lunes, 30 de enero de 2012

La novela latinoamericana y Fuentes


“La gran novela latinoamericana”, de Carlos Fuentes
Por Javier Munguía | Críticas | 9.10.11

La gran novela latinoamericana. Carlos Fuentes
Alfaguara (México, 2011)

El interés de este volumen recién publicado por Alfaguara es indudable: uno de los grandes narradores latinoamericanos reflexiona sobre la tradición de la que forma parte y propone un canon, aun cuando, curándose en salud, advierte en el epílogo que se trata de “un libro personal. Esta no es una ‘historia’ de la narrativa iberoamericana. Faltan algunos nombres, algunas obras. Algunos dirán que, en cambio, sobran otros nombres, otras obras”.

Es opinión extendida que los últimos libros publicados por Carlos Fuentes (novelas y libros de cuentos) no suponen un aporte significativo para la ficción escrita en español ni para su propia obra. Probablemente su último trabajo de ficción importante, aun con sus excesos, es la monumental Terra nostra, de 1975, que para algunos críticos es la novela que concluye el “boom” de la narrativa hispanoamericana. En cuanto a ensayo, en 1992 publicó El espejo enterrado, un texto apasionado y apasionante sobre la cultura hispánica, limpio de la afectación a la que es tan asiduo su autor.

Carlos Fuentes (Foto: Alfaguara)

Aun concediendo que en las últimas décadas la obra de Fuentes ha ido en picada, ¿se puede dudar de su relevancia como escritor? No solo lo avalan decenas de premios (entre los que está el Cervantes, el galardón literario más importante del idioma) y el reconocimiento de algunos de sus más distinguidos contemporáneos, sino sobre todo algunos libros señeros (nos gusten o no), capitales para entender la evolución de la narrativa en nuestra región: baste mencionar La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962) y Aura (1962). (Las tres están, sí, entre sus primeras publicaciones).

Son dos los problemas principales que veo en la obra de Fuentes: la excesiva asiduidad con que ha venido dando a la imprenta sus libros, que delata falta de autocrítica, y el estilo grandilocuente, hinchado, que afea algunas de sus obras más ambiciosas, y en cambio está ausente en sus textos breves y con frecuencia impecables: sobre todo Aura y un puñado de sus cuentos. Lo anterior no obsta para que Fuentes sea uno de los más arriesgados y versátiles de nuestros narradores. (El “despistado” Iván Thays escribe que “Fuentes es un autor conservador y, por ello, ha elaborado un canon conservador”. El mexicano es, en realidad, uno de los grandes renovadores de las estructuras novelescas en español, como es bien sabido).

Volvamos al libro que nos ocupa. La gran novela latinoamericana no es, como parecería, una obra unitaria e inédita del todo: está compuesta por fragmentos nuevos más textos publicados como capítulos de La nueva novela hispanoamericana, un ensayo de Fuentes aparecido en 1969, y como reseñas en El País. El capítulo dedicado a Vargas Llosa, por ejemplo, reproduce de forma completa el apartado destinado al mismo autor de La nueva novela hispanoamericana e integra de manera algo forzada la nota publicada recientemente en El País sobre La Fiesta del Chivo. En vez de pasar revista a la obra del Premio Nobel peruano, Fuentes recicla sus textos y solo se ocupa sin mucha fortuna de tres libros de Vargas Llosa: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y La Fiesta del Chivo (2000). Otro ejemplo: el espacio dedicado a Hernán Lara Zavala reproduce el artículo “El Yucatán de Lara Zavala”, una reseña de la novela Península, Península con la que Fuentes ganó en 2009 el Premio González-Ruano de Periodismo. Un último ejemplo: como el texto en el que se aborda a García Márquez también es viejo y reciclado, solo llega a revisar Cien años de soledad (1967) y El otoño del patriarca (1975).

Los veintidós capítulos de los que consta este ensayo son muy diversos entre sí, tanto por su extensión como por su contenido: los primeros tres, espléndidos (luego de una introducción que se ocupa más de reivindicar a los aborígenes en América, loable labor, que de la literatura), rastrean los orígenes de la literatura latinoamericana remontándose al descubrimiento de América, pasando por la época colonial y llegando a las independencias. El autor refirma su idea, ya planteada en El espejo enterrado, de que América no fue descubierta, sino inventada por los europeos, que veían en el nuevo continente una tierra utópica, pletórica de portentos; propone tres libros básicos que habrían fundado la literatura americana en español y portugués: El príncipe de Maquiavelo (lo que es), Utopía de Tomas Moro (lo que debe ser) y Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam (lo que podría ser). Fuentes establece relaciones insólitas entre, por ejemplo, los cronistas de indias y Borges y García Márquez. También nos explica de forma clara y muy convincente por qué considera al cronista Bernal Díaz del Castillo el primer novelista de nuestra región. Al llegar al siglo XIX, destaca la figura del brasileño Machado de Assis, en su opinión el más grande novelista latinoamericano de esa centuria. Ahonda en las tradiciones novelísticas modélicas en aquel tiempo: la de Waterloo (la narrativa realista de Zola, Balzac, Stendhal y Tolstoi) opuesta a la de La Mancha (Cervantes, Sterne, Diderot), juguetona, autorreferencial, consciente de su naturaleza ficticia, digresiva, fundadora de otra realidad mediante la imaginación y el lenguaje, y no obligada a reflejar la “realidad real”. Machado de Assis, el “milagro brasileño”, sería el único de nuestros novelistas decimonónicos adscrito a la segunda de las tradiciones apuntadas.

Ilustración: otrastardes.com (no consta autoría)

Luego de esta prometedora primera parte, generosa en agudos apuntes, en la que historia y literatura se iluminan mutuamente, y que nos hace esperar un libro al nivel de El espejo enterrado, se nos presenta (exceptuando el apartado dedicado a la Revolución mexicana, que se ocupa de Mariano Azuela, Agustín Yáñez y Juan Rulfo) una serie de capítulos dedicados a un autor cada uno: Gallegos, Borges, Onetti, Cortázar, Lezama Lima, García Márquez, Vargas Llosa y José Donoso.

Desgraciadamente, esta segunda parte es mucho menos brillante que la primera: los galimatías están a la orden del día (“¿Y qué ha hecho el novelista que ha hecho la novela que ha hecho Oliveira que ha hecho su doble que ha hecho un loco de Oliveira?”), lo cual no debería sorprender si sabemos que algunos de esos textos provienen de La nueva novela hispanoamericana.

En repetidas ocasiones es difícil reconocer en los comentarios las obras analizadas. Todo parece caber en la tríada utopía-epopeya-mito. Incluso Rayuela de Cortázar termina por ser épica. Parecería que los personajes de las novelas examinadas no poseen motivaciones reales, tangibles, sino que representan abstracciones que hacen las delicias del ensayista. Fuentes desnaturaliza las novelas que examina, las cuales siempre son en sus comentarios explicación de algo más, externo a la obra, pese a que en repetidas ocasiones don Carlos defiende el derecho de la novela de no reflejar la realidad, sino de crear una. El lenguaje es farrogoso y usualmente dice poco por querer decir mucho. El autor establece relaciones entre los libros y su contexto que resultan forzadas y obvian lo esencial. Hay teorías, citas, autores, pero la suma, además de ser de difícil digestión, oscurece en vez de iluminar.

Lo dicho por Rafael Lemus respecto de la ficción de Fuentes aplica también para esta segunda parte de La gran novela latinoamericana: “No mira los hechos como hechos sino como síntomas de otra realidad, soterrada, mítica. Un político priista es autoritario porque bajo Palacio Nacional persiste la pirámide, y Zapata es Zapata no por ser un hombre sino la eterna, fija voz de la tierra”.

También hay imprecisiones, aunque son lo de menos. Cito tres: no es verdad que Talita y Traveler, de Rayuela, se rebelen contra la novela que los contiene y se nieguen a ser parte de ella; la Maga es uruguaya, no argentina; el cuento “Axolotl”, de Cortázar, está incluido en Final del juego, no en Bestiario.

Mientras que algunos de estos capítulos tienen una extensión y una ambición considerables, otros apenas son breves notas que parecen escritas para no dejar fuera a alguno de los autores imprescindibles: por ejemplo, el apartado dedicado a Onetti, del cual rescata una anécdota graciosa referida a Juan Carlos, su mujer y su amante, pero que de ningún modo constituye un acercamiento medianamente profundo a los libros del uruguayo. Por su parte, el capítulo dedicado a José Donoso prácticamente no habla de Donoso, pese a lo cual es uno de los más rescatables de esta segunda parte: en pocas páginas se explica con claridad y mucho tino las características y alcances del “boom” de la novela hispanoamericana.

La tercera parte del ensayo está compuesta de capítulos dedicados a diversos autores agrupados de forma dudosa: el “búmerang” incluye a Roa Bastos, contemporáneo del “boom”, y a escritores posteriores: Sergio Ramírez, Héctor Aguilar Camín y Federico Reyes Heroles. ¿Qué criterio se usó para agrupar a estos autores en un mismo apartado? Nunca se nos explica. “El post-boom (1)” presenta a narradores argentinos como Luisa Valenzuela, Silvia Ipaguirre, Matilde Sánchez, Ricardo Piglia y Tomás Eloy Martínez. En “El crack” aparecen, además de los protagonistas de esa autoproclamada generación (Volpi, Padilla, Urroz, Palou), Cristina Rivera Garza y Xavier Velasco, sin que quede claro por qué acompañan al grupo capitaneado por Volpi. Tampoco logra Fuentes explicar de forma cabal cuál fue la aportación del “crack” y su diferencia esencial con generaciones anteriores: ¿será que no es culpa de Fuentes y que en realidad el “crack” no representó ninguna ruptura para la literatura mexicana, sino una continuidad, en todo caso? En “El post-boom (2)” se agrupan novelistas contemporáneos chilenos (Jorge Edwards, Carlos Franz, Sergio Missana, Arturo Fontaine) acompañados del peruano Santiago Roncagliolo, los colombianos Juan Gabriel Vásquez y Santiago Gamboa, y los mexicanos Hernán Lara Zavala, Ignacio Solares y Gonzalo Celorio. Como en farmacia: un poco de todo y nada que justifique el rótulo “Post-boom (2)”.

En esta tercera parte se intercalan capítulos dedicados a Nélida Piñón y Juan Goytisolo (la inclusión de este narrador español tampoco está justificada). El libro cierra con notas sobre autores mexicanos: Elena Poniatowska, Margo Glantz, Bárbara Jacobs, Carmen Boullosa, Ángeles Mastretta, Daniel Sada, Álvaro Enrigue y Juan Villoro. Como se puede ver, esta última parte del libro es algo caótica y arbitraria. Inoportuna, además, en un libro llamado La gran novela latinoamericana. ¿En verdad creerá Fuentes que todos los autores que revisa, usualmente a vuelo de pluma, entrarán en nuestro canon literario? De los nombres que deja fuera ni hablemos: a fin de cuentas, la suya, como advierte en el epílogo, es una “selección personal”. Como se ha visto, los rótulos en que se agrupa a los autores no corresponden a sus años de nacimiento, ya no digamos a sus propuestas estéticas.

Los mejores y los peores atributos de Carlos Fuentes como ensayista se conjugan en este libro misceláneo, desigual, valioso por la agudeza y la claridad de sus mejores momentos, y que pese a todo es el libro más importante publicado por su autor en los últimos tiempos.



Javier Munguía
http://javiermunguia.blogspot.com

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