Talleres literarios
¿Es posible aprender a manejar las palabras y convertirse en escritor?
Publicado el 12 de Septiembre de 2010
Por Astrid Riehn
Cada año, cientos de personas se anotan esperanzadas en talleres dictados por reconocidos escritores. ¿Encuentran lo que buscan? ¿Qué les ofrecen? Responden Abelardo Castillo, Hebe Uhart, Guillermo Saccomanno y Pedro Mairal.
El problema es que creés todavía, ingenuamente, que hay una palabra para cada cosa. No siempre hay una palabra para una idea, justamente porque es una idea. Deberías elegir un giro, no una palabra”, advierte Abelardo Castillo a María, que acaba de leer el cuento que escribió, mientras su gato rojo Mitria (que debe su nombre a uno de los personajes de Los hermanos Karamazov, de Fedor Dostoievski) se pasea, voluptuoso, entre las piernas de los alumnos. “Ella todavía tiene las palabras puestas en una especie de cajón, de donde las saca. No vienen naturalmente”, aventura.
El de Abelardo Castillo es, con más de 40 años, uno de los talleres literarios más antiguos y renombrados de Buenos Aires. Todos los años, decenas de pichones de escritor le dejan una abrumadora cantidad de mensajes en su contestador, con la esperanza de que el autor de los Cuentos crueles no sólo los atienda, sino que además los elija para formar parte de las tertulias literarias que organiza los jueves en su caserón del barrio de Balvanera. Escritores como Juan Forn, Inés Fernández Moreno, Pablo Ramos, Gonzalo Garcés y Paola Kaufmann (quien murió en 2006 con apenas 37 años y según Castillo “estaba destinada a ser una de las grandes escritoras argentinas”) se sentaron alguna vez en torno a su pesada mesa tallada de estilo español, para exponer sus primeros escarceos literarios.
Así y todo, Castillo es un convencido de que “los talleres literarios no sirven para nada”. Con una salvedad, claro: “Lo digo porque yo no doy talleres literarios. No doy consignas ni los hago escribir acá. Para mí, el taller literario tiene sentido únicamente a partir de entenderlo como eran las revistas literarias de la decada del 1960”, explica el director de las legendarias revistas El grillo de papel, El escarabajo de oro y El Ornitorrinco. “Si esto fuera una revista literaria estaríamos hablando de las mismas cosas, discutiendo los mismos temas, oyendo los mismos textos. Un taller literario para mí, y eso es lo que deberían ser todos los talleres, es una revista sin revista.”
Castillo dice que en un taller literario se aprende, sobre todo, a leer, a aceptar las críticas sin vanidad y a entender que un texto es siempre provisorio. “Si es que enseña algo, es a corregir.” Para el autor de El evangelio según Van Hutten, el verdadero auge de los talleres literarios se dio durante la dictadura militar. Como no había revistas literarias que facilitaran el encuentro de los lectores con los escritores, la gente comenzó a reunirse en grupo con un escritor más o menos conocido en su casa, para hablar de literatura. Algo que, en realidad, siempre hicieron los escritores de una misma generación: leerse entre sí.
Por eso, trata que sus alumnos se enmarquen dentro de una misma generación: los diez elegidos que visitan su casa una vez por semana tienen entre veintitantos y treinta y largos, con algunas excepciones. “Yo no le puedo dar taller a una señora de 65 años que ahora descubrió, porque se casaron todos sus hijos y el marido se dedicó a correr en motocicleta, que es una artista. O a un chico de 17 que el padre le dijo que es un genio. No podés juntar a esas dos personas en un taller literario.”
Sus alumnos coinciden sobre todo en una una idea: ir al taller los ayudó a forjar algo que podría describirse como una relación existencial con la literatura. “Yo era una ávida lectora, pero no escribía y no sabía por dónde empezar. El taller me sirve mucho. La idea es que puedas leer con gente que está en tu misma situación, que te critiquen y, a partir de ahí, aprender e ir encontrándote”, explica Sandra De Falco, que trabaja como abogada. “No me preocupa si voy a publicar o no. De lo que me di cuenta es que no importa si vengo al taller o qué pase en mi vida, no voy a dejar de escribir.”
Alejandra Kamiya trabaja en comercio exterior y va al taller hace un año y medio. Confiesa que desde entonces escribe menos, pero porque lo hace más conscientemente. “Cuando Abelardo me preguntó qué pretendía aprender en el taller, le dije que tenía una idea medio oriental, que quería estar cerca de él y escucharlo, como si cayeran los frutos de un árbol”, comenta. Para Federico Bianchini, periodista, la presencia de Castillo no es inhibitoria, sino “todo lo contrario”: “Si vas a un lugar y te dicen ‘qué bueno lo que escribiste’ te quedás ahí, pero si doce personas te dicen qué corregir, te dan ganas de ir cambiando cosas.”
No muy lejos de ahí, en el barrio de Almagro, Hebe Uhart hace lo propio con sus alumnos, que reparte en tres grupos semanales de trabajo. Alrededor de su mesa, atiborrada de papitas, grisines, galletitas y un budín cuyo papel celofán retirará con amorosa dedicación al promediar la clase –break que aprovecha para recargar de café los pocillos–, esta maestra de grado oriunda de Moreno, según Fogwill “la mayor cuentista argentina contemporánea”, interpela a una de sus alumnas: “¿Por qué pusiste ‘no tenía bufanda’? Cuando uno pone algo, lo tiene que poner por algo.”
Durante las dos horas que dura la clase, Uhart escuchará tres textos inéditos, repartirá fotocopias del cuento “El delincuente”, de Chéjov, y un capítulo de El discurso vacío, de Mario Levrero, que hará leer en voz alta a sus alumnos, eligiéndolos a dedo, como buena docente (“Ahora seguí vos”), y los dejará opinar sobre los textos. Casi como al descuido, irá soltando, además, pequeños consejos, brújulas para los callejones sin salida en los que a veces se mete un escritor: “Si en un diálogo doy una respuesta muy larga, no queda nada. Hay que reducirlos a lo fundamental”; “La literatura es el arte del detalle. Una historia bien contada es una historia contada con particularidad: enamorarse se enamora todo el mundo”; “Escribir es el último momento de todo un proceso interior que tiene que ver con evocar y recordar.”
“Enseñar a escribir no se puede, es muy difícil. Un taller es simplemente un elemento motivador que funciona a través del estímulo, a través del palo, a través de la paciencia, de una serie de factores, y produce, en la mayoría de los alumnos, mejoría en lo que escriben. Les sirve para poder tener cierta continuidad. Ahora, todo lo demás depende del esfuerzo que pone cada uno”, explica Uhart, autora de novelas como Camilo asciende y cuentos como “Guiando la hiedra”. La escritora explica que los talleres literarios nacieron en los Estados Unidos: “Carson McCullers tiene publicado un texto, todo lleno de anotaciones de sus profesores de taller.”
En una coqueta librería de Palermo Hollywood, Pedro Mairal, quien saltó a la fama literaria en 1998 cuando su novela Una noche con Sabrina Love ganó el Premio Clarín, se reúne cada 15 días con dos grupos de alumnos, todos los lunes. Para Mairal, el taller no es más que una excusa para escribir y una guía para señalar cuándo un alumno está haciendo algo que no le conviene demasiado a sus textos. “Yo les doy una consigna, leen su texto y lo comentamos entre todos. Me interesa que los demás también opinen, porque es justamente la mirada de los demás lo que desconocés cuando te sentás a escribir. El cómo te leen.”
Entre sus principales preocupaciones está la de “sacarle la literatura de encima” a sus alumnos; es decir, las ideas preconcebidas que tienen acerca de qué es escribir bien, “esa suerte de filtro culturoso que hace que los textos suenen muy literarios y pierdan vida”, explica Mairal. “La idea es olvidarse de la literatura interna, lo que te lleva a decir ‘la mirada cansina’ en vez de que el tipo está cansado. Lo que veo es que muchas veces en los blogs, con todo lo que se los critica, se escribe de una manera más suelta, sin pretensión literaria, y a veces esos textos están mucho más vivos que cuando alguien se sienta a escribir un cuento. La idea no es vulgarizar el idioma, sino usar palabras cercanas al habla.”
“Mi taller era uno de los mejores de Buenos Aires. Y lo digo sin falsa modestia”, afirma por su parte Guillermo Saccomanno desde Villa Gesell, donde vive desde hace unos años con su esposa, su hijita y un montón de libros. Durante los últimos 16 años hasta este, cuando tuvo que suspender las clases por una meningitis, dictaba un taller del que salieron escritoras de la talla de Claudia Piñeiro, Ángela Pradelli y María Inés Crimer, todas ellas ganadoras de premios como el Clarín y el Emecé de novela.
“Yo no salí de ningún taller y le planteo de entrada a la gente que un escritor no sale de ningún taller. Un escritor puede pasar por un taller, que es otra cosa”, dice Saccomanno, quien escribió novelas como Bajo bandera y La lengua del malón. “Lo que te puede dar el taller es cierto rigor, cierta organización, puede adiestrar lo que sería el oficio. El talento no te lo va a dar nunca. Quienes salieron de mi taller y publicaron es porque tienen talento y trabajo propio”, asegura Saccomano.
Hay algo en lo que Castillo y Saccomanno coinciden sin medias tintas: para escribir, primero hay que saber leer. Las lecturas previas de sus alumnos funcionan como un poderoso filtro de selección. “Yo creo que aquel que tiene capacidad para contar historias puede tener talento para escribir, pero no hay talento para escribir si no hay talento para leer”, dice Saccomano. Para entrar a su taller, hay que tener cubierto un arsenal de lecturas, que van desde Shakespeare hasta Borges, pasando por Dostoievski, Faulkner y Arlt, entre otros. “Si no pasaste en algún momento por determinados autores no me interesa trabajar. La lectura, entre otras cosas, constituye el oído. Creo que si de pibe leíste mucho, eso facilita las cosas”, agrega y recuerda que, de chico, tenía acceso irrestricto a la biblioteca que su padre cultivaba en Mataderos, donde podía leer desde las novelas de Emilio Salgari hasta El Capital de Marx o literatura erótica como las Memorias de una princesa rusa.
En la infancia, según Castillo, se encuentra el germen de todo aquello que uno escribirá después, el fundamento del futuro escritor. Aún hoy, a los 75 años, puede recitar de memoria un verso que leyó a los seis años en una historieta de Disney en la que se veía a Dippy (Tribilín) tocando la guitarra y llorando a lágrima tendida porque creía que el ratón Mickey había sido raptado y asesinado (“Y lo enterraron con sus ropas de vaquero y su guitarra / y se marchó al baratro/ él que en vida matara a más de cuatro / de difunto no asustaba ni a un cordero”). Gracias a ese verso, según Castillo, aprendió que báratro significaba infierno, “algo que finalmente fue uno de los temas de mi literatura hasta Crónica de un iniciado, explica sonriente.
Por eso, en sus encuentros previos, les pide varias listas de lecturas a sus alumnos. Una con los libros que leyeron entre la niñez y la preadolescencia (“Pero sin vanidad. Si alguien me dice: ‘Uh, yo a los ocho años leí el Ulises de James Joyce y me pareció bárbaro’, ese no entra a mi taller, porque es un mentiroso, un cachafaz y un pedante horrible”) y otra que bautizó “la lista del marciano” y que parte del supuesto de que los habitantes del espacio exterior llegan a la Tierra y les piden una selección de los grandes libros que fundaron la cultura literaria humana.
“Ahí van la Divina Comedia, el Gilgamesh. Me da lo mismo que los hayan leído o no, el tema es que los conozcan. Ahí viene la pregunta: ‘¿Por qué, sabiéndolo, no lo leíste?’ Una respuesta puede ser: ‘Mire, señor, tengo 20 años, no me puedo haber leído todos los libros del mundo’. Otra puede ser: ‘Tuve que mantener a toda mi familia hasta los 25 años ¿y vos encima querés que lea la Iliada?’ Esos entran a mi taller.” <
Buenísimo este texto, muy inspirador.
ResponderEliminarBesos y gracias por compartirlo.