miércoles, 26 de enero de 2011
Otro río que pasa Bajo la luna
Página/12
Domingo, 23 de enero de 2011
La lira argentina
En el último año no faltaron las ediciones y reediciones de antologías poéticas a las que se viene a sumar Otro río que pasa (Bajo la luna) compilada por Jorge Fondebrider, y que presenta una particularidad: a la manera de su par irlandesa Watching de river flow, se propuso repasar el siglo XX encargando a diez poetas la selección de otros diez por cada década del siglo. El resultado, altamente subjetivo desde luego, no deja de sacudir el canon de una poesía que al calor de los nuevos poetas y de la crítica se suele reescribir cada diez años, y propone una lectura de creativo desorden.
Por Juan Pablo Bertazza
En Arte Poética –un libro poco conocido que incluye seis conferencias dictadas en Harvard–, Jorge Luis Borges redujo a un puñado las metáforas modelo que, no obstante, admiten un número casi infinito de variaciones: los ojos como estrellas, la vida como sueño y el tiempo que fluye como un río son algunos ejemplos. De todas ellas, la más potente es esta última, que Borges recababa en Tennyson (“el fluir del tiempo en medio de la noche”), Heráclito (“Nadie se baña dos veces en el mismo río”) y, por supuesto, en Jorge Manrique (“nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en la mar/ que es el morir”). Resulta notable comprobar que casi todos los títulos de las antologías de poesía argentina remiten, de alguna forma, al tiempo: desde la Poesía argentina contemporánea (1978) confeccionada en varios tomos por la Fundación Argentina para la Poesía hasta la monumental y reciente 200 años de poesía argentina a cargo de Jorge Monteleone, pasando por la notable Monstruos. Antología de la joven poesía argentina (2001) de Arturo Carrera, la Antología de la nueva poesía argentina (2009) de Gustavo López, Primera poesía argentina y Ultima poesía argentina, el díptico de Ediciones en danza. Y no es casual puesto que cada generación parece regir su propio canon, por lo que las antologías se parecen mucho a los deícticos de tiempo, aquellas problemáticas palabras como “hoy”, “ayer”, y “anteayer” que nombran algo cargando siempre el peso del momento de partida. Ya sea porque intentan ofrecer un listado desde la coyuntura de una época o porque están imbuidas por sus propias ideas, resulta imposible para toda antología ser objetiva, completa o atemporal.
Otro río que pasa, la flamante recopilación a cargo de Jorge Fondebrider que ofrece un panorama del último siglo de la poesía argentina en el contexto del Bicentenario, constituye una antología distinta. No tanto por el hecho de reconocer que su originalidad consiste, en realidad, en una especie de préstamo de Irlanda –donde se hizo hace poco una antología similar– sino más bien por lo que, precisamente, toma prestado: la notable idea de poner a diez poetas en el complicado trance de asignarles una década del siglo XX (más la primera del XXI) para que luego ellos elijan a los diez poetas más representativos de esos diez años.
Santiago Sylvester se encarga de la década del ’10, Javier Adúriz de la del ’20, el mismo Fondebrider de la del ’30 (“nadie la quería hacer porque no se caracteriza precisamente por su buena poesía”, confiesa), Jorge Aulicinio de la del ’40, Javier Cófreces de la del ’50, Tamara Kamenszain de la del ’60, Diana Bellesi se ocupa de los años ’70, Fabián Casas de los años ’80, Eduardo Mileo de la década del ’90 y cierra el volumen la rosarina Mirta Rosenberg con la década correspondiente al año 2000. Un juego riesgoso que no hace otra cosa que exponer, sin ningún tipo de ambages, su subjetividad: ciertos poetas quejándose sutilmente de la década que les tocó en suerte, maldiciendo o agradeciendo alternadamente la fecha de publicación de cierto poema que justifica su inclusión o exclusión; mientras que otros, además de justificar sus elecciones, se animan a dar características de cada época, como Eduardo Mileo al explicar que un signo especial de la poesía de los noventa es “la irrupción de la marginalidad en el lenguaje”.
Un ejercicio de subjetividad a fondo que Fondebrider había tenido en cuenta en una experiencia similar: “Yo hice otra antología de poesía argentina en el 2008 pero con un lapso muy acotado, que iba de 1940 a 1976, ahí incluía a poetas de provincia totalmente olvidados como la cordobesa Susana Cabuchi y el rosarino Juan Manuel Inchauspe”, recuerda antes de anticipar un futuro trabajo: “Estoy escribiendo una breve historia de la poesía argentina y descubrí que en toda nuestra historia sólo tres o cuatro críticos se dedicaron a la poesía, ya que el resto eran poetas. Lo más grave es que todos los demás se dedicaron a copiarlos con menor o mayor evidencia. La crítica argentina tiene una deuda enorme con la poesía, y hay un trabajo impresionante por hacer” aclara.
El juego de la subjetividad en Otro río que pasa se presta así a supuestas desprolijidades como ciertas repeticiones, al menos, en algunos nombres que aparecen en distintas décadas –los más asiduos son Francisco Madariaga, Olga Orozco, Oliverio Girondo, Joaquín O. Giannuzzi y Alfonsina Storni–, distintos enfoques de selección y hasta alguna ausencia llamativa. Sin embargo, lo que posibilita el hecho de que se trate de una elección conjunta y especializada es mucho mayor: porque hace de la subjetividad una forma coherente de trabajo; es decir, blanqueando sus “defectos” potencia sus virtudes como sucede, sobre todo, cuando los poetas eligen aquellos poemas que moldearon su educación sentimental, o al enhebrar reflexiones acerca de aquella intrínseca relación entre literatura y escritor que, en cierta forma, proponía Borges y que tan brillantemente exponen Tamara Kamenszain en la justificación de su elección –“las únicas lecturas que persisten son las que nos empujan a escribir”– y César Fernández Moreno en “Argentino hasta la muerte”, uno de los poemas elegidos en esta antología: “Cuando alguien lleva un libro en la mano es su autor”.
Una relación que, a su vez, constituye un terreno fértil para ciertas conclusiones que deberían ser otro de los grandes objetivos de toda antología, como las que propone Santiago Sylvester al declarar que el primer libro en habla castellana en incluir poemas escritos en verso libre no es Adán (1916) del chileno Vicente Huidobro sino El cencerro de cristal de Ricardo Güiraldes (1915) o al encontrar en la poesía del tucumano Mario Bravo una doble función precursora: anunciar la poesía del barrio que luego retomaría Evaristo Carriego y predecir la poesía social que caracterizaría a los de Boedo. También este reconocimiento de la subjetividad tiene lugar para la sorpresa y la reparación como sucede con la inclusión que hace Jorge Fondebrider del olvidado poeta santiagueño Marcos Victoria o Javier Ardúriz con respecto a la siempre fascinante Emilia Bertolé.
“Es muy importante estar atentos a los cambios de paradigma: en la década del ’80, por ejemplo, ciertos poetas ignorados o, que al menos, eran vistos sólo como novelistas empezaron a ganar mucha importancia, como Saer, Hugo Padeletti, Arnaldo Calveyra y Juana Bignozzi; ya en los ’90 se incorporó al canon Ricardo Zelarayán y Javier Cófreces hizo mucho por promover a Jorge Leónidas Escudero, el notable poeta sanjuanino. En el caso inverso, hay poetas que fueron perdiendo su notabilidad con el paso de los años, como es el caso de Alberto Girri y Edgar Bayley, dos poetas excepcionales que hoy nadie lee. Creo que con esta antología realizamos un gran ejercicio de responsabilidad.”
Es así que detrás de esa metáfora temporal de su título, Otro río que pasa cumple con creces el desafío no sólo de mostrar lo que queda cuando todo pasa (en este caso, un nuevo siglo de historia argentina) sino también de proponer aquello que debería quedar cuando, distraídos, no hacemos otra cosa que mirar fluir el río.
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