domingo, 3 de junio de 2012

Falco por Lamberti


A lo mejor son sólo cosas que pasaron
01-06-2012 |


Por Luciano Lamberti.




No es un libro para regalar en el día del padre, o en las bodas de plata de los abuelos. No es un libro para el bondi. Si alguien lo lee en el bondi, apuesto mi colección de insectos disecados a que después de un par de páginas va a sentirse incómodo, a moverse en el asiento y a mirar alrededor con un aire de culpa secreta para comprobar que nadie esté espiando sobre su hombro.

Y a la vez, aunque parezca una contradicción, es un libro tierno, lleno de luz, de momentos de placer visual, de pacíficas tardes de campo, de escenas poéticas.

Y puede ser las dos cosas porque es un libro sobre la infancia, el lugar donde conviven la belleza y el espanto. Un libro sobre cómo crecemos, o sobre cómo empezamos a sospechar que algo anda irremediablemente mal con el mundo. Es decir: cómo pasamos de la inocencia a la experiencia, o del bien al mal. Mucho se escribió sobre el tema (mis favoritos: “La isla del tesoro”, de Stevenson, “El señor de las moscas” de Golding) pero ninguno de esos libros es como éste.

Primero porque es un libro argentino, en el sentido Isabel Sarli de la palabra. Groncho, mersa, peronista, argentino. Uno se ríe leyendo, incluso cuando la situación es dramática o patética o triste o graciosa y triste a la vez (la mayoría).

Segundo porque es un libro donde la sexualidad, el despertar de la sexualidad, está narrado sin moralina ni escándalos, con la misma naturalidad con la que se narra la preparación de una comida.

Y tercero, but not least, a diferencia de las clásicas historias de iniciación, ésta no brinda ninguna puerta de escape, ningún sentido posible del que sostenerse, ninguna enseñanza, nada. No hay un “Ese día aprendí…”.

Al final de un capítulo de Los Simpsons, Lisa pregunta qué sentido tienen las aventuras que acaban de tener. “A lo mejor son sólo cosas que pasaron”, le responde Homero. A lo mejor, decimos al final del libro, son sólo cosas que pasaron.

Pero también son cosas que dejan, con una precisión quirúrgica, marcas en el cuerpo, cicatrices. Las cicatrices de la infancia -o del abandono de la infancia- son las que más duran. Son sólo cosas que pasaron, pero no vamos a olvidarlas.

Al terminar, cada uno tendrá su escena preferida. La mía está entre el camino secreto del protagonista para ir al colegio (la idea misma de un camino secreto trazado por el hábito de un niño me pone la piel de gallina), las tardes en el río y la red de cañerías en el techo del hospital.

Pero como dije, es un libro peligroso, así que a leerlo con guantes y antiparras.


Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/23045#more-23045

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