viernes, 22 de marzo de 2013

Esperamos de esperar y esperamos de esperanza

Los cristales de la ficción

Nº 327 | Lecturas | 26/2/13 | 9 comentarios


Por Pablo De Santis

De SantisPabloEste artículo fue publicado originalmente en el suplemento ADN Cultura del diario La Nación (Buenos Aires, viernes 28 de septiembre de 2012). Imaginaria agradece a su autor y a Verónica Chiaravalli, directora de ADN Cultura, la autorización y facilidades proporcionadas para publicar este texto.



Leemos porque esperamos. El verbo esperar tiene dos sentidos en español (que en otros idiomas exigen palabras diferentes): aguardar algo concreto y a la vez tener esperanza, desear algo que no sabemos si va a ocurrir. La literatura participa de los dos sentidos del verbo esperar: esperamos algo concreto de un libro (si es un libro de historia, hechos verdaderos; si es una novela policial, el crimen) pero a la vez esperamos algo nuevo y brumoso, algo que no sabemos, que todavía no nos han contado. No leemos libros sin expectativa, y los géneros (el policial, la literatura fantástica, la ciencia ficción) son inspiración, reglamento y a veces fuga de esa expectativa.

Los géneros nos invitan a prestar mucha atención a algunas cosas del relato y a descuidar otras. Es imprescindible la atención, pero también la distracción. Para conseguir este equilibrio, cada género tiene su propia manera de ver el mundo. Los héroes ven a través de ventanas, de mirillas, de catalejos, de microscopios, de puertas entreabiertas, de lupas. A través de cristales y rendijas descubren en qué clase de mundo están.

En las líneas que siguen hemos jugado a buscar para cada género un artefacto óptico que le sirva de símbolo.

Catalejos y largavistas

El instrumento óptico característico del relato de aventuras es el catalejo. Estamos acostumbrados a que piratas y corsarios tengan un solo ojo: el parche nos recuerda no sólo los peligros pasados, sino la mirada de cíclope que exige el catalejo. Sabemos que el héroe de aventuras nunca está quieto: nada lo define mejor que su capacidad de llegar tan lejos como sea posible. Hay que atravesar mares, desiertos, campos de batalla. Y en esta empresa el catalejo permite ver al enemigo que se acerca, o la meta que hay que alcanzar: una ciudad, una montaña, una isla. Es la promesa de la aventura. En Las minas del rey Salomón, de H. Ridder Haggard, el cazador Allan Quatermain y sus compañeros de viaje ven a lo lejos, más allá del desierto, la montaña que los separa de la mítica región que da título a la novela. Umbopa, el guía, les señala que el viaje es muy largo:

“Sí —replicó sir Henry— es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra que no pueda realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no se pueda hacer, Umbopa. No hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda atravesar si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a salvarla o perderla según ordene la Providencia.”

En las novelas marinas de Emilio Salgari, como el ciclo de Sandokán o El corsario negro, la lectura del horizonte, la detección de los barcos enemigos y la identificación de las banderas se convierten en una parte esencial de la peripecia. Hay que distinguir si es un barco que lleva un valioso cargamento, o si forma parte de una escuadra de naves enemigas, a la caza de piratas. Hay que contar el número de cañones y de hombres, para no llevarse una sorpresa en el momento del ataque. Pero la marea es cambiante y las novelas de mar también: cuando el lector abandona las ficciones serenas de Salgari y llega a Joseph Conrad (que fue marino de verdad), esta extrema visibilidad se convierte en oscuridad, en neblina, en ceguera. El capitán de El socio secreto esconde en su camarote a un prófugo que se le apareció de repente en medio de la noche y que nadie ha visto llegar; el capitán de Con la soga al cuello debe alcanzar un puerto mientras esconde a los demás su progresiva ceguera. Marlow, protagonista de El corazón de las tinieblas, se asoma a la borda del vapor que lo lleva río arriba sin ver nada a su alrededor:

“El resto del mundo no estaba en parte alguna por lo que a nuestros ojos y oídos se refería. En parte alguna. Se había esfumado, desaparecido; había sido borrado sin dejar atrás ni un susurro ni una sombra.”

La aventura ya es oficio de tinieblas.

Detrás de un vidrio empañado

La literatura fantástica tiene un modo de mirar completamente distinto al de la novela de aventuras. En lugar de ocuparse de lo que está lejos, se asoma a lo más próximo y se esmera por verlo de un modo distorsionado, nebuloso. Los héroes de aventuras son en general hombres solos, que no tienen familia o que la han dejado atrás: en los cuentos fantásticos, en cambio, siempre es el ambiente familiar lo que es trastornado por la aparición o el prodigio.

Este género ve el mundo a través de vidrios empañados, rendijas, ojos de cerradura, puertas entreabiertas. Hay una obsesión con el umbral: los marcos de puertas y ventanas, esos objetos tan domésticos, pueden ser un paso hacia el pasado, o el sueño, o el país de los muertos. La literatura fantástica siempre se apropió de miedos muy antiguos: los umbrales han sido objeto de reverencia y temor en muchas culturas, y la costumbre de decorarlos con ajos o muérdago, que todavía pervive, es un resabio de antiguas creencias.

En la novela corta La puerta abierta, de Margaret Oliphant, todo lo que ha quedado de una construcción es un umbral, sin paredes ni puerta, y a través de ese umbral resuena de noche la voz del fantasma, que pide que lo dejen entrar. El narrador, vecino de la ruina encantada, nos cuenta:

“La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada —una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente, y sus cerrojos echados— ahora vacía también de todo significado.”

Los fantasmas, presencias emblemáticas del género, no aceptan la visión directa. Siempre están en el cuarto vecino, o en el piso de arriba, o en la oscuridad, o reflejados en un espejo, o detrás de una ventana. Viven en la brecha que se abre entre la sospecha y la certeza. Los espectros están destinados a verbos como asomar o aparecer. Nunca entran, nunca están del todo: aparecen, se asoman.

H. P. Lovecraft fundió de una manera completamente singular la ciencia ficción con el horror en cuentos y novelas que en general transcurren en tenebrosas regiones de su invención, como Arkham, Innsmouth o Dunwich. En sus historias los umbrales ya no son la puerta de entrada de los muertos, sino de criaturas horrendas que alguna vez, hace millones de años, dominaron la tierra, y que intentan volver a conquistarla. Ventanas, puertas, torres o pozos sirven de umbral a esta mitología pródiga en ojos y tentáculos. Como en los cuentos de fantasmas, la enorme casona es el teatro donde el pasado revela que sigue presente, que hay un asunto sin resolver. Pero en la obra de Lovecraft el pasado se mide en eones y lo no resuelto es el destino de unos dioses terribles.

Espejos y fantasmagorías

En su brillante ensayo La fantasmagoría, el crítico francés Max Milner se ocupó de ver cómo en el siglo XIX los avances de la óptica tuvieron una gran influencia en la literatura fantástica. Era la época de la fantasmagoría, la linterna mágica (juguetes que son la prehistoria del cine), la magia catóptrica (trucos de magia con espejos): invenciones que eran a la vez ciencia y espectáculo. La víctima de tales inventos era el ojo humano, al que había que engañar con mujeres aserradas, espectros y bailes de esqueletos.

En las tres últimas décadas del siglo XIX abundaron en los teatros de Buenos Aires las visitas de grandes magos que acostumbraban a hacer trucos con espejos y más adelante con electricidad (como amablemente nos recuerda la Historia de la magia y el ilusionismo en la Argentina, de Mauro A. Fernández). Si aceptamos la hipótesis de Milner, es probable que estos ilusionistas dejaran su impronta en la obra de Eduardo Holmberg y de Leopoldo Lugones, que fue además un gran interesado en el ocultismo. Estos autores iniciaron la tradición del cuento fantástico argentino, luego llevada a la excelencia por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar. En todos ellos la visión turbia ocupa un lugar fundamental en relación con lo sobrenatural. Por ejemplo, en “Las puertas del cielo”, de Julio Cortázar, es un salón de tango el que sirve de umbral para el fantasma de una mujer, a la que el narrador ve a través del humo que distorsiona todo. El ambiente es vulgar y es prodigioso; es el infierno y es el paraíso.

El mismo contraste entre la experiencia única y el marco trivial que la degrada está en el cuento “El Aleph”, de Borges. En un sótano de una casa de la calle Garay, custodiado por el temible poeta Carlos Argentino Daneri, se esconde el instrumento óptico más singular de la literatura: ese punto donde se pueden ver todos los puntos de la Tierra al mismo tiempo. ¿Pero conduce a alguna clase de felicidad ese prodigio? ¿Sirve de algo ver todo? El Borges del cuento ve lo que hubiera preferido no ver y lee lo que hubiera preferido no leer: las cartas de su amada Beatriz. Si la novela de aventuras nos dice: “Mira lejos” y el cuento policial “Mira atentamente”, el mandamiento visual del cuento fantástico es: “No mires”.

Microscopios y telescopios

La ciencia ficción depende quizás más que ningún otro género de los instrumentos ópticos: los microscopios y los telescopios. Científicos y comandantes de naves espaciales miran por telescopios y pantallas los lejanos lugares que habrán de visitar, o los peligros que se acercan a la Tierra. Lo que ahora es un punto en una pantalla mañana puede ser una catástrofe. En la ciencia ficción las distancias ya no son las mismas que las del relato de aventuras, pero idéntico es el deber del héroe: viajar.

A la ciencia ficción también le toca explorar lo mínimo, y por eso sus científicos cuentan con microscopios en abundancia. En el cuento “La lente de diamante” del irlandés Fitz James O’Brien (precursor de la ciencia ficción que murió durante la guerra civil norteamericana), un estudiante consigue un cristal prodigioso, y con él descubre un mundo en miniatura. En El hombre menguante, de Richard Matheson, un hombre común empequeñece día a día hasta habitar una casa de muñecas y ver convertidos en peligros mortales al gato de la casa y a una araña (escenas inolvidables en la película de Jack Arnold, que tantas veces pasaron por televisión los sábados a la tarde en Cine de Super Acción). Al final, cuando parece que ha llegado a la extinción, el mínimo héroe entra en el mundo de los átomos: tiene ante sí un nuevo universo por explorar.

La lupa eterna

El instrumento que corresponde al género policial es, por supuesto, la lupa. En realidad ni siquiera es indispensable que aparezca la lupa: lo que nos importa es el ojo del detective, fijo sobre los detalles que los otros pasan por alto, sobre las cosas minúsculas que los héroes de aventura hubieran ignorado.

En el relato “El paciente residente”, Sherlock Holmes explica una compleja escena de asesinato, y Watson reflexiona:

“Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habernoslos indicado, apenas podíamos seguir sus razonamientos.”

Hasta que apareció el género policial, la narración de aventuras fue, en esencia, la relación de un viaje. Contar un cuento era contar cómo se recorrían las distancias. Pero a fines del siglo XIX el relato policial da origen a otra clase de peripecias. Los relatos policiales, nacidos para ser leídos en los trenes, han odiado siempre los viajes, a los que ven como una incomodidad narrativa (salvo cuando el crimen ocurre en un tren, en el Orient Express, por ejemplo, o en un trasatlántico, y entonces el transporte mismo se convierte en el lugar cerrado que necesita la trama). La literatura policial prefiere al héroe quieto y al lector en movimiento.

El detective es ante todo un héroe inmóvil. Sherlock Holmes y el doctor Watson se aburren mientras esperan que alguien golpee a la puerta y el crimen los arranque de su tedio. Lo mismo le ocurre al detective de la novela negra. El escritorio desordenado, la oficina sucia y la botella de bourbon mantienen su encanto, porque una parte de la aventura es la espera de la aventura.

El escenario clásico del crimen —el cuarto cerrado— es el teatro ideal para que el detective ponga a prueba su habilidad visual: los detalles que para otros son irrelevantes para él son los signos que conducen a la verdad. La mirada del detective no sólo hace grande lo pequeño, como la lupa, sino que convierte lo habitual en excepcional. Hay que mirar todo como si se lo viera por primera vez.

Uno de los atractivos perennes del relato policial es que hace del detective un lector. De todos los instrumentos ópticos que despliegan los géneros, la lupa es el único que es un instrumento de lectura. El detective es un lector que va unos pasos delante; recibe los fragmentos de la historia escondida al mismo tiempo que nosotros, pero se nos adelanta a leer. Lo que para nosotros, lectores comunes, son pedazos de la realidad sin unidad aparente, son para el investigador fragmentos de un todo. Hay una especie de pedagogía siempre incompleta: Sherlock Holmes le enseña a Watson, y Watson (“que fue su evangelista / y que de sus milagros ha dejado la lista”, escribe Borges), a nosotros. Pero en el próximo cuento volvemos, como el amable médico, a nuestra primitiva ignorancia. Nacido a mediados del siglo XIX, cuando la educación ya llega a todas las capas sociales y los periódicos reúnen, en el recuerdo de un día, los hechos del mundo, el género policial nos invita al juego de no saber, a la ensayada ignorancia, al placer de no ver lo que estaba delante de nuestros ojos. En la vida real equivocarse puede ser terrible; en la vida leída, en cambio, el error siempre tiene su encanto. Quien no se equivoca no conoce la sorpresa, y la lectura es el juego del asombro.

La tradición les ha destinado a los traductores, y de algún modo a los intelectuales en general, un patrono perfecto: san Jerónimo. Fue el primer traductor de la Biblia, y en las pinturas aparece encerrado con sus libros y con un león al que ha domesticado (Italo Calvino escribió unas páginas muy lindas sobre la oposición entre san Jorge, el héroe exterior, y san Jerónimo, el héroe interior). Pero el género policial ha convertido a Sherlock Holmes y a Auguste Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, en patrones laicos de la lectura. Tienen una cosa en común con san Jerónimo: en lugar de viajar prefieren los cuartos cerrados. Aunque a los detectives les falta el león, tienen como reemplazo un cadáver, que los ayuda a recordar los peligros del mundo. En estos encierros Holmes y Dupin nos enseñan a leer: hay que buscar con lupa las cosas escondidas y leer en los márgenes, y no en el centro de la página, el texto verdadero.


Tomado de http://www.imaginaria.com.ar/2013/02/los-cristales-de-la-ficcion/

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