lunes, 21 de enero de 2013

Ningún discurso homogéneo causa inquietud

sobre la agitacion del discurso

Tres ideas de lo inquietante

¿Cómo podría ser una novela inquietante?, se pregunta el autor de esta nota. Tal vez bastante parecida a “Auschwitz”, de Gustavo Nielsen, arriesga. Y profundiza: “Cuando una novela busca sobresaltarme, el pragmático que llevo en el bolsillo pregunta: ¿qué tal maneja el lenguaje de la razón, el lenguaje de quienes tienen alguna posibilidad real de tomar el poder?”.

Por Gonzalo Garcés

20/10/12 - 10:19


Una vez Erica Jong dijo algo interesante: si mi novela hubiera sido pura pornografía, afirmó, a nadie habría sobresaltado. Pero que la narradora pudiera desesperarse por una pija y en el siguiente párrafo disertar con autoridad sobre el estilo de Joyce, eso era inaceptable. Corolario: ningún discurso homogéneo causa inquietud, incluso y especialmente la homogeneidad de lo obsceno, lo violento, lo punk. La frase de Jong ayuda a entender, por ejemplo, por qué El fiord nunca fue ni podría ser un texto inquietante: el torrente de sangre y mierda de Lamborghini, por invariable, resulta tan artificial como la novela rosa, la comedia romántica o la novela de detectives. Y las marcas de género, se sabe, tranquilizan: aquí hay un escenario, dicen, allí hay un telón, estos aullidos y estas flagelaciones no son sino una de las coqueterías del arte, no se deben tomar en serio. Por contra, si un discurso es una estructura abierta, que puede cambiar de registro, incorporar tonos inesperados, dejar a veces de cantar y ponerse a hablar, entonces no parece ficción. Y entonces lo que se dice tiene un peso diferente.

Pienso a veces cómo podría ser una novela inquietante. En una versión, la novela se parece bastante a Auschwitz, de Gustavo Nielsen. El protagonista de ese libro, Berto, es nazi. Detesta por igual a los judíos, las mujeres, los discapacitados, los gays. La novela de Nielsen es muy buena y está llena de momentos potentes. Pero en la versión que imagino, la estúpida maldad de Berto se corre, a veces, hacia otros tonos. En la novela original, el episodio central muestra a Berto torturando a una especie de chico alienígena. Ahora imagino este addendum: en la escena siguiente, Berto, sentado en el colectivo, ve subir a una anciana y se hace el distraído; por el resto del día, siente un remordimiento moderado. “Qué me costaba levantarme, pobre vieja, con las piernas doloridas y yo haciendo como que leo el diario”, etc. Cada uno puede encontrar palabras mejores que éstas; se trata de establecer una línea de transmisión entre mi sensibilidad “normal” y el sadismo delirante de la escena de tortura. Esa es una variante posible; en otra, después de la tortura al niño extraterrestre, el narrador adopta de golpe el tono de la objetividad enciclopédica: observa que la palabra tortura deriva del verbo latino torquere (retorcer, curvar) y que los primeros casos registrados de tortura se remontan a la antigua Caldea. “Prefiero padecer a mis miembros retorcidos antes que verme así deshonrado” (Cantar de Gilgamesh). Etcétera. No se me escapa que esta segunda estrategia fue usada por Kurt Vonnegut; la primera, por Shakespeare.

Los dos casos buscan un efecto de seriedad: el tono de quien no se propone sólo chocar sino persuadir, llegar a convertirse en discurso dominante. Cuando le recomendaron a Stalin congraciarse con la iglesia católica, preguntó: “¿El papa cuántas divisiones tiene?”. Cuando una novela busca sobresaltarme, el pragmático que llevo en el bolsillo pregunta: ¿qué tal maneja el lenguaje de la razón, el lenguaje de quienes tienen alguna posibilidad real de tomar el poder? Porque sólo ese lenguaje puede socavar mis certezas. Tal vez trata de esto: hacer que lo delirante o lo odioso llegue hasta el borde mismo de lo razonable, porque entonces la literatura puede revelar los eslabones débiles de mi concepción del mundo. Escribir, por ejemplo:

“Se ha dicho que hacer literatura con la dictadura es imposible, porque el mal inequívoco sólo permite la denuncia inequívoca, no los matices que la ficción necesita. La pregunta es: ¿puede ese mal, en rigor, calificarse de inequívoco? Como señala Giorgio Agamben, la clase media juzga de acuerdo con la moral particular y actúa de acuerdo con la Razón de Estado. En nombre de ésta última apoyó a la dictadura. Y no se equivocó, ya que sus metas se alcanzaron con creces, aunque haya tenido motivos para pretender lo contrario. En el relato convencional, el golpe militar instaló a una dictadura inepta y feroz. La verdad (como suele pasar) es al revés. La verdad es que el gobierno militar fue eficaz y (en términos históricos) relativamente incruento. Su meta era poner al día una estructura socioeconómica atrasada en sesenta años. Ese tipo de reacomodamiento, históricamente, cuesta el sacrificio de cerca del diez por ciento de la población. Que en la Argentina sólo se hayan perdido entre cuatro y cinco mil vidas constituye, dicho sea sin ironía alguna, un logro fulgurante. La entente de empresarios, banqueros y sindicalistas que, hacia 1980, pactó el regreso a la democracia, estimó que, tras la liquidación del vasto sector industrial atrasado, el período de retracción duraría veinte años antes de retomar el crecimiento; en realidad, el país necesitó mucho menos. Fue asimismo una política sostenida por los empresarios cercanos instalar el relato de la dictadura como un sangriento fracaso, para mejor ocultar sus logros, y así preservarlos. Objetivamente, el período de 1976 a 1983 constituye uno de los éxitos más brillantes que registre la historia del país.”


Tomado de Cultura. Diario Perfil.

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