jueves, 3 de febrero de 2011

Los vivos muertos



Radar Libros. Domingo, 30 de enero de 2011

¿Hay alguien ahí?

Después de haber debutado con la singular love story La mujer del viajero del tiempo, la norteamericana Audrey Niffenegger entrega una gótica historia de fantasmas que honra toda la tradición de la familia espiritual que conforman desde Emily Brontë, Dickens y Wilkie Collins a M. R. James y Sheridan Le Fanu: cómo hablar de la vida doméstica de los vivos muertos.


Por Rodrigo Fresán



“Si tienes fantasmas, lo tienes todo”, suele cantar el alucinado y alucinante Roky Erickson. Y está en lo cierto. Pero no es sencillo tenerlos. Porque el fantasma como especie y género –y a diferencia del vampiro, el licántropo, la momia, el homo-puzzle reanimado en laboratorio, o el zombi– viene sin manual de instrucciones para su manejo, conservación y destrucción. No es sencillo lidiar con fantasmas, no se mueven obedeciendo a leyes precisas, no les temen a la estaca o a la bala de plata y –lo más importante de todo– a menudo son nada más y nada menos que aquello que damos en llamar “nuestros seres queridos”. Un poco cambiados, de acuerdo. Pero está claro que ellos también nos quieren a nosotros. Por eso vuelven.

Así, la gran historia de fantasmas no ha mutado demasiado desde Henry James o Adolfo Bioy Casares (quienes más y mejor hicieron por el monstruo); pero son contadas las sesiones en las que se lo ha invocado con genio en los últimos tiempos. Puestos a evocar, me quedo con pocos casos de ectoplasma literario moderno: La maldición de Hill House, de Shirley Jackson; El resplandor, de Stephen King; Fantasmas, de Peter Straub; Angelica, de Arthur Phillips, y las muy extrañas y atípicas
Una inquietante simetría. Audrey Niffenegger Salamandra 416 páginas

Dr. Haggard’s Disease, de Patrick McGrath, y The Haunting of L., de Howard Norman. Pero no es mucho. Lo de antes: no es fácil y Edith Wharton –estudiosa y artista del tema– aseguraba que la culpa de esta sequía es de “esos enemigos planetarios de la imaginación: el telégrafo y el cine”.

Y aquí llega Audrey Niffenegger (Michigan, 1963) y está claro que se trata de una mujer tan astuta como inteligente. Lo que hace Niffenegger es insuflar aliento victoriano a un paisaje moderno pero con lápidas tatuadas de musgo. Y no lo hace mal como no lo había hecho mal en La mujer del viajero del tiempo (2003), debut novelesco donde la saga espacio-temporal de dos amantes conmovía y divertía y maravillaba con una estructura formal admirable y deudora de Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut. Aquel libro (best-seller internacional de calidad que en España no superó al fenómeno de culto pequeño mientras su adaptación fílmica pasó sin pena ni gloria) tenía, además, la sabiduría de, casi subliminalmente, ocuparse de un tema que nos incumbe a todos: el paso de los años y la vejez.

Una inquietante simetría reincide tanto en sagacidad como en estrategia. Otra cuestión universal –la muerte– vistiendo la mortaja de una trama gótica donde hay de todo: la perfecta y formidable escenografía del Highgate Cementery (Niffenegger trabajó allí durante un año como guía), una misteriosa y fantasmal tía lejana y londinense, dos sobrinas gemelas idénticas y norteamericanas, un piso (no una casa) vacío y a poseer, romances interoceánicos, asma (la más espectral de las dolencias), gato embrujado y niña antigua, entierros prematuros, un vecino obsesivo, un detective, identidades trocadas y espíritus que entran y salen de cuerpos. En resumen: las complicaciones de la vida después de la muerte. Y es ahí donde reside el principal encanto y encantamiento de esta novela: Niffenegger invita a conocer la vida doméstica de los vivos-muertos (como alguna vez lo hizo Anne Rice con los muertos-vivos) mientras, a lo largo de la velada, respira en la nuca de las memorias de Emily Brontë, Charles Dickens, Wilkie Collins, M. R. James, Sheridan Le Fanu, Edgar Allan Poe y siguen las firmas y espíritus.

¿Peros? Pocos, pero decisivos. Hay pequeñas/grandes trampas al alterar súbitamente el comportamiento habitual de varios de los personajes (pero lo mismo ocurría en todos los folletines); por momentos la trama, sí, simétrica, se hace tan enrollada (a la vez que lenta; lo folletinesco otra vez) que no está de más ir tomando notas a lo largo de la lectura; mientras que los fans de los adorables amantes de La mujer del viajero del tiempo tropezarán aquí con protagonistas mucho más antipáticos. De acuerdo, también es una love story; pero su corazón es más oscuro y su forma triangular. Y lo más importante: a la hora de cerrar la última puerta, Niffenegger asume decisiones valientes y atractivas que no conformarán a todos. Y, digámoslo, tal vez se hubiera querido tener –que Niffenegger nos diera– un poco más de miedo.

Pero no fue mi caso ni –podría jurarlo, puedo sentirla– el de Edith Wharton, quien sigue aquí, entre nosotros, en esos fantasmas llamados libros.

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