miércoles, 19 de noviembre de 2008

Poesía de Felisberto Hernández

El vestido blanco
Felisberto Hernández

"A María Isabel G. de Hernández"

I

Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro,
estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy
enfrente una de la otra. Marisa estaba parada con la espalda casi
tocando una de las hojas.

Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al
Marisa salirse, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al
contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando frente
a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese
espacio simétrico lleno de una cosa fija que resultaba de mirarse
las dos hojas.

II

Al poco tiempo yo ya había descubierto lo más importante, lo más
primordial y casi lo único en el sentido de las dos hojas: las
posiciones, el placer de posiciones determinadas y el dolor de
violarlas. Las posiciones de placer eran solamente dos: cuando las
hojas estaban enfrentadas simétricamente y se miraban fijo, y cuando
estaban totalmente cerradas y estaban juntas. Si algunas veces
Marisa echaba las hojas para atrás y pasaban el límite de
enfrentarse, yo no podía dejar de tener los músculos en tensión. En
ese momento creía contribuir con mi fuerza a que se cerraran lo
suficiente hasta quedar en una de las posiciones de placer: una
frente a la otra. De lo contrario me parecía que con el tiempo se
les sumaría un odio silencioso y fijo del cual nuestra conciencia no
sospechaba el resultado.

III

Los momentos más terribles y violadores de una de las posiciones de
placer, ocurrían algunas noches al despedirnos.

Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de cerrarlas.
Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ventanas de
estar juntas ya, pronto, cuanto antes.

En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calzaba justo
la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconsciente e
ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sabía nada
de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la
demora de cerrarse.

IV

Una noche estaba contentísimo porque entré a visitar a Marisa. Ella
me invitó a ir al balcón. Pero tuvimos que pasar por el espacio de
esos lacayos de ventanas. Y no se sabía qué pensar de esa insistente
etiqueta escuálida. Parecía que pensarían algo antes de nosotros
pasar y algo después de pasar. Pasamos. Al rato de estar conversando
y que se me había distraído el asunto de las ventanas, sentí que me
tocaban en la espalda muy despacito y como si me quisieran
hipnotizar. Y al darme vuelta me encontré con las ventanas en la
cara. Sentí que nos habían sepultado entre el balcón y ellas. Pensé
en saltar el balcón y sacar a Marisa de allí.

V

Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casado. Pero
cuando Marisa fue a abrir un roperito de dos hojas sentí el mismo
problema de las ventanas, de la abertura que sobraba.

Una noche Marisa estaba fuera de casa. Fui a sacar algo del roperito
y en el momento de abrirlo me sentí horriblemente actor en el asunto
de las hojas. Pero lo abrí. Sin querer me quedé quieto un rato. La
cabeza también se me quedó quieta igual que las cosas que había en
el ropero, y que un vestido blanco de Marisa que parecía Marisa sin
cabeza, ni brazos, ni piernas

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