Poetas en la mitad de la vida
Mapa de una generación que nació alrededor de los años 60 y se afianzó en la década del noventa. El fenómeno de los recitales masivos de poesía, un género noble que resiste a la lógica del mercado.
Sábado 24 de octubre de 2009
Por Jorge Monteleone
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
La escena parece un sueño barrial algo absurdo e inmediato, como esas pequeñas epifanías que el poeta Fabián Casas suele escribir. El poeta es hincha de San Lorenzo de Almagro, asiste a un partido en el nuevo Gasómetro y allí divisa a un personaje de El señor de los anillos , el montaraz Aragorn, con las facciones de Viggo Mortensen, pero luciendo la camiseta azulgrana y alentando al local como un hincha más. Con la lógica de los sueños, Aragorn declara que el equipo va a resistir: el Ciclón luchará hasta el fin porque tiene la misma entereza que la Comunidad del Anillo. Más tarde acompaña a Casas desde la Nueve de Julio hasta su barrio, como amigables cuervos. Todo parece tan real que, previsiblemente, un transeúnte que pasea con su novia los ve y exclama: "¡Es Aragorn, no lo puedo creer!". En el sueño cruzan las calles de Boedo, Aragorn lo llama "un guapo sabio" y percibe, como un recuerdo inminente que pertenece a su infancia, el aire como envejecido del tedio suburbano. Casas recuerda o imagina versos de un poema propio sobre una tormenta de verano, y repite ese vocablo imantado de Baudelaire sobre París: "El spleen de Boedo": "Bajo los látigos del agua, las plantas./ En las ventanas, los mosquiteros./ Las cortinas hechas con largas tiras de plástico,/ bailan en las puertas de las cocinas./ Y se encienden los espirales en las mesitas de luz". Aragorn, que ya se transformó en Mortensen, confirma que va a solventar una antología donde estarán muchos de los poetas de la generación de Casas y donde podría publicar el poema sobre Boedo. Lo hará en su propia editorial, llamada Perceval Press, con sede en California, y en la tapa habrá una foto algo abstracta, tomada por el propio Mortensen, cuyo nombre será "Boedo 2". Perceval es el nombre de un caballero de la Mesa Redonda del Rey Arturo, con lo cual el sueño se vuelve simétrico.
Sin embargo todo esto, con mayor o menor detalle, realmente ocurrió. La presentación en Buenos Aires de la Antología de la nueva poesía argentina (Perceval Press, 2009) fue populosa y notoria y por primera vez los cronistas del espectáculo se interesaron en la poesía argentina mientras Viggo Mortensen lucía la camiseta de San Lorenzo y escuchaba la lectura de los poetas. Tal vez no hubo en Buenos Aires una publicidad similar desde 1932, cuando Oliverio Girondo hizo pasear una carroza fúnebre con un gigantesco muñeco, con galera y monóculo, para promocionar su libro Espantapájaros . La anécdota parece cumplir lo que los surrealistas llamaban "azar objetivo": el encuentro entre una causalidad externa y una finalidad interna. Conviene a una generación poética que desde la del sesenta puede reconocerse como una figura social a la vez que literaria. Se trata de poetas cuya infancia o adolescencia transcurrió durante la dictadura -nacidos entre 1960 y 1976- y publicaron en la década menemista, era de cinismos, de malversaciones y de una cultura del espectáculo que ellos supieron cifrar en el poema como decepción y distancia, y que a la vez articularon como novedad, con todos sus riesgos y fracasos, y con presencia pública, opiniones contundentes y asunciones ideológicas. El antólogo fue Gustavo López, director de la revista Vox (ahora en Internet) y de la editorial del mismo nombre, órganos de difusión de la poesía argentina de los últimos quince años.
López señala "el ímpetu cultural que la salida de la dictadura militar desata a mediados de los ochenta" y la tarea de editoriales y revistas literarias "entre las que se destaca Diario de Poesía , publicación que repondrá nombres de obras y autores silenciados o poco considerados por efecto del exilio y la chatura impuesta en los años oscuros". Destaca la recuperación de poetas soslayados: Joaquín Giannuzzi, Ricardo Zelarayán, Leónidas Lamborghini, Juana Bignozzi. Podrían agregarse otros, pero lo importante radica menos en su lectura que en su uso, porque los poetas encontraron en ellos una visión crítica para la representación de lo real y sobre todo, una lengua. La poesía de los años ochenta lidiaba con un lenguaje que había sostenido en la sociedad argentina el discurso de la dictadura y que en el escándalo de la desaparición forzosa de miles de personas no sólo había corrompido el habla, sino también el lazo social básico: el reconocimiento del otro en la relación cara a cara. Lo visto y lo dicho, la mirada y la voz como facultades de una poeticidad en acto estaban alterados. Esto se ve en poemas como "Cadáveres" de Néstor Perlongher, donde se leía: "Era ver contra toda evidencia/ era callar contra todo silencio/ era manifestarse contra todo acto/ contra toda lambida era chupar/ Hay cadáveres". O en la serie de poemas escritos por Diana Bellessi bajo el nombre "Tributo del mudo", donde la mudez se ofrecía como una forma de la elocuencia poética para decir lo que no podía ser nombrado. Esa poesía había sido política de un modo oblicuo y creativo, junto a otros poetas que escribieron esa experiencia de otro modo, como Juan Gelman en el exilio. En la década del ochenta se desarrollaron el afianzamiento del neobarroco, ciertas derivaciones de la poesía concreta en la revista XUL , la impronta neorromántica de la primera época de la revista Último Reino , la irrupción de una nueva enunciación femenina en la poesía escrita por mujeres.
Reiniciada la democracia, apareció Diario de Poesía , dirigida por Daniel Samoilovich, y se volvió una de las revistas más importantes de América latina, por su alcance y su continuidad (su primer número data de 1986 y sigue publicándose). Realizó, con sus tiradas y su influencia, lo que Carlos Battilana llamó, en su tesis sobre las revistas de poesía de los años ochenta, el "gesto de la masividad". Varios de sus integrantes constituyeron la corriente del "objetivismo" que conformó la recuperación de la mirada corroída durante la dictadura: el objeto como correlato de una renovada percepción de lo real y como sustento de una palabra que los volvía evidentes para fundamentarse en ellos. No se trataba de una representación fenoménica ingenua, porque acarreaba también las dudas sobre los alcances de ese "realismo" presunto e incluía su propia crítica -como en los libros de Guillermo Piro, La golosina caníbal (1988), Las nubes (1993) y Estudio de manos (1999)-. También disputaba con la estética neobarroca, cuya exploración de los efectos de superficie y de las derivas del signo lingüístico confrontaba con la impronta de lo objetivo. Otros poetas confrontaron desde otra posición estética e ideológica, como Ricardo H. Herrera, director de la revista Hablar de poesía , en su ensayo "Del maximalismo al minimalismo", de La hora epigonal (1991). En ese contexto surgen los que entonces fueron llamados "los chicos de los noventa" o "perritos de ceniza", agrupados en modestas pero influyentes revistas de la época, como 18 Whiskys , dirigida por José Villa y donde, además de Casas, se nucleaban entre otros, Teresa Arijón, Daniel Durand, Rodolfo Edwards, Darío Rojo -que no están en la antología publicada por la editorial de Mortensen, pero escribieron obras representativas del período-. Jorge Aulicino, que integraba por entonces Diario de Poesía , escribió que el grupo que dio origen a 18 Whiskys fue "la tribu más influyente" en la poesía de los últimos quince años, de la cual partieron tres líneas: una nueva poesía urbana, una poesía de observación que disloca el pensamiento mágico o el comentario desmañado, una poesía de reflexión o de imaginación lírico-épica. Pero Diario de Poesía fue el marco en el cual muchos de estos poetas tuvieron su expansión: Martín Gambarotta con Punctum , Washington Cucurto con Zelarayán y Santiago Llach con "Los Mickey" ganaron concursos de la revista. Su primer antólogo también integraba Diario de poesía : Daniel Freidemberg, con Poesía en la fisura (1995). Martín Prieto y especialmente D. G. Helder, miembros de la redacción y compañeros generacionales, publicaron un discurso crítico que fue casi un manifiesto tardío en la revista Punto de Vista , 60 (1998): "Boceto Nº 2 para un... de la poesía argentina actual". En el 2001 una antología mayor unificó la variedad: Monstruos. Antología de la joven poesía argentina , con selección y prólogo de Arturo Carrera. Así la poesía de la década del noventa fue un índice proliferante, un tópico, un lugar común, un espacio de polémicas y enfrentamientos, un objeto de estudio. Surgieron nuevos poetas y editoriales, numerosos textos, antologías, recitales, blogs y un cuerpo crítico creciente, incluso en la universidad: entre otros, los ensayos críticos de Ana Porrúa, de Delfina Muschietti, de Silvio Mattoni, de Edgardo Dobry, de Ana Mazzoni, Violeta Kesselman y Damián Selci. Poetas como Bellessi, Tamara Kamenszain -que les dedicó un ensayo en su notable La boca del testimonio -, o Fogwill se interesaron en ellos y hasta existe una tesis doctoral, "La poesía joven de los noventa en la Argentina", escrita por Anahí Mallol.
La poesía es "joven" hasta que se vuelve un arte de museo. La cultura juvenil, en cambio, sí formó parte de la visión del mundo de los años noventa, del modo en que el rock contó con esa idea como un valor constitutivo, siquiera como ilusión. El sujeto imaginario de la poesía de ese período suele ser un joven que se halla en un vacío de memoria y en consecuencia debe restaurar un relato de la historia donde la épica está ausente y donde la tradición de los ancestros carece de sentido o está clausurada. Ya no puede anclarse en lo sentimental porque no existe una conciencia fundante, ni siquiera biográfica. "No es cierto que la emoción perdure", escribió Helder. Carece de futuro, en el sentido utópico de una proyección en la historia, porque el futuro llegó hace rato: se siente un desclasado y a la vez sabe que su segura herencia fue la derrota de la generación que dio los pasos previos. El presente, dijeron, fue su tiempo absoluto y lo inmediato, el sitio de su nostalgia vacante. Era una versión nueva del "solicitante descolocado", imaginado por Leónidas Lamborghini, pero en la era de la convertibilidad. En la Antología... hay fragmentos de libros emblemáticos en que se manifiesta este carácter en 1996: La Zanjita , de Juan Desiderio, o Punctum , de Martín Gambarotta. El primero comienza en la zanja donde alguien se corta la mano para desenterrar un billete. Allí no hay un yo que enuncia, sino espacios donde se escenifica un habla menesterosa en que la oralidad corta el cuerpo de la lengua, corta las eses y los tendones: "Meté la mano/ sacá lo hueso de poyo/ de la zanja/ meté la mano/ te cortaste lo dedo/ por sacar la mitá/ de lo cien peso/ de la tierra/ y sus tendones/ se vieron hermosos/ bajo el sol". El segundo muestra una pieza aislada, donde alguien "no sabe quién es" y percibe los pobres objetos que lo rodean como figuras estáticas de un ruinosa cotidianeidad y donde la luz proviene de un televisor al final de la programación, como única ventana al mundo: "nada/ hace suponer el final de la transmisión nocturna/ que ahora termina y deja/ la pantalla nevada/ trasladando a la penumbra del pasillo/ la oscilación de un aire gris que no provoca/ ninguna emoción salvo en las cosas". Y así los objetos están allí pero sin aura, nuevos para la poesía porque no son poéticos. Integran un paisaje urbano de fábricas cerradas y persianas bajas, donde el progreso ha cesado, recorren las calles anónimas figuras hambreadas, y hay sitios donde sólo se halla el óxido, animales sueltos, detritus, restos, toda la "gama de lo inútil": D. G. Helder lo describió así en El guadal (1994), donde "toda pretensión de certidumbre tiene el destino/ de las gotas que caen desde un alto inútil/ alambique en un tambor de aceite". Un solitario texto de 1993 pudo ser un modelo: 40 watt de Oscar Taborda. Un poema narrativo o nouvelle en verso, que se demoraba en un paisaje de desechos y carencia, objetos cariados en el río que se angosta junto a la basura industrial y que incorporaba los sujetos de la pobreza con un ademán político que otros retomaron: construir una épica menor de la indigencia. Así también se perpetuaron los relatos y los personajes del margen en libros como Música mala (1997) o Metal pesado (1999), de Alejandro Rubio, que ahora se cobraba las contradicciones de la democracia claudicante que ni curó ni educó ni dio de comer, o como La raza (1998) de Santiago Llach, que en "Los Mickey" escenificó la anécdota de unos descendientes conchetos de las guardias blancas que ahora "cazan negros cerca de la villa del Bajo". Washington Cucurto, seudónimo de Santiago Vega, menos trágico o menos cínico, recreó un glosario de la farsa urbana sexualizado, vitalista y a la vez solidario con sus personajes populares: inmigrantes ilegales, prostitutas y pungas, empleadas y bailanteros, sirvientas con cama adentro, el mundo que Cortázar negaba en su relato "Las puertas del cielo", ahora con valor positivo. Su voz es una invención que al fin se apropia de la identidad del poeta con el uso del seudónimo: en La máquina de hacer paraguayitos (2000) Santiago Vega es el albacea de un tal Washington Cucurto, "poeta dominicano nacido en 1942" que inaugura el "realismo atolondrado". De estas corrientes de los poetas de la década del noventa, los de la generación siguiente toman y procesan muchos rasgos, como en dos interesantes libros de 2007: El Maldonado , de Miguel Ángel Petrecca, o Increíble , de Mariano Blatt.
Otros poetas recrearon mínimos atisbos de la infancia en el espacio familiar. Pero no como nostalgia, sino como la manifestación de una micropolítica donde el universo opresivo de la dictadura se desplazaba en las figuras parentales, en la monotonía cotidiana, en una visión como aniñada carente de un fantaseado encanto, pero bastante siniestra. En este aspecto fueron claves los primeros libros de Verónica Viola Fisher -no incluida en la Antología... -: Hacer sapito (1995), donde se lee: "Los hombres no lloran/ y mi hija tampoco/ llora porque/ tiene los ojos/ de su padre", o de Martín Rodríguez, Agua negra (1998), donde se lee: "el sentido de la palabra casa no lo podés/ cambiar/ la casa en su sentido/ de juntarnos, mamá,/ es la palabra que no me podés quitar/ de adentro, el sentido de la casa/ es estar juntos, si/ se destruye/ lo que queda es agua negra". En la Antología... se incluye un poema de otro libro fundamental de Rodríguez: Maternidad Sardá (2005). No sólo la infancia, sino lo infantil como una especie de miniatura objetiva se lee en El collar de fideos (1997), de Roberta Iannamico. Y asimismo una especie de catálogo perceptivo en los poemas de Laura Wittner -casi todos tomados de un libro de 2001: Las últimas mudanzas - donde el mundo nunca termina de asentarse, de clasificarse: la mirada es "como una ventana más", diluye la totalidad, que muta de una cosa a la otra, no en analogías metafóricas, sino en diferencias concretas. Esa forma de aparición del mundo tiene también algo de infantil y a veces de dichoso, aunque alejado de todo saber unitivo sobre lo real: "Como en la infancia -escribe-/ fuimos felices por error".
Dos poetas marcan en la Antología... un giro cualitativo respecto de los inicios de la poesía de los años noventa: Poesía civil (2001) de Sergio Raimondi, y La impresión de un folleto (2003) de Mario Arteca. El primero ejercitaba de un modo novedoso un nuevo vínculo entre la imaginación poética y lo sociopolítico, con uniones tan agudas como inesperadas: "es curioso que la métrica,/ considerada por el poeta como el elemento similar y constante/ que organiza todo un modo de componer,/ actúe tal como el regulador que por ese tiempo/ Watt introdujo en la máquina a vapor". Su trabajo con la forma, que elude todo lirismo y se oculta en lo argumentativo, en una prosa poética instrumental y hasta informativa sobre el ámbito laboral de Bahía Blanca, indaga críticamente la función de la poesía en la lógica del tardío capitalismo periférico. El segundo compone su libro de poemas como una vasta glosa a un catálogo de pintura del Instituto Di Tella publicado en 1963, donde el objeto percibido es suplantado por la imagen pictórica como otro correlato de la percepción y donde todo "lo que se está viendo" pasa al crédito de lo imaginario. Ya no se denuncia siquiera la pérdida del aura, sino el vacío de la percepción toda vez que los objetos en la sociedad globalizada son mercancías o desechos y éstos se reciclan otra vez como mercancía o elemento contaminante: el capitalismo transfigura el mundo de los objetos en campo de pura exclusión subjetiva. Así cae el último bastión de una cierta pureza de la mirada, de modo que los poetas de la segunda promoción de la década del noventa advierten con mayor agudeza que sólo es posible intervenir políticamente en lo real mediante la exploración del habla como pura exterioridad. O bien, como señalaron Selci y Kesselman comentando el precursor La Zanjita , el habla no es sólo un modelo, sino que se vuelve objeto eminente: "el habla es para la poesía la objetividad del presente". Intuyeron que en la poesía argentina, desde la gauchesca, la oralidad como representación poética siempre es social. Y así varios poetas acaban por componer una poesía explícitamente política: Rubio escribe sobre "la mente de Perón" en Novela elegíaca en cuatro tomos y Llach publica Aramburu .
Hay más poetas, no mencionados aquí: aquellas que procesan desde otro lugar la herencia de la poesía femenina cruzada con la estética pop (Fernanda Laguna, Gabriela Bejerman, Marina Mariasch) o con otras posiciones enunciativas (Gabriela Saccone, Patricia Suárez); aquellos más afines, por su dicción poética, a la poesía de la generación que sigue (Damián Ríos, Francisco Garamona, María Medrano, Ana Wajszczuk); y por cierto Martín Prieto y Fabián Casas, reconocidos iniciadores. Y hay también muchos poetas que no están incluidos, cuya obra revela un desarrollo muy considerable y a veces más atractivo que ciertos elegidos. Pueden mencionarse, entre muchos otros importantes, los que Mallol llamó "poetas del sigilo", como Carlos Battilana, Osvaldo Bossi o Silvio Mattoni. Cada uno a su modo no explora el objeto como desecho, sino el sujeto como residuo de lo sentimental o lo autobiográfico, ya ni siquiera en un absoluto presente sino en el tiempo fugaz del instante, casi a punto de desvanecerse, pero que resiste desde lo no intercambiable de la experiencia poética y aun de la experiencia vivida en sí misma. Poetas que no son leídos porque no entran en ese circuito, como Guillermo Saavedra, que trabajó el sarcasmo y la parodia al sentimentalismo con elocuencia ejemplar en El velador (1998). O el patagónico Cristian Aliaga, cuya obra poética, desde Lejía (1988) y No es el aura de Kant (1992), se perfecciona en La sombra de todo (2007), donde expone con minucia una conciencia desgarrada en la "escoria de la duración". O bien poetas para cuya obra no se han creado condiciones de legibilidad, como la de Adrián Navigante, residente en Alemania. Su obra ya es vasta, pero su libro más ambicioso es Unusmundus (2007), texto de cuatrocientas páginas inadvertido, como lo fue el igualmente inclasificable Himalaya o la moral de los pájaros (1970), de Miguel Ángel Bustos. Su tema es el despliegue de la p óiesis (el hacer poético) en la totalidad de una especie de cosmogonía, proyección a la vez personal y suprapersonal, histórica -política- y sagrada, aunque antirreligiosa. Una obra compleja, que trabaja el espacio de la página en dos niveles como figuración especular e invertida, que se resiste a ser cosificada y aspira a existir como acontecimiento.
La Antología... de López es un cierre, una muy parcial pero honesta evaluación de una tendencia consolidada, que cuenta con su propia mitología, con Mortensen como inesperado deus ex machina . Sigue la proyección individual de los poetas, el diálogo especular o divergente que tengan con sus comienzos, donde en algún caso se hallará lo más singular de su trabajo poético. El lector puede descubrir a poetas aún más "jóvenes", nacidos en los años ochenta, en la antología Última poesía reciente (Ediciones en danza, 2008) editada por Javier Cófreces, Eduardo Mileo y Gabriela Franco.
"La poesía no nace", pero siempre comienza, aquí, allá y en todas partes. Todo el resto es literatura o, como parafraseó Daniel Durand en "Segovia": "La poesía todavía no existe/ Nunca va a haber literatura".
© LA NACION
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