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El artista
09-06-2010 | Alberto Laiseca
¿Quién es, qué es un artista? La pregunta incómoda sobre el arte que se plantea Laiseca en una breve y potente novela.
Por P.Z.
En el origen hay una película. Lo habitual -lo esperable- es que un escritor publique su novela y que alguien la mire con ojos de cine: el director es el traidor consabido. En este caso, Alberto Laiseca desanda el camino. Hay una película -protagonizada por él mismo- que leyó con ojos de novela. No es la primera vez, no será la última, pero no de deja de ser curioso que -por una vez- se altere el orden de la pregunta: El artista, ¿la película o el libro?
De aquella película (directores Gastón Duprat y Mariano Cohn; guion de Andrés Duprat) sólo vi un fotograma inquietante que ilustraba una nota en Página/12. León Ferrari, Alberto Laiseca, Rodolfo Fogwill y Horacio González posan olvidados frente a la cámara. Si no fueran quienes son, tal vez serían los que son en esa imagen: viejos. En El artista Laiseca actuaba de Romano y dice Andrés Duprat que “compuso un Romano infinitamente superior al que yo había escrito. Un ser hermético hacia afuera pero muy denso en su mundo interior”. También dice que fue tal el entusiasmo que le generó la experiencia a Laiseca que “necesitó conocer su propia versión de la historia”. Aquí es donde se abre un paréntesis a ser ocupado por tesis universitarias: ¿qué significa su propia versión?
II
Romano es un mueble viejo en un geriátrico sin más compañía que otros enfermos. Vive empastillado, lo desplazan en una silla de ruedas, casi no habla. Romano dibuja. Los dibujos llenan el tiempo y el espacio: dibuja.
A Romano y a los otros -aunque en la novela los otros no están; sólo aparece el mismo fotograma que oculta a Fogwill en el doblez de la hoja encolada- los cuida Ramírez, un enfermero que sufre el mismo encierro. “De alguna manera, los guardias de las prisiones están presos junto con los presos”, se dice hastiado. “De tanto cuidar viejos vos envejecés también”, se insiste.
Ramírez ve los dibujos de Romano y decide creer que son más que simples garabatos de un viejo escleróticos. Se regala, entonces, una chance en una galería de arte. A fines prácticos, dice que los dibujos son propios, ya habrá tiempo de explicar más adelante. “Lo mejor que puede pasarle a un ignorante es tener una dosis de buena suerte”, y la suerte llega: los dibujos de Romano son considerados obras magníficas que vienen a revolucionar el estado de la pintura. Con el éxito acechando, Ramírez ya no tiene tiempo para revelar(se) la verdadera autoría.
Todo avanza sin problemas hasta que el viejo ya no quiere dibujar. “¿Trabajar para qué? -se dice para sí, y deja una máxima de Laiseca: En el otro mundo no hay tetas ni cerveza”. La piedrita cae y su paso golpea a otras que a su vez golpean a otras y así hasta que un alud come con voracidad todo a su paso.
III
Quién es el narrador de El artista. En una misma voz se mezcla el narrador omnisciente con las palabras de Romano y Ramírez. Como si Laiseca hubiera compuesto un Jekyll/Hide -justamente Laiseca, tan adepto a los monstruos- de límites difusos.
Quién es el artista. ¿Ramírez? No, no puede ser. ¿Romano? Curioso: nada se dice sobre si sabía o no de arte (nada puede decirnos él, que aunque rico en su vida interior sólo consigue pedir cigarrillos a los gritos) ¿El galerista burgués? ¿El crítico que descubre el revés de la trama y calla para conservar su prestigio? ¿La mujer que se enamora del pintor? ¿El público esnob que asiste a la exposición para saturarse de vino?
Dice Luis Chitarroni en el prólogo que El artista es una obra conjunta (de Laiseca, de los hermanos Duprat y Mariano Cohn, de León Ferrari que ilustra la tapa) nada complaciente. En parte estoy de acuerdo, en parte no: qué placer morboso provoca el raspar con la uña la mesa del poder y verla carcomida por termitas.
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