sábado, 25 de mayo de 2013

Canción de la desconfianza

:: LECTURAS ::

El enemigo del enemigo

09-01-2013 | Damián Selci, Silvia Schwarzböck

La novela Canción de la desconfianza, de Damián Selci (Eterna Cadencia Editora) como una plataforma para discutir el contexto político argentino.

Por Silvia Schwarzböck.
(Especial para El río sin orillas Nº 6)



El peronismo es el rizoma argentino.
Alejandro Rubio, “Por qué soy peronista”, en Autobiografía podrida

Sabemos que el futuro también va a estar lleno de tarados.
Damián Selci, Canción de la desconfianza


Política, crítica y enemistad

De acuerdo a dónde se desarrollen, al espacio simbólico donde se practiquen, los ismos políticos se afean o se embellecen. Cada ismo tiene su propia forma de afearse. También de embellecerse. En democracia, el marxismo demuestra una compatibilidad con la academia que no logra afearlo. Sí se afea siendo Estado: aún sin gulags, la ausencia de política extraestatal hace de todo burócrata un conspirador y de la purga, la némesis de la conspiración. Con el peronismo sucede al revés. No se afea siendo Estado, se afea en la academia. No es lo mismo leer Marx, Lukács y Adorno —para iniciarse en las humanidades— que Jauretche, Hernández Arregui y John William Cooke. La denuncia del aparato imperialista de colonización cultural no reemplaza la pedagogía materialista. En función de eso, el kirchnerismo debería construir otro canon pedagógico-cultural: ¿por qué el placer de ser visto como “feo, sucio y malo”, que tanto atrae de la identidad peronista, debería corresponderse, en materia de cultura, con la opción por los bestsellers de lo nacional-popular, el revisionismo histórico y el cine con estrellas de TV? ¿Es lo nacional-popular, aliado a lo masivo, la única cultura peronista o se trata de un prejuicio antiperonista que el peronismo hizo suyo sin revisarlo? ¿Cómo entran en la categoría de lo nacional-popular (dejando de lado, en este caso, lo masivo) las obras de Leopoldo Marechal, los hermanos Lamborghini, Ricardo Zelarayán, Alejandro Rubio o Martín Rodríguez? ¿La prosa de Horacio González o de Ernesto Laclau es nacional-popular y puede devenir masiva? Desde que a Rodolfo Walsh se lo enseña en la universidad ¿es más —o menos— nacional-popular (y masivo) por eso? ¿No existe una “alta cultura” peronista?

En materia cultural, igual que lo hizo en política, el peronismo siempre se definió convirtiendo en positivo lo que su enemigo descalificaba de él. Lo nacional-popular, en ese sentido, fue una bandera que se levantó con orgullo. Pero esa lógica tiene su límite. Porque cuando no se tiene del otro lado a Borges, Bioy, las Ocampo y Sur, la categoría de lo nacional-popular —en medio de la lógica de lo masivo, a la que se someten por igual amigos y enemigos— queda vacía. Por eso existe, en el presente, una cultura peronista oficial y otra maldita (maldita para los propios peronistas).

La cultura siempre fue un campo de disputa tan intenso como la política, dentro y fuera de la academia. Así como la juventud milita, también hace crítica. La crítica, entendida como juicio de valor, como toma de posición, ha vuelto en el mismo grado que la militancia. En realidad, ni la militancia ni la crítica se extinguieron en los últimos veinte años, sólo que ahora pueden tener una influencia en el curso de las cosas públicas que antes no tenían. La política y la crítica tienen en común, entre otras cosas, la necesidad de construir un enemigo interesante (un rasgo que comparten con la ficción clásica). Pero el enemigo siempre se construye mientras uno es construido por él. Si el enemigo no es interesante y complejo, uno tampoco lo es. No basta con que sea poderoso.

Posestructuralismo y guerra

Que la cultura es un palacio hecho de mierda de perro —la idea de Brecht, que Adorno cita en la Tercera parte de Dialéctica negativa— nunca fue, para un lector de izquierda, un argumento contra la alta cultura. Los intelectuales de izquierda no reniegan de la alta cultura. En todo caso, saben que está atada a la barbarie de un modo tan imperceptible que hasta los propios sobrevivientes de los campos de concentración, una vez restituida la democracia, piden convertirlos en centros culturales o museos. La izquierda europea convivió estoicamente, en el curso del siglo XX, con esta sabiduría triste sobre la relación entre cultura y barbarie. Sólo que, en lugar de renegar de la alta cultura, la convirtió en un botín: el botín por el que pelearía cuando la revolución ya no estuviera a su alcance. Después de mayo del 68, apropiarse de la alta cultura como cultura a secas pasó a ser su verdadera praxis. Lo que hace alta a la alta cultura (y lo que constituye la injusticia misma de la división entre lo alto y lo bajo) no es lo que debe ser abolido sino lo que debe ser apropiado. Y debe ser apropiado para socializarlo, no para divulgarlo. Divulgar (una estratagema del capitalismo keynesiano) no es socializar. Socializar lo alto, a su vez, no es lo mismo que abolir su diferencia con lo bajo. Mientras la izquierda persevera en esta diferencia, no participa de la lógica postmoderna. No admite que cada uno goce sin culpa de la parte de la cultura que le ha tocado en suerte, sino que quiere para sí la parte por la que la burguesía ya no disputa. Cuando la izquierda finalmente se quede con la parte de la industria cultural por la que no tuvo que luchar, su próximo problema pasará a ser más irresoluble: la alta cultura no se socializa sólo con internet, software libre y digitalización irrestricta de textos y materiales artísticos, sobre todo si los Estados que entregan netbooks en escuelas públicas divulgan el saber con la misma lógica que la industria del entretenimiento.

La idea brechtiana de que el palacio de la cultura está hecho de mierda de perro, repetida por una intelectualidad con supuestos posestructuralistas, tiene otro sentido que en la interpretación materialista. Alejandro Rubio lo explica magistralmente con el caso de la literatura argentina[1]. El escritor argentino —dice— no confía (ni como lector ni como autor) en la transparencia del acto comunicativo. El mundo referencial, para él, es una imagen mudable de otra cosa: la voluntad de dominio. Ahora bien, lo que podría ser un exceso de lucidez de su parte termina volviéndose en su contra: al razonar como un “maestro de la sospecha”, cree tanto en la eficacia y omnipotencia de la voluntad de dominio como desconfía de la autoridad. La voluntad de dominio de los otros, apenas enmascarada bajo un simulacro de orden por mera conveniencia, coartaría la suya propia, razón por la cual el escritor argentino siempre vive en guerra.

Una vez reveladas las bases posestructuralistas sobre las que se construye el palacio de la cultura argentina, Rubio introduce su propia teoría sobre el material del que este palacio está hecho. A diferencia de Adorno, que sólo se refiere a la mierda de perro brechtiana (Hundscheiffe: la mala palabra aparece en un párrafo que habla de metafísica y cultura después de Auschwitz), Rubio reconoce que “la mierda admite gradaciones en su densidad odorífera, desde la conspicua mierda de perro, pasando por la bosta seca de caballo, la mierda de paloma, la caca de mosca, hasta llegar a la sintética mierda rosa”. El factor mierda, independientemente de su grado de olor, está subordinado al factor guerra. La mierda, como factor táctico, sirve a dos estrategias distintas pero complementarias: por un lado, mostrar como ilegítima la voluntad de dominio de los competidores connacionales y, por el otro, mostrar como ilusorio ese mundo referencial en el que se hacen las comparaciones odiosas con pares extranjeros.

Ahora bien, si todos los escritores argentinos acuerdan en que los juicios estéticos son interesados, y en que se realizan en un mundo donde la voluntad de verdad enmascara a la voluntad de dominio, ningún crítico podría decir de una obra literaria lo que Borges dijo en su momento de Los muchachos de antes no usaban gomina: “es uno de los mejores films argentinos que he visto, vale decir, uno de los peores del mundo” [2].Pero el razonamiento de Rubio sobre la literatura no es el mismo que el de Borges sobre el cine.

Borges no explica por qué el cine argentino es malo. Le basta con dar ejemplos. En medio de tanta moralina edificante, el “nihilismo moral” de Los muchachos de antes no usaban gomina —aunque sea como sinónimo del reblandecimiento de las costumbres entre compadritos— hace al film de por sí atrayente. En otra crítica, le basta con aclarar que Prisioneros de la tierra no intenta hacer reír con la presencia de nuestros payasos oficiales (Sandrini, Pepe Arias y Catita), como para que el lector de Sur se dé cuenta de que no es originalidad, sino seriedad, lo que puede esperar de esa película [3].

Rubio, a diferencia de Borges, no habla de un arte que se haya malogrado por su función social, como fue el caso del cine argentino durante su período clásico. De la literatura argentina él no dice que sea mala porque subordine la estética a un fin más alto (la política de masas, conservadora o popular) o más bajo (el vil comercio). Dice que es mala por malvada, por canalla. Explica las operaciones literarias con el vocabulario del delito financiero: moneda falsa, capital simbólico sin respaldo, falsificación, impostura, estafa. Hay falsificaciones tan buenas —aclara— que el lector se decepciona con el original (Saer es mejor que Robbe-Grillet). Incluso donde la crítica encuentra “subversión, malditismo, influencia lacaniana o deleuziana, vanguardia, posvanguardia, barroco” (se refiere a la escritura coprófila de Osvaldo Lamborghini), él habla de decoración de repostería, sólo que con un carácter fecal explícito.

La crítica de Rubio va en una dirección nueva de la crítica cultural: más que revelar el simulacro que nadie ve, lo que hace falta ahora es analizar las consecuencias de que todos lo vean. La mierda (previamente desodorizada) de la que está hecho el palacio de la cultura no funda institución, si todos los intrigantes palaciegos saben que se alimentan de ella. Al saber tan bien cuál es la materia última del recinto que habitan, los escritores usan la cultura pop para postular la “mierdificación del mundo” y denunciar con ella los restos de alta cultura (de borgismo o saerismo) que todavía sobreviven en algunos competidores (con peso en algunas editoriales), en la academia y en algunos medios.

Kirchnerismo y guerra

Cuando uno termina de leer el ensayo de Rubio —extraordinario, por cierto—, le surge una inquietud, que permite volver al punto de partida de este ensayo: si en el palacio de la cultura hecho de mierda la espada pública está hecha del mismo material —lo cual es obvio—, todo lo nacional-popular, más que un arma política insurrecta para derribarlo y construir otro en su lugar, es un arma política de doble filo, porque ya ha sido usada para mierdificar el mundo y, en ese acto, se ha mierdificado a sí misma. Lo nacional y popular no se ha mantenido virgen ni respecto de la industria del entretenimiento ni respecto de la alta cultura. En su dialéctica con la alta cultura, ha devenido hace rato “cultura pop”. De hecho, fue por ser usado como arma contra la alta cultura dentro de la alta cultura que lo nacional y popular se convirtió en cultura pop. Cuando no, es simplemente el tango, el folklore y el rock que no se pasa sino en las radios universitarias. El adjetivo “nac&pop”, incluso, está completamente estandarizado y sistematizado como categoría del gusto: podría serle aplicado, para su consumo irónico, a cualquier producto filoperonista o peronista, sin que ningún peronista se ofenda. Es cierto que los peronistas —de todos los signos y de todas las épocas— siempre gustaron de llamarse a sí mismos por los nombres peyorativos que les daban sus enemigos. Desde “grasitas” a “mierda oficialista” hay un tobogán de posibilidades ingeniosas, al que los foristas de La Nación on line viven haciendo aportes extraordinarios. De todos modos, el horizonte cultural del kirchnerismo no tendría por qué trazárselo siempre su enemigo, mucho menos cuando no recluta plumas del nivel de Borges o del staff de Sur. Al enemigo uno lo construye del mismo material que el palacio de cultura, y uno es construido por él con la misma masa.

La alta cultura es eso que se enseña en el bachillerato. Y todos los bachilleratos (públicos y privados, independientemente de su prestigio) tienen la misma cantidad de ciencia y humanidades (la que obliga a dictar el Ministerio de Educación); en todo caso, en algunas escuelas se enserian más idiomas, música, deportes y actividades extracurriculares que en otras. Cómo alguien se interesa en la alta cultura (independientemente de que la estudie como carrera en la universidad) no es algo que se pueda explicar por la sola presencia de una biblioteca en el hogar familiar. Pero tampoco, quizá, se pueda explicar, en el futuro próximo, por la presencia de un decodificador satelital en la tevé hogareña o por la posesión de una netbook desde el primer grado de la primaria. Quizá tampoco se pueda deducir, mecánicamente, de las habilidades que muestren los profesores formados en la universidad para entusiasmar a los adolescentes con facebook en la netbook. Pero si el Estado abraza la causa de la divulgación como sinónimo de educación inclusiva, el problema del contenido pasa a tenerlo la forma. No importa ya qué se enserie, sino cómo. La forma es el mensaje. La distancia infranqueable entre la versión para TV de la teoría del conocimiento de Kant y la de una clase universitaria puede ser la razón de que alguien se baje a su netbook la Crítica de la razón pura, pero también de que abandone su lectura sin pasar de la Introducción, descubriendo que el divulgador, antes que enseriar los libros de Kant, vendía los suyos. La divulgación —se sabe— vende la obra de los divulgadores (que no está disponible gratis en la web), no la obra de los autores divulgados (que es de dominio público). Por eso triunfó en épocas de capitalismo keynesiano y Guerra Fría. Está tan asociada al ascenso social y al avance tecnológico —a la asociación entre estas dos variables, en realidad— como el Libro de Doña Petrona a la compra de la cocina a gas, la heladera, y los electrodomésticos básicos. Los intelectuales del capitalismo serio argentino no pueden actuar como si la astucia del Capital no fuera a la vez la astucia de la Razón. O como si no hubieran leído el ensayo sobre la industria cultural de la Dialéctica de la ilustración (sobre todo si viven de enseriado).

Materialismo y guerra

Durante el año 2008, en los números 2 a 6 de la revista digital Planta, Damián Selci publica cuatro artículos en los que explica los conceptos fundamentales de El Capital de Marx siguiendo el texto, es decir, como un profesor, no como un divulgador. Para hacerlo, corrige primero los errores más comunes con que se repiten esos conceptos. En ese momento, Selci tiene 25 años (nació en 1983). En el segundo artículo de la serie, titulado “El capital: fetichismo de la mercancía” (Planta N° 4, junio de 2008), Selci aclara por qué el fetichismo de la mercancía no es lo que José Pablo Feinmann explicó, con un dibujo de Rep sobre la venta de banderitas argentinas en un partido de la Selección Nacional, en el fascículo correspondiente a Marx de La filosofía y el barro de la historia, una historia de la filosofía publicada en fascículos semanales en el diario Página /12. Una vez finalizada la publicación semanal de La filosofía y el barro de la historia, un tiempo prudencial después, Feinmann publicó los fascículos como libro, bajo el mismo título, como hará un par de años después con los fascículos sobre la historia del peronismo, siguiendo la costumbre de los académicos —sus presuntos enemigos históricos— de recopilar ellos mismos sus propios artículos, escribirles un prólogo, y publicarlos como libro: la dialéctica es impiadosa, incluso con los que la enserian. Como libro, La filosofía y el barro de la historia fue un bestseller.

En marzo de 2012 Selci publica Canción de la desconfianza, su primera novela. El protagonista, Styrax, un profesor de bajo, esta obsesionado con la pedagogía revolucionaria y, sobre todo, con la posibilidad de aplicarla sobre un hijo de Esclarecidos, al que piensa secuestrar de una manera no violenta (una parte importante de su problema es qué nombre darle a esa acción: la palabra secuestro es de por sí violenta, pero no encuentra una palabra mejor). Después de un trabajo de inteligencia bastante errático, descubre en la persona de su alumno adolescente, Lucio Ech, al candidato ideal para ser reeducado. Styrax, como Selci, tiene menos de treinta años. Aunque no es un alter ego, pertenece a su generación: “¡Qué suerte, que inmensa suerte, tener menos de treinta años! [...] Cuando alcance las tres décadas, las cuatro, las cinco, cuando cumpla un siglo, voy a seguir diciendo: ¡qué suerte tener menos de 30 años!” [4]

Pero, ¿qué es un Esclarecido, además de lo contrario de un Empecinado? (Empecinados es lo que serían Styrax y su amigos, la célula preparada para el “secuestro” no violento de Lucio Ech). La novela intercala entre sus capítulos un total de ocho excursos, titulados “Análisis de la conciencia de los Esclarecidos”. A partir de estos análisis, es difícil extraer un patrón común: el Esclarecido no es un estereotipo. Tampoco hay ocho estereotipos, uno por análisis. El Esclarecido de Selci no es una figura que coincida punto por punto con alguna figura extraliteraria. Es el enemigo en estado puro. El enemigo que alguien construye mientras se sabe construido por él.

El primer Esclarecido es un joven que toma clases de esgrima y sale dos meses con una compañera gorda, educada en colegios de millonarios. Selci describe al joven, luego de detallar los contactos del padre de la chica: “no es parejo de tórax ni conoce las etiquetas del poder económico y militar del país, pero tiene barba desmañada, ojos hundidos y una forma despatarrada de sentarse que hace pensar en la universidad pública” [5]. El esclarecimiento parece combinar lo material de la fisonomía con lo material de la economía.

El segundo Esclarecido es alguien que conversa con su casi amigo Gonzalo Velamen, que acaba de divorciarse de Victoria ex Velamen, y está saliendo con una posadolescente trotskista a la que conoció en su taller de dirección teatral. Las palabras “casi amigo”, “ex Velamen” y “posadolescente trotskista” no estigmatizan al Esclarecido (cuyo nombre no se dice), sino a Gonzalo Velamen. A su vez, no es a Gonzalo Velamen a quien Selci describe, sino a sus mujeres: “Victoria ex Velamen es descreída y terca, hija de profesionales encumbrados, vagamente ateos, vagamente judíos, vagamente comprometidos con el alfonsinismo, vagamente defensores del comportamiento ético en la función pública, vagamente preparados para mantener tres hijos, tres coches y tres departamentos, vagamente estrellados con el fracaso político de su generación y vagamente readaptados a las verdades también vagas de la Reforma. Pese a todo, el padre de Victoria terminó mojando los talones en la palangana de una clínica psiquiátrica. Esto repercutió negativamente en el carácter de la hija. Antes le pedía a su marido libertad y marihuana. Después, un embarazo; Gonzalo se lo concedió [...] El Esclarecido le pregunta por la posadolescente; Gonzalo describe unos músculos poco flojos, unos huesos flexibles y una militancia trotskista en bajada. Es reformable [...] Hay que in­cluir a las nuevas generaciones” [6].El Esclarecimiento parece ser, hasta aquí, una forma de vida no política que se define por las relaciones con hijos —o hijos políticos— de personas vagamente politizadas.

El tercer Esclarecido está en una fiesta de cumpleaños con pileta, tragos y música yugoslava de fondo. Su ánimo oscila entre el placer y el aburrimiento, por lo cual se une a la conversación entre dos casi amigos, en la que uno le explica al otro cómo cuidar una planta de marihuana hogareña. La conversación es demasiado técnica, para gusto del Esclarecido, con lo cual “siente el impulso de basurear ese discurso engolado y detallista, pero está muy satisfecho con la temperatura nocturna, que roza los veinticuatro grados” [7]. El Esclarecido, advierte ahora el lector, no es una persona sin criterio sobre lo que está bien y está mal, sino sin ganas de discutir por eso. Es tibio. El progresismo, en cambio, es frío —dice bien Martín Rodríguez— no “tibio” [8]. Las diferencias entre esclarecimiento y progresismo —intuye uno— podrían ser de temperatura.

El cuarto Esclarecido “vive en la época de la droga”. Su mente está llena del “cinismo cordial que heredó de sus tíos políticos” [9]. Espera, en su departamento “antiguo y heredado” a un casi amigo del secundario, Lucho Lumbrera, que es periodista deportivo gráfico, y a dos Chicas del Año (vestidas con shorts, pantimedias caladas y remeras con leyendas en francés), una para cada uno, con las que tendrán sexo (no grupal) después de unos renglones de cocaína. La época de la droga es también parte de la herencia recibida por el Esclarecido. La vida esclarecida —entiende el lector— imita una vida prepolítica, una vida en ojotas y musculosa.

El quinto Esclarecido es alguien que se encuentra en un bar de Avenida Libertador, a la altura de Olivos, con su casi amigo Luis Lazarillo, quien acude a la cita caminando desde su casa, un lunes feriado, después de haber visto programas políticos fumando porro y comiendo helado. Hablan de “la realidad del país”, mientras Lazarillo ojea una revista de pesca, en la que encuentra un artículo firmado por Luz López, una ex compañera suya de la facultad, de la que recuerda que tenía “una conversación más que interesante” y que “estuvo con los trotskistas, los radicales, los frepasistas, los peronistas de izquierda y derecha … y [luego de una enumeración que ocupa una página entera] … finalmente los asambleístas de Atenas, con los que Luz López comprendió por fin la Palabra mágica, la Palabra invencible, la Palabra que termina para siempre con todos nuestros temores, angustias, alucinaciones y deyecciones: Democracia Calificada”. Mientras el Esclarecido “pretende conocerla, es decir, invitarla, alguna vez, a su departamento”, Lazarillo cavila sobre la suerte de tanta inteligencia desperdiciada por ahí: “¿Qué hacer con las impracticables buenas ideas promovidas en inservibles buenos colegios por inoídos buenos profesores para infecundos buenos alumnos? [...] ¿Por qué no somos gobierno? [Lazarillo repite tres veces esta frase]” [10]. En los cuatro análisis de conciencia anteriores, el Esclarecido se relacionaba con la política como algo que hicieron con levedad los suegros o los tíos de los casi amigos y que hacen, desencantándose progresivamente de ella, las posadolescentes trotskistas que salen con su profesor de teatro. En este quinto caso, la política es algo que hicieron, cambiando todo el tiempo de agrupación, de partido, de aliados y de creencias, las ex compañeras de facultad de los casi amigos, las cuales, según ellos, tenían una conversación más que interesante, razón por la cual habría que conocerlas, es decir, acostarse con ellas al menos una vez.

El sexto Esclarecido es alguien que viaja en subte con todos los síntomas de la gripe. De camino a su casa, se compra una lata de duraznos en un supermercado chino, y se los come en la cama mirando un programa de fútbol en el cable. ¿El Esclarecimiento promueve la soltería y la desconfianza en la industria farmacéutica? Podría ser.

El séptimo Esclarecido tiene novia y juega al fútbol con sus amigos (por primera vez se nombra la palabra amigo, en lugar de casi amigo). Un amigo extranjero le pega un pelotazo en la cara, empieza a sangrarle la nariz, y todos convienen en suspender el partido, para enojo suyo, que quiere seguir jugando, en lugar de tomar cerveza con ellos en el bar. ¿La amistad es algo que el Esclarecido asocia a los juegos de infancia, no a la conversación adulta? Podría ser.

El octavo Esclarecido trata de reconstruir, en un estado alucinado, lo que habló en una reunión con un nuevo casi amigo. La alucinación —piensa— no puede deberse al porro que fumó mientras bebía la cuarta o la quinta botella de vino, sino a que el nuevo casi amigo debe haberle puesto “algo” en el vaso. Él cree haberle hecho una propuesta algo vaga de iniciar juntos un proyecto: una organización no gubernamental para promover el intercambio cultural en Latinoamérica, o algo así. Le pareció cortés imaginar futuras convergencias laborales con una persona que se está conociendo: no importa si después no se concretan. Pero el nuevo casi amigo le hizo preguntas precisas, que revelaron su improvisación y pereza intelectual. Sentirse descubierto en su charlatanería lo ofendió. A partir de ahí, todo lo que recuerda es haber brindado por ciertas letras del abecedario, entre las que la W era la traidora a la patria, y por consignas como “secuestro, juicio y fusilamiento de la W”, que le parecieron respetables, pero también cómicas. Para el Esclarecido —conjetura el lector a partir de este caso— la política podría poner en marcha una espiral violenta, que se desarrolla como la asociación libre en una comedia de los hermanos Marx: se empieza por un juego de palabras y se termina en el caos absoluto. Uno podría ganarse enemigos peligrosos simplemente porque trató de quedar bien con un nuevo casi amigo. ¿El Esclarecido teme que la política lo coopte, como si fuera una droga alucinógena puesta de contrabando en la bebida? Podría ser.

El Esclarecido es el enemigo de la pedagogía materialista de Styrax. Por eso él quiere reeducar al hijo de uno de ellos. El Esclarecido es el enemigo en sí, en estado puro, no la síntesis o el promedio de todos los enemigos empíricos posibles. La pedagogía revolucionaria de Styrax, por su parte, en lo que tiene de clandestina, de no pública, no concibe la política como una esfera autónoma. Es orgullosamente moralista, como eran moralistas las organizaciones guerrilleras de la década del setenta, incluso las derivadas del trotskismo y no de la Acción Católica. El modelo de Styrax es Juan Martín Díez, quien en 1814 empezó a firmar con el apodo que lo hizo popular: El Empecinado. Díez armó la Resistencia española contra Napoleón con bandas de amigos y parientes, bajo el lema “hay que ganar muchas guerrillas”. Es quien usó la palabra guerrilla como diminutivo de guerra e impuso así el término. A la pregunta de Susana —su novia— acerca de si quiere ser un “moralista argentino”, Styrax responde que sí. Pero Styrax, decíamos, no es un alter ego de Selci. Como Empecinado, es el artista-creador de su enemigo: el Esclarecido. En la clandestinidad no se hace política, sino guerrilla.

En febrero de 2012 Planta edita un número especial en papel, con una antología de los ensayos publicados entre 2007 y 2011. Los editores de la revista (Carlos Gradin, Claudio Iglesias y Damián Selci) hacen una presentación a modo de balance: “para nuestra generación, los que nacimos en la primera mitad de los ochenta, la palabra crítica gozaba de un desprestigio extraño y heredado: había caído en desuso dentro del kit ideológico del discurso intelectual. Como sabemos, el fracaso de los socialismos reales en la última parte del siglo pasado produjo una crecientemente fastidiosa proliferación de textos acerca de la muerte de la modernidad y, por extensión, de todo lo demás: como si el presente no pudiera ser abordado críticamente más que entregando las armas de la propia crítica. Desprovista de todo proyecto, la teoría adquiría así un rol puramente velatorio. Junto a la impostación ubicua del pluralismo estético, esta suerte de necrofilosofía remanente del siglo XX llevaba implícita la sustracción del juicio de valor como unidad fundamental de análisis: el presente es ontológicamente indecidible” [11].

La juventud ha vuelto a la política. Algunos jóvenes militan en agrupaciones. Otros, hacen crítica. El retorno de la política es también el retorno de la crítica. La crítica significa juicio de valor, toma de posición frente al objeto. El juicio de valor no es ya expresión del gusto (subjetivo) del crítico, sino de la voluntad de ser espada pública en un palacio de la cultura hecho de mierda —como todos los pala­cios de la cultura—, en competencia con otros juicios, desde ya, pero para fundar institución. Todos saben que el palacio de la cultura está hecho de mierda, pero las consecuencias que la crítica puede sacar hoy de este saber no son ya las de la interpretación posestructuralista —a la que Rubio explicaba como devenida obvia—, sino una nueva interpretación materialista. La vuelta de la política es también la dis­puta del materialismo contra el posestructuralismo.

En “‘Menemato’ e idealismo” [12], Violeta Kesselman se pregunta por qué Ana Ojeda y Rocco Carbone, los compiladores del último tomo de la colección Literatura argentina del siglo XX, dirigida por David Viñas (De Alfonsín al Menemato (1983-2001)), le dedican un ensayo al análisis de la prosa bestsellerista de Andahazi (un enemigo fácil), mientras que no hacen analizar Poesía civil, de Sergio Raimondi (la obra sólo es mencionada una vez en una nota al pie), Punctum, de Martín Gambarotta, o Música mala y Metal pesado, de Alejandro Rubio. La lógica del Capital en los años menemistas y su relación con los sujetos podría haberse analizado a partir de objetos que obliguen a repensar lo que ya se sabe de ella tanto por el posestructuralismo como por la lectura de Página 12. Sobre el único ensayo sobre poesía publicado en el libro (escrito por Marcos Wasem), dice Kesselman: “El aparataje posestructuralista parece funcionar, más que como disparador, como punto de partida y de llegada del análisis. Esto implica un achatamiento de los textos literarios, ya que la lectura crítica se limita a corroborar cuáles de los temas del posestructuralismo aparecen en las obras, [...] antes que ver qué es lo distinto que puede extraerse de esas producciones, lo que no dicen ni Kristeva, ni Deleuze, ni Foucault. [...] No se trata de un tema de escuelas teóricas, sino de cómo la crítica elige sus objetos, piensa sus estrategias y, en definitiva, concibe su rol”. El error es de método: “Resulta curioso que un libro que se propone vincular literatura y sociedad, lo que sería una tarea netamente materialista, caiga en una especie de idealismo metodológico donde hay grandes tesis y proposiciones previas al análisis, de las que el texto literario funciona sólo como comprobación o ejemplo”.

Es obvio que quien hace una crítica así se gana enemigos en Puán. También amigos. La crítica, como continuación de la política por sus mismos medios, trae los mismos problemas (y los mismos beneficios) que la política. La audacia, en política, está en dialéctica con su opuesto, el cálculo. Dicen los editores de Planta: “La combinatoria de las variables ‘objeto nuevo’, ‘crítico sin currículum’ y ‘juicio de valor’ en una misma oración produjo una nada desdeñable cantidad de discusiones que le dieron a Planta una reputación ligada al extremismo, la coerción argumentativa y la tendencia sentimental a la guerra. Eventualmente la revista sobreactuaba estos rasgos con el fin de acabar de una vez con el miedo al juicio de valor, a suscitar enemistades o a ganarse la expulsión de la corporación cultural, en una palabra: el miedo a la crítica intelectualmente honesta, argumentada y constructiva” [13].

La crítica que retorna como política no es la crítica posmoderna en primera persona, que también admite la disputa, pero como consecuencia del relativismo del gusto. Tampoco es la crítica en primera persona del giro autobiográfico, que hace que toda crítica termine siendo una crónica impresionista. Si la primera persona es la justificación última del juicio de valor, no hay política. El enigma tiene que estar del lado del objeto, no del sujeto. De lo contrario, en la cultura siempre hay guerra de todos contra todos, la guerra de su versión posestructuralista, expuesta por Rubio en “La literatura argentina es el mal”. En esa versión, el enemigo es un enemigo interno, que se exterioriza para que el propio yo encuentre un límite objetivo, pero el único límite que encuentra es otro yo: el enemigo personal (en lugar de político), el yo como otro.

Humanidades, tecnología y ascenso social

¿Qué tiene para decir la filosofía de este retorno de la política como crítica y de la crítica como juicio de valor? En principio, que se ha reemplazado el estado de guerra permanente sobre bases posestructuralistas por la primacía de la política sobre bases materialistas. Pero el materialismo, con su programa de darle la prioridad al objeto, requiere también de un nuevo perfil de crítico: el que explica a partir de la fuente, una figura más parecida al profesor que al divulgador. Sólo que joven. Un profesor joven. Todo lo contrario del viejo profesor que “inicia” a sus discípulos y los prepara para la muerte (quien en realidad los prepara para honrar su propia muerte y transmitir su doctrina no escrita, a la manera del Sócrates platónico, hasta que llega el momento trágico del “asesinato del padre”). La juventud del crítico es importante, en la medida en que representa lo contrario de la muerte. Si la cultura es una preparación para la muerte, un modo de entrar en contacto en vida con la idea de la muerte, de construir legados, discípulos, instituciones, propiedad intelectual, derechos de autor, etc., la juventud de quienes critican sus productos opera como un verdadero contrapeso simbólico. Todo medio cultural es necrófilo. Por eso la crítica, entendida como política, es juvenilista. Pero el crítico joven, el crítico “sin currículum”, en algún momento deja de ser joven y pasa a tener currículum. La práctica del juicio de valor genera odio, amor y amor-odio, nunca indiferencia, con lo cual es lógico y merecido que esa audacia sea la base de una carrera de crítico, curador, editor, profesor, o cualquier otro tipo de pedagogo. No se trata aquí de que el sistema integre rápidamente al crítico audaz, como si la vieja astucia de la razón hegeliana, que consistiría en servirse de los apasionados y dejar fuera de la historia a los tibios, hubiera sido alguna vez una ley de la naturaleza. La audacia no es provocación, porque la provocación es su contrario: es cálculo, el tipo de cálculo con el que la audacia del crítico vive en dialéctica. Pero la audacia sin cálculo es ciega, así como el cálculo sin audacia es vacío.

La política regresó como militancia, pero también como crítica. Su práctica construye amistad y enemistad, igual que la política. Pero también construye relaciones con los objetos culturales en las que esos objetos no deberían ser pensados como altos o bajos en función de una idea binaria de la cultura, que se les imprime desde arriba de manera idealista y que convierte al crítico en pastor dominical. El problema de cómo divulgar lo alto (bajarlo) o rescatar lo bajo (elevarlo) es un problema de la lógica comercial capitalista. Se entiende perfectamente por qué les quita el sueño a los programadores televisivos que buscan calidad pero penden del rating y a los gerentes de grandes editoriales que podrían perder su puesto por equivocarse buscando un equivalente de Paenza. Pero no se puede hacer de un problema de marketing un problema de la filosofía de la cultura.

La formación en humanidades crea una diferencia cualitativa entre una persona y otra que no es la misma diferencia cuantitativa que crean las ciencias (inclusive las ciencias sociales) y la tecnología. En las utopías revolucionarias de cuño industrial, la ciencia y la técnica son las encargadas de igualar los conocimientos de las personas de un modo que no pueden hacerlo las humanidades. Así lo vieron Cristina Fernández de Kirchner, Marx, Engels, y Bataille (mientras comentaba el Hegel de Kojéve). La relación de la escuela técnica actual — restaurada por Néstor Kirchner— con la escuela-fábrica que preparaba para la Universidad Obrera Nacional en el primer peronismo (la UTN de hoy) es mucho más remota que su relación a ese arquetipo de la Argentina deseada que es Tecnópolis, con el que se entusiasma a niños y adolescentes que tienen su segunda naturaleza en las redes sociales, mientras se busca mejorar sus promedios en matemáticas y ciencias naturales. La escuela técnica (con Tecnópolis como promesa de felicidad) es la otra mitad, la mitad público-estatal, de la nueva pedagogía materialista para la juventud que practica la crítica. El enemigo del kirchnerismo, hoy, es alguien que cerraría Tecnópolis junto con la escuela técnica, sin enterarse siquiera de que el canon peronista puede haber cambiado. Hay que construir un mejor enemigo.

Notas

1. RUBIO, Alejandro, “La literatura argentina es el mal”, en: La garchofa esmeralda, Buenos Aires, Mansalva, 2010, pp. 107-119.

2. BORGES, Jorge Luis, “Dos films”, en: Sur, Buenos Aires, Ario VII, N° 31, abril de 1937; publicado en: Borges en Sur. 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, pp. 189-190.

3. “Rasgo increíble y cierto: no hay una escena cómica en el decurso de este film ejemplar. Ignorar a Sandrini, eludir victoriosamente a Pepe Arias, disuadir a Catita, son tres formas de la felicidad que nuestros directores no habían acometido hasta ahora. Claro está que estos méritos negativos no son los únicos”. Cfr. BORGES, Jorge Luis, “Prisioneros de la tierra”, en: Sur, Buenos Aires, Ario IX, N° 60, septiembre de 1939 (publicado en: Borges en Sur. 1931-1980, op. cit., pp. 197-198).

4. SELCI, Damián, Canción de la desconfianza, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 93.

5. Ídem, pp. 23-24.

6. Ídem, pp. 35-36.

7. Ídem, p. 54.

8. ‘Martín Rodríguez se refiere, con este juicio, al nombramiento de Martín Sabatella en el AFSCA: “respondiendo a su vieja impronta bolchevique que aplicará en el AFSCA, a la zoncera que dice que el progresismo es tibio, se le responderá: no es tibio, es frío”. Cfr. RODRÍGUEZ, Martín, “Balance de la semana en 4″, Ni a palos, Suplemento joven de Miradas al Sur, Buenos Aires, Ario 2, N° 182, domingo 7 de octubre de 2012, p. 8 (Ver el artículo en su blog: revolucion-tinta-limon.blogspot.com.ar).

9. SELCI, Damián, Canción de la desconfianza, op. cit., pp. 65-66.

10. Ídem, pp. 84-85.

11. GRADIN, Carlos, IGLESIAS, Claudio, SELCI, Damián, “Editorial”, en: Planta. 2007-2011. Antología de ensayos críticos sobre arte, literatura, política y tecnología, publicados en los primeros cuatro arios de la revista, con colaboraciones de Pablo Accinelli, Tomás Aguerre, Martín Baigorria, Verónica Gómez, Carlos Gradin, Claudio Iglesias, Violeta Kesselman, Ana Mazzoni, Diego Sánchez, Damián Selci, Fernando Sucari, Paula Torricella, Mariano Vilar, Nicolás Vilela y 10 ilustraciones de Leandro Tartaglia, febrero de 2012, número especial, p. 6.

12. KESSELMAN, Violeta, “`Menemato’ e idealismo”, en: Planta 16, marzo de 2011.

13. GRADIN, Carlos, IGLESIAS, Claudio, SELCI, Damián, “Editorial”, en: Planta. 2007- 2011. Antología de ensayos críticos sobre arte, literatura, política y tecnología, op. cit., p. 7.


Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/26979#more-26979

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