me hago. No he pensado mucho acerca de cómo funciona el espacio no urbano en mi narrativa. Creo que si tengo que detenerme en un punto lo haría en las transiciones, es decir, en lo que hay en el medio, en lo que vemos cuando vamos de la ciudad al ámbito rural. Cómo se va deshaciendo la ciudad. Borges lo decía muy lindo: “La ciudad se desgarraba…” En un cuento de hace algunos años puse algo así: “La ciudad se deshacía en fábricas y hoteles alojamiento”, que es la misma idea, claro. A mí me fascina ver el lenguaje que se construye a medida que salís del centro de Buenos Aires y vas entrando en el interior, cuando comienzan a aparecer las casas que venden esas piletas de plástico enormes que se exhiben en vertical, amarillentas por el sol, las gomerías, los viveros, las parrillas. Me gusta insertar personajes en esa transformación, porque los va transformando a ellos. Sí es cierto, que el modo en que uso la imagen de la ciudad puede parecer un poco opresivo, vaciada de vínculos, un poco gris. Pero el interior también tiene una carga de violencia, no lo idealizo, aunque es verdad que encuentro más belleza en el ambiente rural que en el urbano.

Justamente en la sección de la obra en la que aparece esa atmósfera casi redentora, personificada en la imagen de la niña -que bien podría ser una figura de la Virgen vista desde el personaje-, el léxico y la morfología de las palabras que usás, y la manera en la que construís los versos, denotan un gran amor a mi entender, un cariño y un respeto especial que no aparece en el resto del texto. Quizás, es esa belleza que no ves en la ciudad.

Sí, sin dudas. Empieza en realidad en el capítulo anterior, cuando Ramón Paz va río arriba y lo encuentra el gendarme, lo descubre. Él se entrega a esa sensación de libertad, de ponerse un kiosko y olvidarse de todo -aunque sea una idealización, claro-. Como en el libro de Damián Ríos en el que la idea es poner un aviso en el diario del pueblo buscando trabajo de albañil, por ejemplo. En este momento el personaje se construye y deconstruye. Lo urbano acá es el peligro, es el lugar en donde te agarra el gendarme y te corta las piernas y las ilusiones. Y la figura de esa niña que le da agua, que de alguna manera lo guía, está hecha precisamente con ese amor que mencionás. Me gusta que uses esa palabra sin miedo, porque sí es cierto que, aunque sutilmente, en esa parte estoy construyendo la historia desde otro lugar, desde un lugar más afectuoso. Quizás lo único que nos salva en la ciudad es esa camaradería de la que hablábamos al principio, porque sino, hasta parece como un gran pozo que nos chupa, en el que hay poca luz en contraposición a la luminosidad de ese interior, en el que la belleza puede aparecer, puede hacerse presente a pesar de la violencia. Sí, hay un amor distinto ahí, en realidad distintivo. Esta parte podría ser una gran metáfora del Surubí entero.

Ya apurando el café, y casi sin querer, terminamos hablando de la oralidad, de lo anti-lírico, de la poesía civil y del miedo que tenemos a la eufonía. De la ingenuidad de algunos talleres literarios, y de cómo las palabras dichas en voz alta se sacan chispas peligrosas, raras. De la poesía que está allí donde nadie la espera, escurridiza, resbalosa. Tanto, o más quizás, que el Surubí que todavía no se deja pescar. Que sabe esperar agazapado, que (se) resiste.




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