:: COLABORACIONES ::
El escritor
07-06-2013 |
Una escena en el tren.
Por Martín Kohan.
Sucede en el Mitre, ramal de Suárez. El tipo sube en Drago. Puso música en su celular, la hace sonar en un volumen muy alto. Se ubica cerca de donde yo estoy. La canción que escucha es espantosa. Por las avenidas más despejadas de mi agudo pensamiento, se abren paso los argumentos mejores: que el espacio público es de todos, que si cada uno de los pasajeros hiciese bochinchear la música de su preferencia, que el derecho de cada uno termina donde etcétera. El incordio del estribillo interrumpe lo que hago mientras viajo. Lo que hago, mientras viajo, es leer. El libro que leo es La condición obrera de Simone Weil, edición de Cuenco de Plata. Levanto la vista del libro. Impulsado por la claridad de mi alegato interior, convencido de la razón que irreprochablemente me asiste, alzo la vista y la clavo en el tipo. Lo miro fijo, lo miro mal. Mi mirada es fría y fea.
¿Y el tipo? El tipo me mira a su vez. Me mira fijo, me mira peor. Su mirada es helada, su mirada es feísima. Hay gente que se las arregla para preguntar qué te pasa sin decir una palabra siquiera. La canción horrenda sigue sonando. El tipo murmura la letra, se la sabe de memoria.
Llegó la hora de ser valiente.
Llegó mi hora de ser cobarde.
Bajo la vista, calladito, vuelvo o trato de volver al libro que leo. Me voy corriendo, eso sí, de a poquito, un paso corto y al rato otro paso más, hasta llegar a una parte del vagón donde la música de aquel tipo no me alcanza. Sigo así tres estaciones más. En Ministro Carranza me bajo.
Muchas horas después, ya de noche, me hago el vivo con las palabritas en la hoja. El vivo de la adjetivación, el guapo de la birome, filoso a destiempo, altivo donde no importa. ¿Fantasía de que el tipo me lea y se lleve redondamente un chasco? Para nada, más bien lo contrario: certeza de que no me va a leer, bajeza del que masculla a espaldas. En mi reino mustio y triste, el reino de la puntuación, de los adverbios terminados en mente.
Como si no me diera cuenta de que pasaron ya muchas horas, de que ya llegó la noche, y le sigo dando vueltas al tema. Mientras el tipo, qué duda cabe, se olvidó por completo de mí, antes incluso de bajarse del tren. O a lo sumo, me digo por darme importancia, le habrá contado al pasar a un amigo: “Hoy en el tren había un boludo…”. Presumo que con aire ausente y todavía con el celular rechinando en una mano.
Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/28945#more-28945
Si te sirve de consuelo hay espejos borgeanos en todos los trenes del conorbuna bonaerense...y reintos mustios y tristes!
ResponderEliminarAbrazo