jueves, 12 de julio de 2012

Las literaturas nacionales en aras de una celebrada globalización



Recomendaciones ::
Los acasos
10-07-2012 | Constantino Bértolo, Javier Pascual

El autor de La cena de los notables nos recomienda una novela “que asume y cuestiona su propia tradición y que al hacerlo señala su propia vocación innovadora no impostada ni importada”: Los acasos de Javier Pascual (Ed. Mondadori).

Por Constantino Bértolo.

los acasosI. La senda de los coyoteros muertos

Uno de los ora pro nobis más repetidos de la posmodernidad literaria consistió y consiste en dar por superadas las literaturas nacionales en aras de una celebrada globalización que habría convertido en algo antiguo, decimonónico, costumbrista y provinciano cualquier referencia a una posible pertinencia (o pertenencia) a una nacionalidad literaria concreta. Lo curioso es que las mismas voces que afirmaban no haber creído nunca en las tradiciones literarias nacionales y que te miraban con ese paternalismo tan ufano con que los hijos suelen escuchar la encanecidas palabras de sus padres si uno se atrevía a comentar el beneplácito cultural con el que la posmodernidad pop española importaba referentes con origen, directo o indirecto, en la alta o baja cultura de la inglis metrópoli (Warhol o los Simpson), no mostraban la menor reserva a la hora de hablar de una “literatura norteamericana” de cuya identidad nacional en este caso ( en el que quedan imperialmente excluidas, entre otras, la literatura canadiense y mexicana) no dudan lo más mínimo aun cuando antes hubieran subrayado con comprensiva superioridad la “absurda” pretensión de hablar de “bioquímicas nacionales”. En eso reside el famoso internacionalismo o “cosmoprovincianismo” de las nuevas literaturas en castellano: en un pavoroso miedo a “sonar a pobre”, “gallego” o “sudaca”, en la creencia de que la innovación tecnológica conlleva de manera natural la innovación estética y en la necesidad consiguiente de que la literatura propia suene al ritmo de “my taylor is rich and I read the New Yorker”. De ahí que creyendo huir de todo lo que pueda sonar a costumbrismo buena parte de nuestras postmodernas narrativas no hayan dudado en ofrecerse en sacrificio al costumbrismo de la clase media yanqui que nos depara un Carver, un Updike o un Philip Roth. ¿O es que el costumbrismo de la metrópoli no es costumbrismo? ¿O es que el imperialismo USA no es nacionalismo?

Del imperialismo y sus consecuencias sobre las vidas concretas de los hombres y mujeres se habla, con lenguaje narrativo, en la novela Los acasos del escritor español Javier Pascual cuya lectura hoy quiero compartir. Y si contra algunas de las ilusiones del posmodernismo hemos empezado arremetiendo vaya por delante que muchas de las cualidades que encontramos en la novela de Pascual están relacionadas con algunas de las características y aportaciones que definen en parte la mirada posmoderna, pues no en vano uno de sus ejes narrativos gira en torno a las convulsas pero íntimas relaciones entre la identidad y el descentramiento, entre el plano de la conciencia y el plano de la existencia, planteando lo excéntrico –fuera del centro (la metrópoli entendida como espacio estético superior)– como una consecuencia narrativa y existencial de un “hacerse biografía”, es decir, narración, en el interior de un territorio de frontera que, en palabras que podría haber enunciado Oscar Massota antes que Braidotti, acaban por determinar la condición nómada del superviviente. Una novela posmoderna y española, sociedad al parecer incómoda, en razón a su clara incumbencia –en registro antiheroico– con la literatura de las crónicas y naufragios presente en esa tradición literaria española que Pascual explota para su beneficio al tiempo que delata y denuncia al poner en evidencia el escaso o nulo aprovechamiento por parte en la literatura española de esos territorios de ficción que, más allá de las crónicas del “descubrimiento y conquista”, pudieran haber encontrado materia significativa en los avatares individuales y colectivos que los largos años de dominación sin duda ocasionaron. Extraña laguna de temas y espacios en una literatura siempre tachada de realista. Hablaremos por tanto de una novela que asume y cuestiona su propia tradición y que al hacerlo señala su propia vocación innovadora no impostada ni importada.

Es el año de 1797 cuando, enterado de la muerte de Moisés Mújica y Clavijo, antiguo teniente de Dragones, el Escribano del Regimiento de las Provincias de Tierra Adentro, escribe la correspondiente Escritura Funeral con destino para la madre y hermana del fallecido. El teniente Mújica, nacido en Chihuahua, es hijo de una gaditana de familia castrense casada con un militar destinado en las tierras de Nueva España y que apenas cuenta catorce años de edad cuando el fallecimiento del padre le obliga a retornar junto con su madre y hermana a la ciudad de Cádiz. En tierras de España “Entró –informa el Escribano– en la academia militar con la preferencia de huérfano castrense y sirvió jovencísimo como cadete en el asedio de Gibraltar, donde, al parecer, conoció la tertulia del militar y escritor don José de Cadalso. Volvió a su continente natal poco antes de natividad de 1779. Estuvo tres meses en tránsito en la Nueva Orleans de la recién adquirida por la Corona española Luisiana y después llegó a su tierra natal de las Provincias de Tierra Adentro. De aquello que a partir de entonces aconteció, creo poder dar testimonio según he podido saber y a eso me encomiendo”.

Para la redacción de la Escritura Funeral el escribano utiliza como material casi exclusivo los legajos que un indio, asentado en la vecindad del difunto, le aporta y entre los que encuentra y recoge para llevar a cabo su burocrática tarea distintos escritos y documentos salidos de la mano del antiguo teniente así como una abundante cifra de cartas dirigidas por éste a su hermana Flora residente en la península ibérica. Nos encontraríamos así al inicio de la historia con la típica, simple y recurrente estructura narrativa del manuscrito encontrado si no fuera porque esta tópica se va a ver alterada de manera radical por la perturbadora información –perturbadora en cuanto que afecta al código de lectura– que el escribano nos ofrece justamente antes de que dé paso a la correspondencia del ya difunto protagonista: “en pocos día elaboré la Escritura Funeral que envié a la familia del muerte en Cádiz. Cuando, unos meses más tarde, me fue devuelta por la madre como un falso testimonio de un falso hijo, quedé sumido en una gran perplejidad. No tengo más remedio que admitir que he sido víctima de una estafa. Sin embargo, tras meditarlo cuidadosamente, he concluido que asistir a esta falsificación ha supuesto un privilegio. Pues que paradoja, quisiera someterla al juicio de los lectores”.

Escribe por consiguiente el escribano llevado, dice, por la curiosidad de comprobar si el hecho de ser engañado por lo que alguien ha escrito puede llegar a ser un privilegio. Razón la suya bien curiosa mientras que por mi parte he de confesarles que si escribo este comentario es por la oportunidad ya mencionada de compartir la lectura de esta singular novela cuya publicación, aún no pasando inadvertida del todo por la crítica española, no ha merecido la atención que habría que reclamar de la cultura de un país con la tradición imperialista que España lleva a sus espaldas (por no hablar de los intentos actuales de neocolonización empresarial) una novela que aborda sucesos, masacres y derrotas poco presentes en la memoria colectiva y cuya lectura bien podría dar ocasión para establecer puntos de encuentro (y desencuentro) con culturas que tengan raíces todavía vivas en el escenario de pasado colonial hispano. En función de ese deseo de compartir experiencia de lectura ruego disculpen la osadía que siempre implica encarecer lecturas a quien no las demanda expresamente. Todos sabemos la dificultad que supone atreverse a recomendar la lectura de un determinado libro aun en el caso de que uno pueda tener cierto conocimiento de los gustos e intereses de los destinatarios a los que se va a dirigir el encomio y máxime si, como es el caso, este conocimiento no deja de ser un mero supuesto por mucho que el anfitrión, Eterna Cadencia, sea ya en sí una señal de buen criterio literario. En cierta forma hablar bien de lo que a uno le gusta no deja de ser un gesto exhibicionista y algo sonrojante, pero, aunque así no fuere, he de confesar que a estas alturas de mi vida poco o nada me fío de mi gusto y no siempre o casi nunca mi gusto coincide con mis intereses literarios. No creo que el gusto personal sea buena piedra de toque ni para la crítica ni para la alabanza. Hay libros que me gustan pero que nada me interesan y libros que aun interesándome mucho poco me gustan y, solo muy excepcionalmente –y Los acasos son una excepción– en pocos libros encuentran armonía gusto y criterio. No voy tampoco a aburrirles contando los hechos y sucesos que en el libro se entraman y argumentan por más que por su rareza y buena representación constituyan uno de los innegables atractivos de la novela. Si tenemos en cuenta que la novela transcurre en los años finales del siglo XVIII en los territorios de lo que por entonces era el virreinato de la Nueva España que hoy se reparten entre México y los estados de Arizona y Nuevo México, y si consideramos que su materia narrativa más primaria tiene como centro las luchas de las guarniciones imperiales contra los levantamientos y sangrientas escaramuzas de los apaches mescaleros, se entenderá que es fácil caer en la tentación de comparar a nuestro buen teniente Mújica con John Wayne y a los acontecimientos militares que se nos relatan con las “heroicas hazañas” del peliculero Séptimo de caballería. Y no, no estamos ante una película del Far West a la española ni estamos tampoco ante el testimonio de perfil interesadamente político que Lucio V. Mansilla plasma al escribir Una excursión a los indios ranqueles. No aspiramos tampoco a hacer un análisis exhaustivo de la novela. Para tratar de despertar su deseo o curiosidad nos limitaremos en lo posible a comentar solamente algunos de los aspectos literarios que se encuentran en sus dos primeras páginas.



II. Las autoridades narrativas

Cada novela construye su propio código de lectura, traza una estrategia y una táctica, elabora un campo de lectura en función de los posibles movimientos y horizontes que el lector, vía expectativas, pueda o desee realizar. Es en esa toma de decisiones que abarca desde la composición global hasta la determinación de la voz o voces narrativas donde la autoría, como “autoritas” que en definitiva es, se hace más claramente manifiesta y por consiguiente más arriesgada, pues no en vano es en esas zonas donde la novela –que no deja de ser una oferta, un ofrecimiento– se juega su aceptación. El misterio como recurso para la creación o reforzamiento de expectativas es tan usual que bien podría a afirmarse que el misterio se constituye como esa presencia sustancial de lo narrativo que a lo largo de la historia literaria va a aflorar, ya en clave de suspense, ya de intriga, entendiendo una y otra variante como dos tácticas bien diferentes pues si en el suspense la lectura queda encaminada hacia el logro de una respuesta apropiada a la pregunta del qué va a pasar, en la intriga esa meta lejana se corporiza en un continuum narrativo que en cada momento se ve obligado a tratar de responder a la cuestión menos finalista y más estructural del qué está pasando. Misterio en ambos casos pero con un uso del tempo narrativo radicalmente diferente y cuya elección determina en buena parte la naturaleza y alcance de “aquello que la novela cuenta a través de lo que cuenta”.

Al introducir, vía enunciado del escribano, el misterio que pueda subyacer detrás de esa filiación negada, –me fue devuelta por la madre como un falso testimonio de un falso hijo– es innegable que la novela de Javier Pascual apuesta por la construcción de un eje de suspense que solo la lectura ad futurum podrá resolver. Un procedimiento que precisamente por la abundancia de su uso en la historia de la literatura poca o ninguna ayuda nos ofrece , al menos en principio, de cara a la estimación de ese grado de especificidad que, a mi entender y en base a aquella interpretación de la poética aristotélica que asienta el juicio en la distinción entre género y diferencia específica, determina en buena parte la valoración estrictamente literaria de una obra literaria al permitirnos jerarquizar su valor en función de esa “diferencia” que cada obra aporte. Poco mérito literario por tanto sumaría este recurrir al enigma nada más iniciarse la narración si no entendiésemos que el objetivo prioritario de su utilización no va tanto encaminado a la creación de ese eje de suspense como a incrementar, mediante la maniobra de distracción que el suspense representa, la credibilidad de ese escribano que aparentemente nos muestra sin trampa ni cartón todas sus cartas alejando así, como el prestidigitador que muestra la mano y esconde trampa, cualquier sospecha sobre sus intenciones al reclamar para si el mero papel de profesional sin interés personal concreto y al desviar las posibles desconfianzas hacia ese otro narrador, el difunto, que ¡Oh misterio! al parecer no era el hijo ni el hermano de quien decía ser. Una maniobra que pone en evidencia que la autoría sabe bien que la batalla narrativa que toda novela propone se va a jugar en ese contexto actual que no por casualidad llamamos “cultura de la sospecha”. Además y por si la estrategia elegida no fuera muestra suficiente de su buen hacer narrativo, en esas dos primeras páginas de apertura también nos pone delante del juego de sombras chinescas que las siluetas de cada figura autorial: autor, escribano y difunto trazan a la hora de presentar y esconder los motivos y causas de su escribir. Una novela que hoy no responda, implícita o explícitamente, a la pregunta de por qué escribir (que a su vez incorpora la pregunta de por qué querer que lo escrito se haga público) no es cabalmente una novela de hoy. Y no parece casual que la novela se abra con una cita del indio Cochise sumamente significativa: “Si la palabra de un hombre no es de fiar, ¿de qué valdrá su escritura?”.



III. La metrópoli, el bastardo y el salvaje

En Los acasos las preguntas y las respuestas son no solo un ejemplo de ese ingrediente metaliterario del que hoy tanto se abusa sino parte sustancial de lo que la novela “argumenta”, es decir, discute, enjuicia y sentencia a través de las deposiciones de, al menos, tres voces narrativas. Un escribano bien adaptado a la colonia que se siente obligado a someter la historia al juicio de los lectores: “Una vez que hube completado la lectura de los legajos, quedáronme algunas dudas pero, sin tiempo ni gana de resolverlas, me entregué a mi obligación”. Un difunto, hijo bastardo de no se sabe quién, que en una de sus primeras cartas a esa hermana que vive en la metrópoli y que nunca sabremos si existió o fue invención necesaria, confiesa que “Si no existieras tendría que imaginarte. Es como si las cosas que veo estuvieran metidas en una botella cerrada que no se abre hasta que yo te las cuento; como si no sucedieran sino en el momento en que tú sales de ellas; como si el mundo sucediera entre tú y yo y sólo cuando tú y yo nos hablamos. Por tanto, si prescindiera de ti sería como esos animales que ven y oyen pero no entienden”. Y un autor ex maquina, Javier Pascual sin duda, alias del escritor Javier Pascual, que a lo largo del desarrollo de la novela va tratar de disfrazar todas y cada una de estas autorías transfigurando su “autoritas” en simple estrategia de supervivencia de aquellos –los apaches mescaleros– a los que la imperial narración pretende condenar al silencio y al exterminio:“Cuando esa tarde abandone la escribanía, el indio seguía agachado en el suelo junto a las acémilas del correo, calentándose en la luz última de Chihuahua. Tapaba su boca porque estaba tosiendo y me siguió con la vista hasta que salí por la poterna”.

Tres voces narrativas que a lo largo de la novela más que solaparse parecen querer ignorarse para evitar que sus diferentes destinatarios: la metrópoli, las provincias de tierra adentro, los apaches expoliados, se contaminen y con-fusionen hasta constituir un identidad única. No hay aquí ninguna síntesis hispana, ninguna cultura común en marcha ni se trata de resolver misterio alguno porque no existe misterio sino una historia de la Historia que a su vez cuenta la necesidad de ser contada, es decir, de ser escuchada: “Acaso toda esta sostenida impostura monta sólo lo que una cantinela de amor, lo que un homenaje, lo que un largo y oscuro circunloquio, un acto falso, una actuación”.


Tomado del blog de Eterna Cadencia.

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