Tiempo de trébol
Como todos sabemos, existe una cantidad no medible de libros. Para poner orden en este juego constante en el que me siento participar –apreciando libros antes que leyéndolos–, prefiero hacer evidente la acción consciente de regresar, una y otra vez, sólo a los textos sagrados. La Torá, el Antiguo Testamento y el Sagrado Corán -el trébol ausente-son mis obras de referencia, principalmente porque a partir de ellas puedo formular mucho más fácilmente la idea de que los libros son infinitos, hasta los más elementales, infinito el espacio que separa una letra de otra.
Tiempo de cartucho
Ese infinito entre una letra y otra hace posible que no existan obras proscritas, ni autores a los cuales tema enfrentar por diversas causas, y menos porque puedan producir interferencia con mi propio trabajo. Todas y ninguna de las obras tienen que ver con los libros que vaya a escribir. Y no solamente considero que mi trabajo está compuesto por todos y por ningún libro en particular, sino además por las experiencias que haya podido tener no sólo con relación a las demás artes sino a todas mis vidas posibles.
Tiempo de azucena
Al considerar la escritura, entre otras cosas, como un arte más, es difícil lograr la separación que pueda establecerse frente a las otras disciplinas. En todo caso, si jugara a que la literatura se pueda apartar de las demás artes, lo que busco en ellas es la forma con la que cuentan para estructurar narraciones. Lo que aprendo de ellas es su forma de construcción. Eso no lo busco ni en la realidad, ni en los sueños que acostumbro experimentar, ni en la remembranza de un estado divino que me acompaña la mayor parte del tiempo. Aquellos estados que no pertenecen al plano de lo artístico se mantienen invariables a pesar de las circunstancias. Como una azucena después de haberse encontrado sometida a la lluvia.
Mario Bellatin, en Condición de las flores (Entropía, 2008)
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