lunes, 8 de agosto de 2011

Hacer sapito en el teatro

Música para huérfanos

Una obra teatral permite releer a Verónica Viola Fisher en “Hacer sapito”, poemas sobre infancia e identidad.

POR Valeria Meiller



Si una de las características de la poesía es su naturaleza esquiva al ser fijada en un sentido último, entonces puede pensarse que sus diferentes lecturas y abordajes funcionan a la manera de fotografías instantáneas: se trata de una de las tantas imágenes que es posible tener de ella. Puede decirse entonces que la adaptación teatral de Maruja Bustamante en Hacer sapito del poemario homónimo de Verónica Viola Fisher es la “captura” de una de las infinitas visiones que puede provocar el libro.

La imagen que fija Bustamante es perturbadora: sobre el fondo oscuro de un escenario de dos alturas, una mujer, parada sobre la caparazón de una tortuga, libra una batalla imposible con la figura de sus padres. Estas figuras toman una consistencia extraña dentro suyo; de esta manera determinan no sólo su sexualidad –que se desdobla en escena, a su vez, en un hombre y una mujer– sino también la forma en que esta mujer se mira a sí misma y es vista por los otros. Los actores reproducen los versos del libro y las modulaciones que le imprimen van transformando la cadencia poética del texto hasta hacerlo estallar en verdaderas melodías, que la obra refuerza con la interpretación de un piano en vivo.

Viola Fisher publicó dos libros de poemas en editoriales independientes que difícilmente se encuentren en las bateas de las librerías mainstream.

Hacer sapito (Gog y Magog) es de 1995 y reúne una serie descarnada de poemas donde, una y otra vez, se vuelve sobre el tema de la configuración de la identidad durante la infancia. A diferencia de lo que sucede cuando se aborda desde la literatura un tema socavado con profundidad en la filosofía y el psicoanálisis, el libro esquiva los lugares explicativos y transparentes a nivel teórico. Alimenta en cambio una voz filosa que pendula entre Edén perdido de la niña y la adultez conflictiva de la mujer. Esa tensión se plasma en versos como éstos: “De mamá tuve un cordón umbilical/y de papá también/ tuve un cordón/ cerebral/ que el médico anudó/ innumerables veces con una/ fuerza descomunal y atroz”.

Por momentos el yo poético recuerda y reproduce las canciones de la infancia, pero éstas están siempre transidas por una violencia que las distorsiona: “cantá lo que quieras/ de manteca/ para mamá que da la teta/ tiene leche y yo/ doy lo que se me canta”. En este punto, el libro inaugura una zona exhaustivamente desarrollada en su segundo libro, Notas para un agitador (La Calabaza del Diablo), aparecido en 2008 en Chile. Allí el lenguaje poético se desintegra hasta tomar la forma de partituras –forma musical por antonomasia– que se desperdigan sobre las páginas. En ese gesto es tal vez donde la genialidad de Viola Fisher abre la posibilidad de “contagio” que llevó su poesía al teatro: armando un sistema más amplio y plástico, dentro del cual aparece para sus poemas la oportunidad de ser literalmente vistos y oídos de la forma que realmente merecen.

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