lunes, 26 de noviembre de 2012

El toquido de Etgar Keret

:: Ficción ::
De repente un toquido en la puerta
22-11-2012 | Diego Rabasa, Etgar Keret


El segundo cuento que eligió Diego Rabasa para noviembre es el que le da título al libro De repente un toquido en la puerta del israelí Etgar Keret (Ed. Sexto Piso).

Así presenta el editor de Sexto Piso a Etgar Keret:

De Etgar Keret se pueden conseguir cuatro libros en español: Extrañando a Kissinger, Pizzería Kamikaze y otros relatos, Un hombre sin cabeza y De repente un toquido en la puerta. Para muchos (incluidos lectores extraordinarios como Salman Rushdie que ha dicho en repetidas ocasiones que es el escritor más talentoso que de su generación) es una de las voces más geniales y refrescantes de la literatura contemporánea. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas con mucho éxito tanto en términos de crítica literaria como en ventas.

Lo suyo (lo del autor, claro está), es la minificción. Relatos breves y fulgurantes en los que hace gala de una imaginación desopilante. Recuerdo, así al vuelo, un cuento que trata sobre un pequeño poblado de la antigua URSS en el que había un hueco por el que una vez al año las almas que habitan el infierno podían salir del inframundo, o aquel que da título al libro Pizzería Kamikaze que trata acerca de un lugar al que van todas las personas que se suicidan (harto rockero de cepa por ahí). El relato que se presenta a continuación es el primero de su más reciente libro: De repente un toquido en la puerta. El autor ha dicho que considera que éste es su mejor libro. En el relato un hombre (presumiblemente el autor) se ve asediado por extraños que golpean la puerta de su casa y lo obligan –a punta de pistola, porque en su país el autor asegura que todo hay que hacerlo a punta de pistola– a contarles un cuento. Como todo gran narrador, Keret te habla de muchas cosas al mismo tiempo; muchas cosas que son tangenciales, complementarias a la trama o que incluso la trascienden. Se me ocurren varias con respecto a este relato pero creo que la magia de este autor radica precisamente en que logra inocular un significado diferente y único en la mente de cada uno de los lectores que se acercan a él. Así que me abstengo de comentar la mía para no estropear su lectura.


Por Etgar Keret.

—Cuéntame un cuento —me ordena el hombre con barba que está sentado en el sofá de mi sala.

Reconozco que la situación me resulta bastante incómoda, porque yo escribo cuentos, pero no soy un cuenta cuentos. Y además no lo hago por encargo. La última persona que me pidió que le contara un cuento fue mi hijo, hace un año. Inventé algo sobre un hada y un ratón de campo, ni siquiera recuerdo qué, sólo sé que a los dos minutos ya se había quedado dormido. Mientras que la situación de ahora es absolutamente distinta. Porque mi hijo no tiene barba. Ni pistola. Y porque mi hijo me pidió el cuento, mientras que la intención de este hombre es robármelo.

Procuro explicarle al barbudo que si enfunda la pistola será mucho mejor para él. Para los dos, en realidad. Porque es difícil que se te ocurra un cuento mientras te encañonan la cabeza con una pistola cargada. Pero el tipo insiste.

—En este país —explica—, cuando quieres algo, tienes que exigirlo por la fuerza.

Es un inmigrante judío recién llegado de Suecia. En Suecia la situación es completamente diferente. Allí, cuando se quiere algo, se pide educadamente y, por lo general, te lo dan. Pero en el asfixiante y enrarecido Medio Oriente, eso no es así. A uno le basta con pasar aquí una semana para entender cómo funcionan las cosas. O para ser más exactos, para entender cómo no funcionan. Los palestinos pidieron con muy buenos modales un Estado. ¿Se los dieron? ¡Pura mierda! Mientras que cuando pasaron a hacerse volar por los aires en autobuses cargados de niños, empezaron a escucharlos. Los colonos quisieron que se les enviara a alguien con quien dialogar. ¿Les enviaron a alguien? Otra mierda, eso es lo que les enviaron. Pero en cuanto se pusieron a repartir madrazos y a lanzarles aceite hirviendo a los guardias fronterizos, los estamentos empezaron a querer tomar contacto. Este país sólo entiende el lenguaje de la fuerza y no importa que se trate de un asunto de política, de economía o de un lugar de estacionamiento. Aquí sólo entendemos la fuerza.

Suecia, el lugar desde el que el barbudo ha inmigrado, es un país progresista y avanzado en no pocos campos. Porque Suecia no es sólo ABBA, IKEA y el Premio Nobel. Suecia es todo un mundo de cosas, y lo muchísimo que tienen lo han conseguido exclusivamente por las buenas. En Suecia, si se le hubiera ocurrido ir a casa de la vocalista de Ace of Base y tocar la puerta para pedirle que le cantara una canción, ella le habría preparado una taza de té, habría sacado la guitarra de debajo de la cama y se habría puesto a tocar. Y todo con una sonrisa. ¿Pero aquí? Si no trajera una pistola en la mano seguramente yo lo habría echado a patadas escaleras abajo.

—Mira… —le digo intentando que entre en razón.

—Nada de mira —exclama furioso el barbudo tomando el arma—, o el cuento o un balazo en la cabeza.

Así que comprendo que no tengo alternativa, que el tipo va completamente en serio.

—Hay dos personas sentadas en una habitación —empiezo—, cuando de repente alguien toca la puerta con los nudillos.

El barbudo se yergue. Por un momento creo que el cuento lo ha atrapado. Pero no. Está escuchando otra cosa. Y es que realmente hay alguien tocando la puerta con los nudillos.

—Abre —me dice—, y no intentes nada. Échalo de aquí lo más deprisa posible, porque si no esto va a acabar muy mal.

El joven de la puerta es un encuestador. Quiere hacerme unas cuantas preguntas. Muy cortas. Sobre la elevadísima humedad que hay aquí en verano y cómo ésta afecta a mi estado de ánimo. Le digo que no quiero que me haga la encuesta, pero él, de todos modos, se cuela.

—¿Quién es? —me pregunta, apuntando hacia el barbudo.

—Es mi sobrino, de Suecia —le miento—. Ha venido para enterrar aquí a su padre que ha muerto en un alud de nieve. En estos momentos estábamos mirando el testamento. ¿Serías, pues, tan amable de respetar nuestra intimidad yéndote ahora mismo?

—¡Vamos! —me dice el encuestador, dándome una palmadita en el hombro—, si son cuatro preguntitas de nada. Deja que este buen hombre se pueda ganar el pan. Me pagan por encuesta hecha.

Se desparrama en el sofá con su carpeta. El sueco se sienta a su lado. Yo sigo de pie, intentando parecer convincente.

—Te ruego que te vayas —le digo—, has llegado en mal momento.

—¿Cómo que en mal momento? ¿Porque no soy lo suficientemente blanco? Para los suecos veo que sí dispones de todo el tiempo del mundo, pero para este marroquí que, como soldado recién llegado del frente del Líbano, ha dejado allí la vida, para este don nadie, no tienes ni un triste minuto.

Intento explicarle que eso no es así, que simplemente se le ha ocurrido llegar en un momento delicado para el sueco y para mí. Pero el encuestador se acerca el cañón de su pistola a los labios indicándome que me calle la boca.

—Ya —me dice—, déjate de excusas. Siéntate ahí en el sillón y desembucha.

—¿Que desembuche qué? —le pregunto.

La verdad es que ahora sí estoy nervioso. El sueco también tiene una pistola y aquí se puede llegar a armar un verdadero enfrentamiento entre Oriente y Occidente o algo así, por la diferencia de mentalidad. O hasta quizá resulte que al sueco le dé por enloquecer porque quería el cuento para él solito.

—No intentes engañarme —me amenaza el encuestador—, tengo la mecha corta. Vamos, suelta ya de una vez un cuento.

—Eso —se le une el sueco, con una sorprendente complicidad mientras también me apunta con su arma y yo carraspeo para volver a empezar.

—Tres personas están sentadas en una habitación…

—Y nada de «de repente tocan la puerta con los nudillos» —me advierte el sueco.

El encuestador no entiende a qué se refiere, pero le sigue la corriente.

—Suéltalo ya —exclama—, y sin toquidos en la puerta. Cuéntanos otra cosa. Algo que nos sorprenda.

Callo un momento y tomo aire. Los dos tienen la mirada fijada en mí. ¿Por qué tendré que verme siempre en situaciones como éstas? A Amos Oz o a David Grossman nunca les pasaría algo así. De repente se oyen unos golpecitos en la puerta. La mirada de concentración de los dos se vuelve ahora amenazadora. Yo me encojo de hombros. No tengo nada que ver con eso, ni mi cuento tiene nada que ver con ese toquido en la puerta.

—Deshazte de él —me ordena el encuestador—, sea quien sea, dile que se largue.

Abro la puerta sólo una rendija. Es un repartidor que trae una pizza.

—¿Eres Keret? —me pregunta.

—Sí —le digo—, pero yo no he pedido ninguna pizza.

—Aquí dice Zamenhof 14—insiste, agitando una nota delante de mis narices y metiéndose a la casa.

—Lo dirá —le contesto—, pero yo no he pedido ninguna pizza.

—Una familiar —se empecina él—, mitad piña, mitad anchoas. Está pagada. Con tarjeta. Sólo tienes que darme la propina y me largo volando.

—¿Tú también has venido por el cuento? —le pregunta el sueco.

—¿Qué cuento? —se extraña el repartidor de pizza.

Pero se le nota que miente, porque es muy mal actor.

—Vamos, sácala —le espeta el encuestador—, saca la pistola de una vez.

—No tengo ninguna pistola —confiesa el repartidor, dejando asomar, sin embargo, de debajo de la caja de cartón, un largo cuchillo de carnicero—, pero lo haré picadillo si no se inventa enseguida una buena historia.

Ahora están los tres sentados en el sofá. El sueco a la derecha, a su lado el repartidor y a la izquierda el encuestador.

—Yo así no puedo —les digo—, no se me va a ocurrir ningún cuento si están ahí los tres con la tontería de las armas. Salgan un rato a dar una vuelta y cuando vuelvan veré si les tengo algo preparado.

—Lo que va a hacer el mierda éste es llamar a la policía —le dice el encuestador al sueco—. Cree que nos chupamos el dedo.

—Vamos, échate uno y nos vamos —me suplica el repartidor de pizza—, uno cortito. No seas tacaño, los tiempos que corren son muy malos, entre el desempleo, los atentados y los iraníes. La gente está sedienta de otra cosa. ¿Qué crees que nos ha traído hasta tu casa a unas personas normalitas como nosotros? La desesperación, hombre, la desesperación.

Yo asiento y vuelvo a empezar.

—Cuatro personas están sentadas en un sofá. Hace calor. Se aburren. El aire no funciona. Uno pide un cuento. Los demás le hacen coro…

—Eso no es un cuento —exclama irritado el encuestador—, eso es un informe de la situación, de lo que en este momento está pasando aquí. Precisamente de lo que estamos intentando escapar. No nos recicles la realidad como el camión de la basura. Dale a la imaginación hermano, inventa algo, vamos, lo más increíble posible.

Vuelvo a empezar.

—Un hombre está sentado en una habitación. Está solo. Es escritor. Quiere escribir un cuento. Ha pasado mucho tiempo desde que escribió su último cuento y siente una fuerte añoranza. Echa de menos la sensación de crear algo a partir de algo. Sí, algo a partir de algo. Porque eso de crear algo de la nada es para cuando de verdad se inventa algo. Y eso ni vale la pena ni es gran cosa. Mientras que crear algo a partir de algo quiere decir saber descubrir algo que ya existía todo el tiempo en ti y descubrirlo a través de algo que ha sucedido y que nunca antes había pasado. Finalmente, el hombre decide escribir sobre la situación. No sobre la situación política, ni tampoco sobre la situación social del país. Decide escribir un cuento sobre la situación humana, o mejor dicho, sobre la condición humana tal y como él la está experimentando en ese mismo momento. Pero no se le ocurre nada. Porque la situación humana, tal y como él la está viviendo en ese momento, según parece, no merece ningún cuento. Está a punto de renunciar a la idea cuando de repente…

—Ya te lo he advertido —me interrumpe el sueco—, nada de toquidos en la puerta.

—Es que tiene que ser así —me empeño yo—, sin que toquen la puerta no hay cuento.

—Déjalo —dice el repartidor de pizza suavemente—. Dale un poco de libertad. Si quiere que toquen la puerta, pues que la toquen. ¡Lo que sea, con tal de que nos cuente un cuento de una vez!



Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/26262#more-26262

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