martes, 9 de diciembre de 2025

Dorayaki, de Durian Sukegawa

 ¿Quién era realmente esa anciana?

Le había pedido que solo hiciera el an pero aún así Sentaro, por algún

motivo, se sentía inquieto. Yoshii Tokue a veces decía cosas fuera de lugar,

inoportunas. Se podría pensar que era porque no escuchaba bien, pero a

Sentaro le parecía que esa no era la verdadera razón. Era ingeniosa y

sonreía con ternura pero sus ojos tenían por momentos un brillo muy

particular. Además, a veces lo miraba de manera desafiante.

Cuando ella terminó de escribir su dirección, Sentaro le contó cómo se

manejaban en la tienda. Le explicó que él siempre había comprado el an y

que empezaba a cocinar dos horas antes de abrir.

—¿Por qué? —dijo ella con cierta brusquedad—. Si quiere usar un an

recién hecho hay que empezar antes de que salga el sol.

—Es que estoy acostumbrado a pedir por teléfono que lo traiga

Mi primera ciruelita remolacha




De tres ciruelitas que se manifestaron esta primavera en mi nuevo ciruelo (partida de tres desde Vivero La Chiquita con peral y manzano) una se cayó apenas aparecida con una tormenta, la segunda la picotearon los pájaros apenas se puso rosadita y la encontré ya en el piso, y esta es la única que quizás pueda comerme. No me animé a dejarla más tiempo en la planta. 

 

Empiezo a entender cómo bajar las revoluciones sin apagarme

 Siempre me pareció mezquino lo de "guardarme", "cuidarme", no exponerme sin dobleces ni secretos. Pero ahora me doy cuenta de que también había mucho de víctima, de mártir en esa entrega incondicional, de autoprofecía cumplida cuando recibía el cachetazo o el globo pinchado. Así que voy cachando la onda del misterio y el vivir sin contarle a nadie lo que hago, lo que pienso, lo que quiero. Raro...

Ayer el ensayo fue genial

 Y no me asombra de mi profe de baile flamenco, la Adi, ni de mis cumpas, ni de mi profe de guitarra ni de la Elu al cante. Lo que me sorprende es que yo haya bailado y haya estado feliz y relajada y no tenga nada de que culparme ni arrepentirme. 

Hasta me puse malla de baile que me pasó una amiga. Me faltó atarme el pelo no más. Maquillarme ya sería mucho.

Fue ayer y será el domingo que viene en dos o tres funciones según cantidad de público y espacio disponible: por seguiriyas con castañuelas, por tientos-tangos y sevillanas primera y segunda coplas.

La belleza de Felicitas Amelí







Julián dice que si sigue tan pálida la va a dejar en una góndola. Yo le digo que él se hace el negro pero es 50% rubia, Julián, mi 50% de rubiez en él, así que se haga cargo.






 

La traición consumada (Carol de Patricia Highmith)

 "Therese se sentó a una de las mesas y su cuerpo se relajó dolorosamente. Enterró

la cabeza entre sus brazos, sobre la mesa, súbitamente débil y soñolienta, pero al cabo

de un segundo empujó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió aguijones de terror en

las raíces del pelo. De alguna manera, hasta aquel momento había estado

engañándose, imaginándose que Carol no se había ido, que al regresar a Nueva York

volvería a ver a Carol y todo seguiría, tendría que seguir siendo como antes. Miró

alrededor, nerviosa, como buscando una contradicción, una rectificación. Por un

momento sintió que el cuerpo se le podía hacer añicos, pensó en arrojarse a través del

cristal los ventanales que atravesaban la sala. Miró el pálido busto de Homero, las

cejas enarcadas e inquisitivas, subrayadas débil mente por el polvo. Se volvió hacia la

puerta y vio por primera vez el cuadro que colgaba encima del dintel.

Era sólo parecida, pensó, no exacta, no exacta, pero el reconocerla la había

conmovido hasta la médula, y mientras miraba el cuadro crecía la sensación. Se dio

cuenta de que el cuadro era exactamente el mismo, sólo que mucho más grande, el

mismo que había visto tantas veces cuando era pequeña. Estuvo colgado mucho

tiempo en el pasillo que llevaba al cuarto de la música. Era una mujer sonriente

ataviada con el recargado vestido de alguna corte, con la mano apoyada en la

garganta y la arrogante cabeza levemente vuelta, como si el pintor la hubiera atrapado

en movimiento, de manera que incluso las perlas de sus orejas parecían moverse.

Conocía las breves y bien moldeadas mejillas, los carnosos labios de coral que

sonreían hacia un lado, los párpados contraídos con un matiz burlón, la frente fuerte y

no muy larga que incluso en el cuadro parecía proyectarse un poco por encima de los

ojos vivaces, que lo sabían todo de antemano, que sonreían y provocaban simpatía.

Era Carol. En aquel largo momento en que no podía apartar los ojos del cuadro, la

boca sonrió y los ojos la miraron burlones, se levantó el último velo y reveló el matiz

burlón y malicioso, la espléndida satisfacción de la traición consumada.

Con un estremecimiento, Therese desapareció bajo el cuadro y bajó la escalera

corriendo. En el vestíbulo de abajo, la señorita Graham le dijo algo, una pregunta

ansiosa, y Therese se oyó contestarle con un estúpido balbuceo, porque aún estaba

estremecida, sin aliento, y pasó junto a la señorita Graham para salir corriendo del

edificio."


jueves, 4 de diciembre de 2025

La felicidad de Therese (Patricia Highmith)

 Una vez llegaron a un pueblecito

que les gustó y pasaron la noche allí, sin pijama ni cepillo de dientes, sin pasado ni

futuro, y la noche se convirtió en otra de aquellas islas en medio del tiempo,

suspendida en algún lugar del corazón de su memoria, absoluta e intacta. O quizá no

era más que felicidad, pensó Therese, una felicidad completa que debía de ser

bastante rara, tan rara que muy poca gente llegaba a conocerla. Pero si era sólo

felicidad, entonces había traspasado los límites ordinarios y se había convertido en

otra cosa, una especie de presión excesiva, de modo que el peso de una taza de café

en la mano, la rapidez de un gato cruzando el jardín, el choque silencioso de dos

nubes parecía casi más de lo que podía soportar. Y así como un mes atrás no había

comprendido el fenómeno de su felicidad repentina, ahora no comprendía su estado,

que parecía consecuencia de lo anterior. A menudo era más doloroso que agradable y

por eso temía tener un único y grave defecto. A veces se asustaba como si estuviera

andando con la espina dorsal rota. Si alguna vez sentía el Un pulso de decírselo a

Carol, las palabras se disolvían antes de empezar, por miedo y por su desconfianza

habitual hacia sus propias reacciones, la ansiedad de que esas no fueran como las de

los demás, y de que ni siquiera Carol pudiera comprenderlas.

Por las mañanas solían dar un paseo en coche hacia algún l

"Las palabras se borraban con el hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas". Carol, de Patricia Highmith

 cuello. «Te quiero», quería oír Therese otra vez, pero las palabras se borraban con el

hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas desde los labios de

Carol hacia su nuca, sus hombros, que le recorrían súbitamente todo el cuerpo. Sus

brazos se cerraban alrededor de Carol y sólo tenía conciencia de Carol, de la mano de

Carol que se deslizaba sobre sus costillas, del pelo de Carol rozándole sus pechos

desnudos, y luego su cuerpo también pareció desvanecerse en ondas crecientes que

saltaban más y más allá, más allá de lo que el pensamiento podía seguir. Mientras,

miles de recuerdos de momentos y palabras, la primera vez que Carol la llamó

«querida», la segunda vez que fue a verla a la tienda, un millón de recuerdos de la

cara de Carol, su voz, momentos de enfado y de risa pasaron volando por su cerebro

como la estela de una cometa. Y en ese momento había una distancia y un espacio

azul pálido, un espacio creciente en el que ella echó a volar de repente como una

larga flecha. La flecha parecía cruzar con facilidad un abismo increíblemente

inmenso, parecía arquearse más y más arriba en el espacio y no detenerse. Luego se

dio cuenta de que aún estaba abrazada a Carol, de que temblaba violentamente y de

que la flecha era ella misma. Vio el claro pelo de Carol, su cabeza pegada a la suya. Y

no tuvo que preguntarse si aquello había ido bien, nadie tenía que decírselo, porque

no podía haber sido mejor o más perfecto. Estrechó a Carol aún más contra ella y

sintió sus labios contra los suyos, que sonreían. Se quedó echaba mirándola,

mirándole la cara sólo a unos centímetros de ella, los ojos grises serenos como nunca

los había visto, como si contuvieran todavía algo del espacio del que ella había

emergido. Y le pareció extraño que fuese aún la cara de Carol, sus pecas, las cejas

rubias y arqueadas que ella conocía, la boca tan serena como los ojos, como Therese

había visto tantas veces.

—Mi ángel —le dijo Carol—. Caída del cielo.

Therese levantó los ojos hacia las molduras de la habitación, que le parecieron

más brillantes, y el escritorio con la parte frontal abombada y los tiradores metálicos

de los cajones, y el espejo sin marco con el borde biselado, y las cortinas estampadas

con cenefas verdes que caían rectas junto a las ventanas, y dos edificios grises que

asomaban sobre el alféizar. Recordarla siempre cada detalle de aquella habitación.

—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó.

Carol se echó a reír.

—¿Esta? Es Waterloo. —Cogió un cigarrillo—. No es tan horrible.

Sonriendo, Therese se incorporó sobre un codo. Carol le puso un cigarrillo en los

labios.

—Hay un par de Waterloos en cada estado —dijo Therese.


Fragmentos de amor entre Carol y Therese (Patricia Highmith)

 —¿Puedo dormir contigo? —le preguntó Therese.

—¿No has visto la cama?

Era una cama de matrimonio. Se sentaron en pijama, bebiendo leche y

compartiendo una naranja, porque Carol tenía demasiado sueño para acabársela.

Luego Therese dejó la leche en el suelo y miró a Carol, que ya se había dormido boca

abajo, con un brazo hacia arriba, como siempre se dormía. Therese apagó la luz.

Entonces Carol le deslizó el brazo alrededor del cuello y sus cuerpos se encontraron

como si todo estuviera preparado. La felicidad era como una hiedra verde que se

extendía por su piel, alargando delicados zarcillos, llevando flores a través de su

cuerpo. Therese tuvo una visión de una flor blanca, brillando como si la contemplara

en la oscuridad o a través del agua. Se preguntó por qué la gente hablaría del cielo.

—Duérmete —le dijo Carol.

Therese deseó no dormirse. Pero cuando notó otra vez la mano de Carol en su

hombro, supo que se había dormido. Amanecía. Los dedos de Carol se tensaron en su

pelo, Carol la besó en los labios y el placer la asaltó otra vez como si fuese una

continuación de aquel momento de la noche anterior, en que Carol le había rodeado el

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