jueves, 9 de junio de 2011

1Q84


:: Lecturas ::
Otra vez Murakami
08-06-2011 | Haruki Murakami

En 1Q84, Haruki Murakami ha intentado simbolizar la presencia del mal en la Historia.

Por Guillermo Belcore.

1Q84Borges postuló -creo que por primera vez- que el realismo no existe en literatura. Aun si el escritor nos dice “un viento helado soplaba desde el río”, eso no es la realidad, explicaba el maestro. En cualquier texto de ficción, el mundo es distorsionado por la lente que aplica una sensibilidad artística (si nos ponemos rigurosos, lo mismo ocurre con la non-fiction). En el arte de crear protorrealidad, existen Hacedores más o menos diestros, más o menos originales. Algunos se complacen en efectuar mínimas variaciones; otros son más radicales y conforman un cosmos alternativo, con sus propias leyes. En esta segunda categoría, refulge un demiurgo japonés cuya reputación hoy en día se puso de moda injuriar. Tengo para mí, que los que atacan a Haruki Murakami, incluso sin haberlo leído, pertenecen al mismo club de tiquismiquis que en su momento repudió las imaginerías de Lewis Carroll o de Las mil y una noches. Una vez más, pues, vengo a elogiar, una entelequia que proviene de Oriente.

Acabo de concluir, feliz y satisfecho, las setecientas cuarenta páginas de 1Q84, primer volumen de una ambiciosa trilogía de Murakami. Se trata de un relato fantástico, que desarrolla una metáfora inquietante, que me ha inducido a reflexionar. La clave de la trama es la Little People, una siniestra entidad que acompaña a la humanidad “desde que tiene conciencia”. Cuando estos seres encuentran un portal para ingresar a nuestro mundo (una persona concreta) se produce una alteración de la realidad, como si el universo cambiara de vías. El año 1984 se convierte en 1Q84. Aquellos que logran percibir la transformación, encuentran dos lunas en el firmamento. La segunda, depravada, de color verde cómo si estuviera cubierta de moho, fija su posición en el cielo “en silencio y firmemente, como un signo de puntuación bien meditado o un lunar asignado por el destino”.

Murakami, entre otras cualidades, es uno de esos escritores que tiene el talento para urdir historias que arrastran al lector a un universo que no es éste (la clave es que el lector perciba los hechos como reales, tal como ocurre en el Animé, una de sus fuentes de inspiración). Entiendo que en su último libro -el más perturbador de los diez que le he leído- ha intentado simbolizar la presencia del mal en la Historia. Aquellas personas que deben afrontar esa aberración -sea los esbirros de Hitler o de Videla, un abusador, un asaltante psicópata, un explotador de los débiles- ingresan en otra dimensión, la del sufrimiento. El mal irrumpe como una tsunami, rasga lo cotidiano, crea un agujero perverso cuya salida siempre está bloqueada. Las reglas de lo cotidiano se ven modificadas, hay un cambio de vías, otra temporalidad. Las personas (o personajes) van a la deriva en ese nuevo mundo modificado por el mal. Algunos no lo resisten y se vuelan la tapa de los sesos. Por cierto, Murakami trae a colación una sugerencia de Anton Chejov: cuando en la trama aparece una pistola, el escritor debe dispararla.

Plantea el libro que “un concepto puede tomar forma humana, caminar, causar daño y huir”. El inolvidable señor Oshikawa, una suerte de López Rega, encarna una forma de maldad, la del hombre dispuesto a hacer por codicia cualquier clase de trabajo para alguien muy poderoso. ¿Por qué hay gente así?, me pregunto siempre. Los conductistas alegan que son el producto de terribles condiciones externas. A mi no me satisface como explicación universal. Yo, como Sartre, creo en la libertad de la conciencia, “ese ínfimo movimiento que hace que un ser totalmente condicionado (el ser humano) no devuelva todo lo que ha recibido”. ¿Quién debe responder la pregunta sobre la existencia del mal? ¿La psicología? ¿La teología? ¿La biología? Hace poco leí una hipótesis que me causó escalofríos: la empatía también depende del desarrollo de una región cerebral. Prefiero entonces las respuestas que arriesgan los grandes escritores. Dice Murakami que el mal es “una enfermedad mortal que corroe en silencio el espíritu humano desde su núcleo”.

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