lunes, 28 de enero de 2013

Un monstruo que es al arte lo que al fanático la fe


El monstruo Nothomb
Por Juan Manuel Candal

Publicado el 16 agosto, 2012 por Juan Manuel Candal

Si bien hay algo de verdad en que Amélie Nothomb ha logrado transformarse en una figura estelar que trasciende su obra literaria en tanto fotos o retratos suyos aparecen en casi todas las tapas de sus libros, también puede pensarse que la autora (nacida en Japón, pero belga por ascendencia familiar y francesa por elección personal) ha logrado generar un corpus literario que va más allá del mero intento de construir relatos.

Una forma de vida, Amélie Nothomb
Anagrama, 2012, 152 págs.



«El monstruo Nothomb»

Algunas cuestiones relativas a Amélie Nothomb: escribe cerca de cuatro novelas por año, pero sólo publica una; debido a este procedimiento, acumula más de setenta manuscritos inéditos en su casa (el día en que la autora deje este mundo, de no haberlos quemado antes, los editores tendrán como nunca un botín que saquear y exprimir). En Francia, suele publicar en septiembre. Sus seguidores esperan la fecha casi como un ritual. Sus detractores la acusan de ser una máquina comercial impulsada por la industria y la publicidad: una estrella del campo literario.

Si bien hay algo de verdad en que Amélie Nothomb ha logrado transformarse en una figura estelar que trasciende su obra literaria desde el momento en que fotos o retratos suyos aparecen en casi todas las tapas de sus libros —además de muchas veces ser la protagonista o un personaje ficticio dentro del mismo—, también puede pensarse que la autora (nacida en Japón, pero belga por ascendencia familiar y francesa por elección personal) ha logrado generar un corpus literario que va más allá del mero intento de construir relatos. Todas sus novelas, dispares en sus resultados, parecen alimentarse las unas de las otras, como si estuvieran destinadas a ser partes de un obras completas futuro en el que cada libro no sea más que un breve capítulo más de lo que, en definitiva, será un monstruo literario espejo de la autora —del mismo modo en que la obra pictórica de Frida Kahlo supone un mapa íntimo de la artista plástica—.

«Detrás de toda obra se esconde una pretensión enorme, la de exponer tu visión del mundo. Si semejante arrogancia no se compensa con la angustia de la duda, el resultado en un monstruo que es al arte lo que el fanático a la fe.» dice Amélie Nothomb en Una forma de vida (pp. 74). Un soldado norteamericano le escribe desde Irak. La ha elegido, porque, según entiende Melvin Mapple, ella es la única persona que podrá entenderlo. Pero más tarde le aclara que, más allá de haber leído las traducciones de varios de sus libros, lo que le ha llevado a escribirle es que ha leído en la prensa que ella siempre contesta las cartas de sus corresponsales, y que si él puede contarle su historia a la escritora, entonces también existirá por fuera de su realidad, será parte de la imaginación de otra persona.

Así comienza Una forma de vida. Como suele suceder con las novelas de la autora de Estupor y temblores, la prosa va directo al punto. Sus ejes son la acción y la digresión. Nothomb no desperdicia ni una sola frase describiendo algo que no necesite ser descrito. Por eso también sus mejores títulos —Viaje de invierno, Ordeno y mando, Diario de golondrina, entre otros— tanto como los menos logrados —Diccionario de nombres propios, Antichrista, Ácido sulfúrico— se leen con una agilidad pasmosa. Y sin embargo, no es la prosa del bestseller de consumo rápido, sino más bien un estilo rabioso, sin contemplaciones respecto a lo que la autora considera irrelevante. La fuerza de su prosa implica al lector de manera hipnótica, y desde ese momento, casi todo juicio crítico queda suspendido. Por eso los críticos o la aman o la odian.

En Una forma de vida, el intercambio epistolar entre Melvin y Nothomb ocupa casi la novela entera (si bien tiene un final totalmente delirante que hará las delicias de sus seguidores). El soldado norteamericano tiene una historia que contar: ingresó al ejército porque vivía en las calle, pasando hambre y apenas sobreviviendo al frío. Le habían asegurado comida y un techo en la milicia norteamericana y desde entonces recuperó su peso normal. Pero al poco tiempo comenzó la invasión a Irak (la autora no se priva de hacer algunos comentarios mordaces aquí que incluyen a Bush, Obama y hasta a Sarkozy) y Melvin partió hacia el frente, donde se cometieron todo tipo de aberraciones que tampoco son narradas más que elípticamente. Más interesante resulta saber que el soldado ha ido aumentando de peso a tal punto que calcula que pronto rozará los 200 kilos. Cuenta que en la época de Vietnam tenían el opio. Pero estamos en el siglo XXI y del país con más tendencia a la obesidad en el mundo, lo que tienen para consumir de modo adictivo es la comida. Engordan como modo de pagar sus culpas, como consuelo ante la desolación, como manera de asimilar el horror. Melvin llega incluso a contar que dado que ya tiene el peso de una persona extra en su cuerpo, por las noches a veces abraza su propia carne, su propia grasa, y finge que es una mujer iraquí que duerme junto a él. Una mujer que vale por todas las mujeres que han muerto de forma espantosa durante la estadía de las fuerzas norteamericanas en suelo ajeno.

Nothomb, la narradora que se escribe con el soldado, se conmueve ante este relato y empieza a entrar en la espiral descendente de esta psiquis dañada y dolida. Su fina ironía no deja de comparar el mal americano de la obesidad con el hambre que sufrió ella incluso en su juventud, las construcciones culturales («Podría parecer que en los USA la mentira sea el mal por excelencia, si puedo expresarlo así. Sin duda soy muy europea: la mentira sólo me ofusca si perjudica a alguien»), los modos de construir la repulsión a uno mismo e incluso el modo de invadir la vida de otro, porque más allá de la fascinación que el intercambio le supone, la escritora comprende que Melvin está invadiendo su vida desde la primera carta, y que como muchos otros, espera de ella una cantidad de cosas, entre otras, existir para ella, lo cual supone también transformarla en un satélite de la historia del obeso soldado.

Cuando creemos que la historia está más o menos planteada, la cuestión toma algunos giros inesperados y la novela empieza a mostrar sus cartas. Para alegría de todos, lo primero que muestra es una suerte de carta de intención: Nothomb no va a entrar en el terreno fácil de transformar la historia de Melvin en la novela que estamos leyendo. Hay otros ángulos retorcidos que revelar y en ellos anidará la segunda mitad de la historia.

Para seguidores y detractores, este es otro libro de la autora en su mejor forma. Cuesta decir si supera al anterior, Viaje de invierno, pero de cualquier manera es una lectura inteligente de una prosa destacable con un estilo contundente que no es para todos los gustos. Desborda inteligencia y precisión, y también ese narcisismo tan propio de la materia prima desde la cual escribe Amélie Nothomb. De semejante caldo siguen produciéndose libros que auguran una cercanía cada vez más palpable a lo que, en algún momento, será su obra maestra definitiva.


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