viernes, 2 de marzo de 2012

Digo cuidadosamente "condor"

"A más de cinco mil metros de altura, las mulas andinas trepan dejando señales rojas en la nieve, hechas con las gotas de sangre que se les escapan por la nariz. Mulitas tan livianas y ligeras que parecen nubes; pero dentro de esa aparente liviandad, el corazón les late tan fuerte que los jinetes pueden oír su golpeteo. También las pala-bras, en el refugio cordillerano donde escribo esta historia, suenan como latidos; y llegan a mí de la misma manera que el ruido del corazón de las mulas al preocupado oído del mulero.
Más arriba de este refugio, llamado Mirador de los vientos, el cielo es permanentemente azul. Las nubes es-tán siempre allá abajo. Las he visto tiritar de frío y deshacerse en lluvias que no me alcanzan. Son algo así como la intensidad que aquí tiene la altura, la que des-nuda las palabras y hace sangrar a las mulas. Debajo de ellas viven las aves de vuelo corto, que sólo conocen su reverso. En cambio para el cóndor, que las domina, y cuyo vuelo permite la expansión de la cordillera, casi no existen; son como el polvo de su camino.
El Mirador, integrado a la montaña, es circular, de techo abovedado, con un ventanal que da al abismo. Hay un hogar para el fuego, que alimento con raíces, especies de árboles disminuidos que para no helarse crecen bajo tierra. Cuando están vivas, asoman afuera apenas una pequeña forma que las conecta con la luz. El calor llega hasta el establo contiguo donde duerme la mula que me lleva y me trae. Mi mesa de trabajo está junto al ventanal. Sobre ella hay un candelabro, un tintero, un diccionario, la Gramática de don Antonio de Nebrija. En un arcón hay alimentos, tinta y hojas que amarillean por sus bordes. En la pared, una guitarra y las sombras de los objetos, incluyendo la mía, permanentemente proyectadas por las llamas del hogar.
El estudio de ese antiguo tratado del lenguaje me ha enseñado a querer a las palabras. Las escribo viéndolas florecer, tocadas por la intensidad o desnudez de la altura, las oigo sonar en el silencio virgen de la expansión. Y son música, como afirma el gramático. Cada vez que escribo una, siento el latido del objeto encerrado por los signos. Las oigo vivir. Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían. Los cóndores, por ejemplo, caerían en mitad de su vue-lo. Por eso cada vez que escucho el aleteo con que estas grandes aves se lanzan al espacio, digo cuidadosamente “cóndor”, de modo que suenen bien todas sus letras, para que la palabra, además de las alas, ayude a sostenerlo."


Daniel Moyano. Tres golpes de timbal, I los nacimientos – intensidades –

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