lunes, 26 de diciembre de 2011

Filicidio y fantasmas: Manchas temáticas en la NNA

Charla entre Elsa Drucaroff y Alejandra Laurencich
Narrativa posdictadura

06.12.2011


Revista Veintitres


La autora del ensayo Los prisioneros de la torre y la directora de la revista cultural La Balandra - otra narrativa, de reciente aparición, hablan sobre los narradores tras la masacre que terminó con una generación de jóvenes.

Alejandra Laurencich, escritora de amplia trayectoria en la nueva narrativa argentina, directora de la nueva revista La Balandra –otra narrativa–, conversó con la crítica y escritora Elsa Drucaroff, que acaba de publicar su último ensayo: Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la posdictadura. Una charla que piensa la literatura de las generaciones que siguieron a la masacre dictatorial para interpelar a la sociedad del presente.

–Comencemos por el título, que por lo general surge en el escritor cuando la obra está ya avanzada. Explicás en el libro que tomaste el concepto de Ortega y Gasset, del que sin embargo te distanciás. ¿Cómo llegaste al título?

–La metáfora del prisionero de una torre de acróbatas es de En torno a Galileo, de 1933, donde Ortega esboza su teoría de las generaciones. Él oculta sus fuentes, probablemente para no reconocer que son del pensamiento de izquierda. Su método generacional es insostenible pero Ortega formula ideas cruciales: que una generación es fundamentalmente cultural y no basta haber nacido en la misma fecha para pertenecer a ella; que el devenir generacional es conflictivo: la nueva generación lucha por ocupar el lugar de la anterior; la vieja, por defenderlo; que pese a la novedad que aporta la juventud, esta existe por los mayores, en el mundo que ellos construyeron. Pero Ortega dice que inventó esto y fue Mannheim (que ni nombra) quien dijo eso y más, en 1927. Aunque Ortega roba bien y escribe bien. Así inventa esa hermosa metáfora de que las generaciones se suceden como una torre humana de acróbatas: los nuevos arriba, sí, pero parados sobre los hombros de sus padres; entonces son sus prisioneros, porque si esos hombros se caen, caen ellos. Cuando leí eso pensé que en mi adolescencia setentista no predominaba la sensación de ser prisionera de mis padres (aunque lo era); los nuevos teníamos la bella soberbia de sentirnos vigías, los de arriba de la torre, los del plus de visión. “Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor”, cantaba Spinetta, y yo lo cantaba, desafiando a mis padres. De pronto entendí que los jóvenes de posdictadura no hicieron eso, ni los hoy cuarentones, ni los hoy treintañeros, y me pregunté si no hay épocas (como la posdictadura) donde las generaciones sienten más su prisión que su plus de visión. Y ahí surgió el nombre para estas generaciones: prisioneros de la torre.

–Mencionás como propio de estos prisioneros ese mundo ficcional en el que aparecen los fantasmas. ¿Este fue el origen de la búsqueda que dio como resultado este libro?

–Sí. Fue la primera ficha que me cayó leyendo: sus historias están llenas de fantasmas, desde los sobrenaturales hasta jóvenes que dicen cosas como “estoy muerto”. Me dio escalofríos. Sentí que había un puente quebrado entre ellos y yo, que mis muertos eran sus fantasmas. Esa diferencia que va de muerto a fantasma me agobió.

Si bien las víctimas de la dictadura, los desaparecidos, tienen para ellos y para mí algo fantasmal en tanto no fueron enterrados (ahora el proceso de búsqueda de la verdad empieza a poder enterrarlos), eran mis coetáneos o mis jóvenes mayores, “mi gente”; a algunos los conocí y quise, entonces no son tan fantasmas como para los nuevos.

Desde el ’83 fui siguiendo con desagrado la hipocresía que se instalaba en la representación de las víctimas de la dictadura como mayoría de inocentes, y no como militantes o guerrilleros. También era por culpa: la sociedad, para no revisar que había afirmado “por algo será”, prefería mentirse y decir ahora “no fue por nada”, con lo cual la presuposición era la misma: si hubiera sido por algo, entonces se merecerían lo que les pasó, mejor creamos que eran inocentes. Vi esto con indignación y bastante soledad, la izquierda y hasta los organismos de derechos humanos tendían a aceptar este modo derrotado de mantener la “memoria”. Uno entre mil ejemplos: una obra de teatro hablaba de una desaparecida que tenía un FAL en el sótano, quien escribió la obra recibió grandes presiones de los que la ponían en escena –gente de izquierda– para que sacara esa frase. Y esto en 2005, cuando ya había un gobierno con decisión política de llegar a la verdad. Desde 1983 hasta hace muy poco fue casi impronunciable solidarizarse con víctimas “culpables”, es decir, guerrilleras.

Entonces, cuando veo que en los relatos de las nuevas generaciones hay tantos fantasmas, incluso en tramas que no son políticas, me pregunto: ¿pero esto no tiene que ver con que no se puede nombrar, pensar libremente a estos muertos, a estas muertes, como hechos históricos, comprensibles? ¿Será que hay tanta mala conciencia que no se logra separar el comprender, e incluso el opinar, de justificar la desaparición, tortura y muerte?

–Vamos al mandato que pudo haber dado a sus hijos aquella generación de militancia, la que pudo vivir la “fiesta” de sueños y esperanzas, la misma que luego se vio diezmada y se llamó a silencio también como una forma de supervivencia: hablo del mandato “sé rebelde”. Lo planteás como una imposibilidad: “Si soy rebelde, no estoy siéndolo, porque el mandato pide ser rebelde, pero yo obedezco. Si no soy rebelde, tampoco cumplo con el mandato, aunque me estaría rebelando contra él”. ¿La imposibilidad lleva a la parálisis?

–Tal cual. Lleva a una parálisis para ser. Más allá del amor incondicional de los padres, los hijos internalizan los ideales de sus padres como condición del amor que reciben, eso que sus papás quieren que sean, para ser amados. Y la paradoja “sé rebelde” produce un “no seas”, al menos esa es mi interpretación de una mancha temática evidente en la nueva narrativa argentina: el filicidio. No digo para nada que las generaciones de militancia quisieron matar a sus hijos, sí digo que en mucho de lo que escriben estos hijos se puede leer con fuerza esa fantasía, como si sintieran que sus padres no quieren que sean, quieren que no existan, que sean nada. Es distinto de lo que leemos en mucha narrativa de los ’60 o ’70: padres castradores.

–Sobre esto me gustaría profundizar después, pero antes, podríamos dejar asentado el planteo generacional que recorre Los prisioneros..., casi como una relación padres-hijos. Mientras leía en tu libro sobre la inconsistencia de la verdad en la transmisión de lo que pasó, una frase (“la imprecisión trae lo fantasmal”) me hizo recordar otro libro: No hay padres perfectos, de Bruno Bettelheim, que habla de los vínculos entre padres e hijos. En el capítulo “Informar a los hijos del pasado de sus padres”, el autor se pregunta: ¿qué pasa cuando los padres han vivido una situación traumática en su pasado, y deben –o quieren– transmitírsela a los hijos? Bettelheim pone un ejemplo extremo: los sobrevivientes del Holocausto, acontecimiento que habrá tenido para ellos consecuencias de las más trascendentales. Dice Bettelheim que el hijo de estas personas se dará cuenta del efecto que les produjo ese pasado, mucho antes de que pueda comprender la historia, y quizá no se anime a hacer preguntas, porque percibe los sentimientos intensos, difíciles, que rodean el tema. La actitud de los padres puede ser la de ocultar la verdad, para no cargar a los hijos con la idea de que la vida puede ser tan espantosa, como un modo de protección. Pero este silencio u ocultamiento puede ser interpretado por el hijo como un deseo deliberado de excluirlo de uno de los períodos fundamentales de la vida de sus padres, o puede incluso llevarlo a pensar que ese pasado no se le confía, por ser él incompetente para entenderlo, por no estar a la altura de “semejante herencia”. Me pareció que, trasladando este ejemplo a lo que produjo la dictadura en nuestro país, estas generaciones de padres e hijos podrían haber reaccionado de una manera similar a la que señala Bettelheim.

–Es muy buena la relación que hacés, no sólo porque creo que sí reaccionaron de una manera similar, sino porque muestra cómo las intenciones o los motivos de los padres no coinciden con las lecturas que hacen los hijos de esas actitudes. Ahora, la incapacidad de los adultos de transmitir un puente histórico se debió en algunos casos a lo que dice Bettelheim: los atenazaba su dolor de víctimas; pero en otros fue por vergüenza porque de hecho aceptaron que desaparecieran 30.000, y no sólo porque tuvieran miedo. Esta sociedad tiene que admitir de una vez que apoyó a la dictadura, que así como hoy tantos dicen que quieren que “se termine” con los chorros y la inseguridad (y apuntan a los pobres), en ese entonces todos los partidos políticos (el Comunista inclusive) y la mayor parte de los ciudadanos decía “hay que terminar con la guerrilla para poder vivir en paz”. En ese verbo “terminar”, en ese pedido “solucionen esto, por favor”, hay y había un “mano dura, hagan lo que haya que hacer y no me cuenten”. Este consenso hoy se calla con culpa y vergüenza. Esa mala conciencia provocó también el silencio de los padres, el quiebre de la transmisión generacional. Otra mancha temática en la nueva narrativa argentina, que está llena de adultos que no pueden, no quieren o no saben contar su pasado

–Volviendo a Bettelheim, él dice que tampoco son más fáciles las cosas cuando los padres deciden contar lo que sufrieron, decir la verdad. Eso puede impresionar de tal modo al hijo, que piensa no sólo que su vida es mucho más fácil, sino quizá que de ningún modo puede permitirse hacer sufrir más a esas personas (lo que conduce al tabú del enfrentamiento que mencionás en tu libro: no cuestionar, no polemizar). O incluso más allá todavía: que debería compensárseles ese dolor, de alguna manera, dándoles únicamente satisfacciones. Y hasta es probable que el hijo piense que no sería capaz de afrontar con tanto coraje dificultades parecidas, sintiéndose derrotado mucho antes de haber podido comprobar su temple para enfrentar una situación semejante. Esto concuerda con lo que vos planteás en tu ensayo, esa relación entre una generación sufrida y la siguiente, que no sólo sufre, sino que cree que su sufrimiento no alcanza, lo que seguramente genera culpa por no estar “a la altura de”, y esa culpa, qué otra cosa puede crear que resentimiento, como mostrás en escritores que parecen burlarse de esa generación de padres.

–Coincido. En 2004 organicé en el Centro Cultural de España “Jóvenes a la intemperie”; el último encuentro se llamó “Las heridas que no paran de sangrar. Escritores jóvenes y el pasado argentino”. Uno de los jóvenes del panel dijo que de la dictadura había heredado el miedo, pero que el menemismo y la crisis habían dañado profundamente a su generación, y que los setentistas minimizaban el dolor de los jóvenes y se arrogaban el patrimonio del sufrimiento político. Fue muy fuerte, en el público había una Madre de Plaza de Mayo y no se enojó, pero se sintió tocada. Fue la primera vez que vi a uno de posdictadura atreverse a pasar una factura. La sensación es que hay que cuidar a los que sufrieron los ’70, no hay que confrontarlos. Creo que el caso Schoklender es un ejemplo terrible: todos los que rodeaban a Bonafini vieron quién era Schoklender y los errores gravísimos que ella cometía pero nadie se atrevió a llevar sus advertencias más allá del comentario privado. Zito Lema trató de advertirle, ella contestó “para mí es mi hijo” y cerró el diálogo. Que una Madre de Plaza de Mayo tenga responsabilidad en algo grave no se puede afirmar, es un tabú. Conocer el terrible horror que Hebe sufrió en la dictadura y admirar su lucha nos paraliza, pero hubiera sido necesario poner un límite a sus empecinamientos cuando se estaba a tiempo.

–Volviendo al filicidio que, como mancha temática, observás por ejemplo en mis cuentos, creo que se puede dar una vuelta de tuerca a tu planteo: ¿podría ser también un modo de conjurar el horror, llevar a los hijos al extremo de la catástrofe para poder allí salvarlos, como debería haber ocurrido con una generación de hijos en la vida real? ¿Podría ser que esa ficcionalización fuera la reacción a haber visto cómo se masacraba a una generación de jóvenes sin que nadie, ninguna autoridad, los defendiera? Porque creo que podemos coincidir en esto: hay una forma extrema –perversa, sí, pero edificada sobre el pavor– de proteger a los hijos: conseguir su invisibilidad, su no ser. Si no son, nada malo podrá pasarles. Es el extremo del miedo lo que lleva a pensar en volverlos invisibles, no nacidos, para que no puedan ser sometidos a lo que, se sabe, fueron sometidos los jóvenes de los ’70. ¿Podría ser entonces, esta, otra razón de esa mancha temática del filicidio?

–No lo había pensado. Creo que sí, sobre todo en escritores de la primera generación de posdictadura, como es tu caso, que en su mayoría ya tienen hijos. Haber heredado el miedo de la dictadura pudo también generarles el mandato “no seas” hacia sus hijos, ya no sólo como producto de la paradoja “sé rebelde” sino como deseo directo: no seas, así no morís como murieron ellos.

–En Los prisioneros... decís que una diferencia entre la primera generación de posdictadura y la segunda es que la primera no se agrupó, cada escritor se replegó en un orgullo solitario; en cambio la segunda armó una movida y salió a buscar sus lectores. ¿Continúa esa diferencia de actitudes?

–Por suerte, no. Varios de la primera generación se unieron al espíritu de la segunda y comparten la conciencia de que escribir es un oficio y construir lectores para estos libros menos conocidos, una necesidad. La prueba sos vos misma: la revista que dirigís, La Balandra - otra narrativa, es eso, ¿no? Creo que la transmisión intergeneracional está actuando, y que el puente, despacito, se va reparando. Eso produce futuro.

06.12.2011


Tomado de http://veintitres.infonews.com/nota-3835-cultura-Narrativa-posdictadura.html

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